viernes, 28 de diciembre de 2018

¿Sabemos algo de los Dinosaurios, los antiguos dueños de la Tierra? (I)


“Aun tenemos en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del caballo y el cocodrilo“, dice el neurofisiólogo Paul MacLean, del National Institute of Mental Health (NIMH). No sé si habréis oído hablar del complejo “R” o cerebro reptiliano. 

De acuerdo a la teoría de MacLean, el cerebro humano resulta de la superposición e integración de las funciones de tres cerebros distintos, con diferentes características estructurales, neurofisiológicas y de comportamiento. 

A lo largo de su evolución, el cerebro humano adquirió tres componentes que fueron surgiendo y superponiéndose. El primero es el cerebro primitivo (arquipálio), constituido por la estructuras del tronco cerebral: Bulbo, cerebelo, ponte y mesencéfalo, con el más antiguo núcleo en la base, el globo pálido y bulbos olfatorios. Se dice que corresponde al cerebro reptiliano, también llamado complejo-R por el neurofisiologo Paul MacLean.

El segundo es el cerebro intermedio (paleopálio), formado por las estructuras del sistema límbico. Se dice que corresponde al cerebro de los mamíferos inferiores. El tercero, en la capa superior, es el cerebro superior o racional (neopálio), que comprende la mayor parte de los dos hemisferios cerebrales (formado por el neocórtex) y algunos grupos neuronales subcorticales.




Este último solo es compartido por los mamíferos superiores, incluyendo a los primates y el hombre. También son muy comunes los mitos sobre la “Serpientes de la sabiduría” que iluminaban a la humanidad. En el libro de Génesis, Dios castiga a la serpiente por haberle dado a Eva la fruta prohibida declarando; “sobre tu vientre andarás y polvo comerás todos los días de tu vida” (Génesis 3).

De esta manera la Biblia daba a entender que la serpiente, antiguamente, tenia brazos y piernas, y que, al ser maldecida, le fue quitado este privilegio. También en las viejas catedrales europeas se ven adornos de gárgolas, que son de tipo reptiloide. Asimismo, también hay muchas referencias al cruce entre “dioses” de origen reptiliano, como los anunnaki, y humanos, así como a manipulaciones genéticas con humanos, lo que aún fortalecería más la idea del posible origen de esta parte reptiliana del cerebro.

Los paleontólogos, desde principios del siglo XIX, han tratado de resolver el enigma de los dinosaurios, el conjunto de especies que han dominado nuestro planeta durante un período de 165 millones de años.

Revolucionando las antiguas teorías sobre estos animales, descubrimientos recientes han probado que no todos ellos eran lentos, de sangre fría, sino que algunas especies eran de sangre caliente y de movimientos rápidos, y que su desaparición no se debió a su incapacidad de adaptación, sino a grandes cataclismos que asolaron la Tierra.

También se ha confirmado que diversos tipos de dinosaurio eran bípedos, como los primates y las aves. Tal vez algunas especies reptiles alcanzaron, hace más de 65 millones de años, un gran desarrollo tecnológico, que les permitiese huir de la Tierra ante un inminente cataclismo. ¿Serán descendientes de estos reptiles terrestres los “dioses” anunnaki que intervinieron en nuestra evolución? Conozcamos más sobre estos posibles ancestros: los dinosaurios.

Desde que a principios del siglo XIX fueron identificados por primera vez sus restos, los dinosaurios no sólo han apasionado a los científicos sino que han logrado fascinar al gran público.

Pero, realmente, ¿qué sabemos de estos animales que, tras dominar durante 165 millones de años la vida de nuestro planeta, desaparecieron hace ahora unos 65 millones de años, al parecer de «muerte súbita»?

Para que pudiera nacer la Paleontología primero fue necesario que se admitiera que la Tierra era lo suficientemente antigua como para que, durante su existencia, hubieran podido aparecer y desaparecer especies de las que el hombre nunca tuvo noticia directa.

Las reconstrucciones realizadas a partir de los primeros fósiles de dinosaurios presentaban a unos enormes y pesados lagartos, provistos de unas extremidades posteriores desproporcionadas que les daban, vistos desde atrás, la apariencia de gigantescas ranas.

 Pero la multiplicación de los hallazgos y los avances de la investigación fueron permitiendo a los científicos aproximarse a una realidad plural. Como es lógico, a lo largo de 165 millones de años de existencia, los dinosaurios evolucionaron, se diversificaron y se adaptaron a condiciones ambientales cambiantes.

Existieron especies enanas y otras gigantescas. Animales bípedos y cuadrúpedos. Herbívoros, insectívoros y carnívoros. Algunas familias estaban provistas de plumas, aunque no volaban, y otras volaban, pero no poseían plumas.

Ágiles y veloces a pesar de su soberbia envergadura, algunas especies debían tener necesariamente sangre caliente. El gran enigma de los dinosaurios es su final. Hay algunas hipótesis que mantienen que no hubo una extinción total, sino una evolución hacia formas mejor adaptadas, como las aves.

Después de la hegemonía de las teorías gradualistas para explicar los cambios geológicos, climáticos y biológicos producidos en la Tierra, descubrimientos de origen diverso volvieron a poner de actualidad, desde mediados de la década de los sesenta, las teorías catastrofistas. Una familia de científicos, los Álvarez, se dedicaron a la búsqueda de pruebas que avalaran su hipótesis de que un asteroide chocó con la Tierra, hace unos 65 millones de años, provocando, entre otras catástrofes, la extinción de los dinosaurios.

Los continentes habían comenzado a separarse siguiendo un camino de disgregación. El más reciente de los continentes, Pangea, se dividió en dos masas terrestres, Laurasia, en el norte, y Gondwana, en el sur, así como en otros fragmentos con las formas aproximadas de los continentes actuales. Norteamérica se desplazaba hacia el oeste y hacia el norte.

Un amplio golfo acuático, el modesto principio del actual océano Atlántico, separaba a América de las tierras del este que estaba dejando atrás. Los grandes trozos de tierra que habrían de convertirse en Europa y Asia se dirigían hacia el este. África se separaba de América del Sur, la Antártida de África y Australia de la Antártida. Pero no todos los lazos quedaron cortados. Durante mucho tiempo las criaturas aún podrían emigrar por istmos y brazos de tierra entre Europa y América, o entre América y Asia. En términos generales el mundo era más cálido en aquel tiempo.

 Los polos estaban libres de hielo. El coral crecía en las templadas aguas de Europa, en aquel entonces más un archipiélago que un continente. En la cuenca subtropical de América del Norte los ríos fluían cruzando amplias llanuras de aluvión. Un mar cálido y poco profundo penetraba por el sudeste, donde en la actualidad están los Estados de la Costa del Golfo y durante millones de años el mar fue dividiendo el continente, principalmente en la región que hoy ocupan las Grandes Praderas americanas.

A lo largo de las orillas del mar y de los ríos, por todo el país florecía la vida. Todo fue terroso y verde hasta hace sólo unos cien millones de años, cuando las plantas con flores, las angioespermas, iniciaron su evolución.

 Introdujeron el color de la primavera entre las cicadas y las coniferas de hoja ancha, entre las libélulas y los reptiles voladores, entre las tortugas, los lagartos y los cocodrilos, entre los pequeños mamíferos, parecidos a los ratones, que se ocultaban en el follaje y entre quienes entonces eran los señores de la vida: los dinosaurios.

Éstos eran los mayores animales de aquella época conocida como la Era de los Reptiles. Los dinosaurios surgieron, a partir de sus primitivos antepasados reptiles, en algún momento del período triásico del tiempo geológico, que se extiende desde hace unos doscientos cuarenta y ocho millones a doscientos trece millones de años.

Fueron los animales dominantes en el jurásico, durante los siguientes setenta millones de años, y continuaron vigorosamente hasta cerca del cretáceo, hace unos sesenta y cinco millones de años aproximadamente.

Su extinción en ese período, conjuntamente con la muerte de un importante número de otras criaturas y plantas, define el fin del cretáceo para los geólogos que descubrieron un cambio abrupto en los registros de los fósiles que señalaba uno de los límites cronológicos más marcados desde la perspectiva biológica.

Cada uno de esos períodos está caracterizado por capas de rocas muy distintas y definidas que contienen una acumulación de fósiles únicos. Así es cómo los geólogos llegan a determinar el tiempo relativo en la historia de la tierra y cómo los paleontólogos pueden decir cuándo aparecieron algunas especies de dinosaurios, u otras formas de vida, y cuándo desaparecieron. El triásico, el jurásico y el cretáceo son subdivisiones de ese extenso marco cronológico conocido como el mesozoico, la era que seguramente marca el “ecuador” en la historia de la Tierra.

El mesozoico se encuentra entre el paleozoico, que comenzó hace quinientos noventa millones de años, con la presencia de fósiles en abundancia, y el cenozoico, la era de los nuevos animales, que cubre los últimos sesenta y cinco millones de años.

La Era Mesozoica, Mesozoico, o Era Secundaria, conocida zoológicamente como la era de los dinosaurios o botánicamente como la era de las cícadas, es una división de la escala temporal geológica que se inició hace 251 millones de años y finalizó hace 65 millones de años.

Se denomina Mesozoico porque se encuentra entre las otras dos eras del eón Fanerozoico, la era Paleozoica y la era Cenozoica. Durante estos 186 millones de años no se produjeron grandes movimientos orogénicos. Los continentes gradualmente van adquiriendo su configuración actual. El clima fue excepcionalmente cálido durante todo el período, desempeñando un papel importante en la evolución y la diversificación de nuevas especies animales.

Los invertebrados característicos de este período fueron los amonites, de caparazón con forma de caracol, y los belemnites, más pequeños y con el caparazón alargado y puntiagudo, entre otros equinodermos, braquiópodos y cefalópodos. Se desarrollaron ampliamente los vertebrados, sobre todo los reptiles, por lo que a la Era Secundaria se le llama también la Era de los reptiles o Era de los Dinosaurios.

En esta era aparecen también los mamíferos, las aves y las angiospermas o plantas con flores. El límite inferior del Mesozoico viene fijado por la extinción masiva del Pérmico-Triásico, durante la cual aproximadamente del 90% a 96% de las especies marinas y el 70% de los vertebrados terrestres se extinguieron.

También es conocido por la “Great Dying“, ya que es considerada la extinción masiva más grande de la historia. El límite superior se fija en la extinción masiva del Cretácico-Terciario, que pudo haber sido causada por el impacto que creó el Cráter de Chicxulub en la Península de Yucatán. Aproximadamente el 50% de todos los géneros se extinguieron, incluidos todos los dinosaurios no avianos, es decir, todos aquellos que no compartían las características que definen a un ave.

En comparación con la vigorosa convergencia de placas formadora de montañas de finales de la Era Paleozoica, las deformaciones tectónicas del Mesozoico fueron relativamente leves. Sin embargo, la era destaca por la gran fragmentación del supercontinente Pangea.

 Pangea gradualmente se dividió en un continente norte, Laurasia y un continente sur, Gondwana con apertura del océano Atlántico. Esto creó el margen continental que caracteriza a la mayor parte de la costa atlántica actual.

A finales de la era, los continentes se habían fragmentado a casi su forma actual. Laurasia se convirtió en América del Norte y Eurasia, mientras que Gondwana se dividió en América del Sur, África, Australia, Antártida y el subcontinente indio, que colisionará con la placa asiática durante el Cenozoico.

 La formación de la cordillera de los Andes comenzó en el Jurásico, pero fue durante el Cretácico cuando tomó su forma actual. Se debió al movimiento de subducción de la placa de Nazca por debajo de la placa Sudamericana.

A finales del Cretácico comenzó la orogenia Laramide, que continuaría durante la primera mitad del Cenozoico y que formó las montañas Rocosas. El Mesozoico concluyó con el impacto de un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro, que ocasionó la extinción masiva del Cretácico-Terciario. El Triásico fue en general seco, una tendencia que comienza a finales del Carbonífero, y muy estacional, especialmente en el interior de Pangea.

 El bajo nivel del mar también puede haberse exacerbado por las temperaturas extremas. Con su alto calor específico, el agua actúa como un estabilizador de temperatura y un reservorio de calor, por lo que las tierras próximas a las grandes masas de agua, especialmente de los océanos, experimentan una menor variación de temperatura.

Dado que gran parte de las tierras que constituían Pangea estaban lejos de los océanos, las temperaturas fluctuaban mucho, y en el interior de Pangea probablemente incluía extensas zonas desérticas. Se dispone de abundantes camas rojas y evaporitas, tales como sales, que apoyan estas conclusiones. El nivel del mar comenzó a subir durante el Jurásico, lo que probablemente fue causado por una expansión del lecho marino.

 La formación de nueva corteza bajo la superficie desplazó las aguas oceánicas hasta 200 m más que actualmente, lo que inundó las zonas costeras. Por otra parte, Pangea comenzó a romperse en fragmentos más pequeñas, con lo que el aumento de superficie en contacto con el océano formó el Mar de Tetis.




La temperatura continuó aumentando y comenzó a estabilizarse. La humedad también aumentó con la proximidad del agua y los desiertos se retiraron. El clima del Cretácico es menos conocido y más ampliamente discutido.

Se cree que los niveles más elevados de dióxido de carbono en la atmósfera causaron un gradiente de temperatura de norte a sur casi plano: las temperaturas son más o menos las mismas en todo el planeta. Las temperaturas medias son también más elevadas que en la actualidad, alrededor de 10 °C más.

De hecho, a mediados del Cretácico, las aguas ecuatoriales del océano (quizás tan cálidas como 20 °C en las profundidades del océano) pueden haber sido demasiado altas para la vida marina, y las zonas terrestres cerca del ecuador pueden haber sido desiertos, a pesar de su proximidad al agua. La circulación de oxígeno a las profundidades del océano también puede haberse interrumpido.

Por esta razón, los grandes volúmenes de materia orgánica acumulada que no podían descomponerse y fueron depositados como “pizarras“. No todos los datos apoyan estas hipótesis, sin embargo. Incluso con el calentamiento, las fluctuaciones de temperatura deberían haber sido suficiente para la formación de casquetes polares y glaciares, pero no hay pruebas de ninguno de ellos.

 Los modelos cuantitativos también han sido incapaces de recrear la planitud del gradiente de temperatura del Cretácico. La extinción de casi todas las especies animales al final del Pérmico permitió la radiación de numerosas formas de vida nuevas.

En particular, la extinción de los grandes herbívoros y los carnívoros Dinocephalia dejaron vacíos estos nichos ecológicos. Algunos fueron ocupados por los cinodontos y dicinodontos sobrevivientes, los últimos de los cuales posteriormente se extinguieron.

 Sin embargo, la fauna del Mesozoico estuvo dominada por los grandes arcosaurios que aparecieron unos pocos millones de años después de la extinción masiva del Pérmico-Triásico: dinosaurios, pterosauros y los reptiles acuáticos como ictiosaurios, plesiosauro y mosasauros. Los cambios climáticos de finales del Jurásico y Cretácico proporcionaron más condiciones favorables para la radiación adaptativa.

 En el Jurásico se produjo la mayor diversidad de los arcosaurios, y cuando aparecieron las primeras aves y mamíferos placentarios. La angiospermas se diversificaron en algún momento del Cretácico temprano, primero en los trópicos, pero el gradiente de temperatura les permitió la propagación hacia los polos a lo largo del período.

Al final del Cretácico, las angiospermas dominaron la flora arbórea en muchas zonas, aunque algunas pruebas sugieren que la biomasa siguió dominado por cicas y helechos hasta después de la extinción masiva del Cretácico-Terciario.

Algunos investigadores han argumentado que los insectos se diversificaron con las angiospermas, porque su anatomía, especialmente las partes de la boca, parecen particularmente bien adaptados a las plantas con flores. Sin embargo, todas las partes principales de la boca de los insectos precedieron a las angiospermas y la diversificación de insectos en realidad se redujo cuando estas surgieron, por lo que su anatomía original debe haber estado adaptada para otros fines.

 Cuando la temperaturas de los mares se incrementó, los animales más grandes de principios de la era mesozoica gradualmente comenzaron a desaparecer mientras que los animales más pequeños de todo los tipos, incluidos los lagartos, serpientes y quizás el antecesor de los primates, evolucionaron. La extinción masiva del Cretácico-Terciario acentuó esta tendencia.Los grandes arcosaurios se extinguieron, mientras que las aves y los mamíferos prosperaron, tal como lo hacen hoy.

Aunque los dinosaurios poblaron todas las grandes masas terrestres, con la posible excepción del continente antártico, es en la parte oeste de Norteamérica donde parecieron encontrar el hábitat más idóneo. Allí estuvieron presentes por todas partes, en una forma u otra, durante el mesozoico, desde Texas y Nuevo México hasta Alberta. Pero no todos ellos se correspondían con la creencia popular. Algunos de ellos no eran mayores que conejos o cuervos.

Otros en aquella cuenca subtropical, como en muchas otras partes, llegaron a alcanzar los veinticinco o treinta metros de longitud con extravagantes colas y cuellos que abarcaban gran parte de esa longitud.

Esos gigantes, Diplodocus, Brontosaurus y Brachiosaurus, son los mayores animales terrestres que jamás existieron. Algunos dinosaurios se sostenían sobre fuertes miembros traseros y, erguidos, destacaban sobre todos los demás. Tenían cuernos, garras y su cuerpo estaba protegido por una especie de armadura, como si estuvieran preparados para un combate a muerte.

El Tyrannosaurus rex tenía dos patas y una cabeza excepcionalmente grande para un dinosaurio. Sus afilados dientes eran muy grandes, lo que debía de hacer que su presencia resultara espantosa a finales del cretáceo. Algunos otros tenían picos parecidos a los de los patos. Muchos tenían las patas semejantes a las aves actuales. Algunos corrían como los avestruces, mientras que otros eran perezosos. Unos eran herbívoros, pastaban, aunque no había nada de pastoral en un Triceratop cuando atacaba, cargando como un rinoceronte.

Otros eran carnívoros y cazaban en manadas. Unos trescientos cuarenta géneros de dinosaurios, grandes y pequeños, fieros y dóciles, bípedos y cuadrúpedos, herbívoros y carnívoros, han sido identificados partiendo de sus restos fosilizados no sólo en Norteamérica sino en todo el mundo. Ningún género sobrevivió durante toda la Era de los Reptiles, pero los dinosaurios, de un tipo o de otro, vivieron durante ciento sesenta millones de años y los últimos de ellos debieron de morir ya cerca del período cretáceo.

Sus cuerpos se hundieron en los sedimentos de aquellos viejos pantanos y en las riberas de los ríos o los lagos. Sus huesos, que se convirtieron en fósiles, quedaron a la espera de ser descubiertos. Biólogos y paleoantropólogos siguen la evolución de la vida en general y del hombre en particular, una narrativa con más puntos cruciales de transición decisivos que ningún historiador clásico podría encontrar en los archivos.

Los paleontólogos son, por definición, exploradores del tiempo. El nombre «paleontología» fue acuñado por Charles Lyell en 1838, como una derivación de tres palabras griegas que significan «la ciencia del ser antiguo». Los paleontólogos tratan de recrear la historia de la vida pasada a partir de los fósiles, y entre el material más importante del que se ocupan están los restos fosilizados de los dinosaurios. Los restos de los dinosaurios sólo fueron identificados por vez primera a principios del siglo XIX.

Stephen Jay Gould, paleontólogo de la Universidad de Harvard y brillante escritor de ensayos científicos, describe al paleontólogo como: «uno de esos excéntricos que hicieron de su fascinación infantil por los dinosaurios una profesión».

La contemplación de un esqueleto deTyrannosaurus en un museo, una imagen pavorosa al principio, despertó en Gould una curiosidad que lo llevaría a dedicarse, de adulto, al estudio de la paleontología y de los grandes logros de la evolución.

Dale A- Russell, del Museo Nacional de Ciencias Naturales del Canadá, en Otawa, explica que: «De niño podía imaginarme el mundo de los dinosaurios. A veces yo mismo era un dinosaurio. Así, cuando me hice mayor, en vez de dedicarme a algo práctico seguí ocupándome de los dinosaurios».

Un siglo antes, Charles Darwin dijo: «El placer del primer día de caza no puede ser comparado con lo que significa el hallazgo de un buen grupo de huesos fósiles, que nos cuentan su historia de los tiempos pasados casi con el mismo vigor que una lengua viva».

Durante varias décadas, a mediados del siglo XX, el campo de la investigación del dinosaurio pareció tan petrificado como sus huesos. Los dinosaurios se consideraban tan definitivamente extinguidos y tan estigmatizados por su irrevocable desaparición, que se creyó que bien poco podía aprenderse de ellos. Pero en la década de 1960-1970, los paleontólogos, lo mismo que los biólogos, geólogos y físicos, comenzaron a competir entre sí para introducir nuevos hallazgos e hipótesis sobre la vida y la muerte de aquellas grandes bestias.

Los debates sobre esas teorías revivieron en las páginas de las publicaciones científicas y universitarias. Nuevos conocimientos sobre los dinosaurios, combinados con los adelantos en geología, bioquímica, paleomagnetismo, paleobotánica y paleografía, inspiraron nuevas ideas sobre 1a evolución y la extinción de la vida en la Tierra.

 Entre los años setenta y los ochenta del siglo XX, diversos descubrimientos revelaron muchos más datos sobre la variedad de los dinosaurios. En la década de los setenta se descubrieron cincuenta nuevos tipos de dinosaurios. Cuando los paleontólogos reunieron y conjuntaron los hallazgos fósiles y estudiaron su significado empezó a tomar forma una nueva imagen de los dinosaurios.

 Es posible que algunos dinosaurios llegaran a desarrollar metabolismos activos no reptiles. Había que dejar de pensar en ellos simplemente como si fueran lagartos arcaicos. Algunos de ellos posiblemente fueran seres sociales y padres atentos.

Otros dinosaurios quizá perduren, en cierto modo, en algunas aves actuales. Además, es posible que la desaparición total del dinosaurio no se debiera tanto a sus propias limitaciones mentales y físicas como a fuerzas ambientales, incluyendo una posible catástrofe global. Los dinosaurios se desarrollaron, se adaptaron y sobrevivieron durante el increible período de ciento sesenta millones de años.

Ello seguramente provocó que los mamíferos no pudieron pasar de una modesta posición, como criaturas esencialmente nocturnas y forzadas a pasar inadvertidas, subsistiendo principalmente a base de una dieta de insectos. Por lo tanto, vale la pena saber más sobre los dinosaurios, sobre todo ahora que los exploradores han empezado a descubrir en la Tierra y en los huesos enterrados en ella un pasado de dimensiones sorprendentemente amplias.

Lo maravilloso de los dinosaurios no es sólo que vivieron hace mucho tiempo, crecieron tanto y después se extinguieron, en misteriosas circunstancias, millones de años antes de que, supuestamente, los seres humanos hubieran hecho su aparición en el escenario de la vida. Al principio sólo se conocieron breves indicios sobre tiempos remotos y vida pasada.

Unos pocos fragmentos de huesos y algunos dientes, incrustados en antiguos sedimentos, salieron a la luz en Inglaterra en el primer cuarto del siglo XIX. Eran huesos de criaturas muertas hacia mucho tiempo, reliquias de la vida en un pasado distante. Nadie sabia cuánto tiempo hacía que habían muerto, puesto que todavía se ignoraba hasta dónde podía extenderse aquel pasado.

 A juzgar por el aspecto de aquellos primeros huesos y dientes debía de tratarse de criaturas extrañas y monstruosas. Pero nadie podía saber entonces cuál era su verdadero aspecto. Fueran lo que fuesen, lo único cierto era que aquellas criaturas que pasaron a ser conocidas con el nombre de dinosaurios parecían ser distintas a cualquier forma de vida existente en la actualidad.

Los fósiles que empezaban a ser encontrados en número cada vez mayor y en las formas más intrigantes, no podían ser interpretados de otro modo más que como residuos remanentes de formas de vida extinguidas.

Ésta fue la conclusión a la que llegó Georges Cuvier, el más destacado de los paleontólogos de principios del siglo XIX y el primer científico que presentó pruebas detalladas y convincentes de la realidad de la extinción como un fenómeno general en la historia de la vida. Cuvier no descubrió a los dinosaurios, pero hizo mucho para crear las condiciones intelectuales que harían posible su descubrimiento.

Nadie hubiera tomado en consideración los fósiles de los dinosaurios, de no haber tenido conciencia de su extinción. La idea de que una catástrofe geológica contribuyó a las distintas oleadas de extinciones había surgido para influir no sólo en el estudio de los dinosaurios sino en la investigación de las causas y en las consecuencias de las extinciones masivas a lo largo del tiempo. En 1796 Cuvier hizo sus primeras revelaciones sobre la extinción de las especies.

 En 1795, los ejércitos de la Francia revolucionaria estaban luchando en los Países Bajos, y a su regreso llevaron consigo un monstruoso trofeo de guerra encontrado en la entonces pequeña ciudad de Maastricht. Se trataba de una pareja de maxilares fosilizados que medían más de un metro de longitud. Los maxilares eran los restos de alguna enorme criatura antediluviana. Todos los huesos de edad y origen indeterminado se presumía que debían de pertenecer a una época anterior al bíblico diluvio.

Un cirujano militar alemán, retirado, y un coleccionista de fósiles fueron convocados para examinar los fósiles. Era el maxilar de una ballena, decidió uno. No, era un gigantesco lagarto marino, opinó otro. ¿Era posible? No, jamás se habían visto lagartos de aquel tamaño ni en el mar ni en la tierra.

Como muchos otros europeos llegaron a sospechar que podía tratarse de un monstruo prehistórico, algo que posiblemente había vivido antes de Noé y, probablemente, antes de Adán, y que había dejado de existir.

Cuvier examinó el maxilar, lo comparó con el de otros animales conocidos y llegó a la conclusión de que pertenecía a un lagarto que podía estar relacionado con sus parientes que aún existían en los trópicos. Sin embargo era de tamaño mucho mayor, debió de haber llevado una vida marina y se alimentaría de peces.

Dado que sólo presentaba un leve parecido con las criaturas conocidas, el animal debió de haber vivido en un pasado muy remoto. Unos años más tarde, el reverendo William D. Conybeare, en Inglaterra, le dio el nombre de Mosasaurus, o «lagarto del Mosa», de acuerdo con la región donde había sido encontrado.

 El Mosasaurus fue el primer gigante marino del mesozoico encontrado e identificado. La correcta interpretación que dio Cuvier de aquella mandíbula, hizo que pasara a ser considerado el mejor de los expertos en grandes fósiles.

Se tuvo otra prueba evidente de que no todas las especies vivas habían logrado sobrevivir hasta llegar a nuestros días, cuando en Alemania se descubrió un «animal marino desconocido» que parecía tener alas. Por medio de dibujos, Cuvier identificó al animal como un reptil volador, no marino sino terrestre y le dio el nombre de Pterodactyl, derivado de las palabras griegas que significan «ala» y «dedo».

Después se empeñó en que ése era uno de los pterodáctilos que vivieron en los tiempos de los dinosaurios y que fueron los primeros verdaderos vertebrados voladores. Algunos de ellos eran tan pequeños como gorriones, mientras que otros tenían enormes alas con una envergadura de hasta diez metros. Cuvier dijo que esos animales se habían extinguido.

En 1801, Cuvier presentó su tesis de que la extinción era un hecho aparente que se daba en la naturaleza.

Dijo que nada podía ser más importante que «descubrir si las especies que existieron entonces habían sido completamente destruidas o si, simplemente, se habían ido modificando de un clima a otro».

Esto reflejaba el reconocimiento de Cuvier de tres explicaciones alternativas para las distintas formas de fósiles que había estado examinando: extinción, evolución y migración.




Concedió que, en algunos casos, se podía aplicar la última de las explicaciones, aunque resultaba poco probable que cualquiera de aquellos grandes animales terrestres hubiera escapado a la atención de los exploradores en otros continentes. En la mente de Cuvier esto reducía a dos las posibilidades y quedaba por elegir entre extinción y evolución.

Para Cuvier, todas las pruebas aportadas por los fósiles hablaban en favor de la extinción como la forma más sencilla y clara de entender lo que había sucedido a la vida prehistórica. Unos pocos científicos habían sopesado previamente la posibilidad de la extinción, sin embargo no se decidieron plenamente a aceptar la idea, por temor a entrar en contradicción con el Eclesiastés, en la Biblia:

«Todo lo que Dios hace, así lo sé, tiene que ser para siempre: nada se le puede añadir ni nada puede ser excluido de ello». Es posible que pensaran que las criaturas que parecían haberse extinguido sólo hubieran desaparecido de Europa y siguieran vivas en algún lugar remoto, poco explorado, en cualquier parte del mundo.

 Ésa fue la teoría de la migración, expuesta también por Cuvier. Cuando Thomas Jefferson envió a Meriwether Lewís y a William Clark a su expedición al Oeste americano, se sentía seguro de que estos exploradores regresarían con informes sobre la existencia de algunas especies supervivientes. Ciertos acontecimientos, entre los que destacó el descubrimiento del celacanto en las aguas de África del Sur y de un marsupial australiano llamado Burramys parvus, animales supuestamente extinguidos que aparecieron vivos, dio nuevo impulso a la tesis contraria a la extinción.

 Pero cuando Cuvier, con todo el peso de su autoridad y su reputación, y con pruebas en la mano, proclamó la verdad de la extinción de las especies, casi todas las dudas desaparecieron. Cuvier no sólo hizo que los científicos aceptaran la extinción sino que además desarrolló métodos de investigación que influyeron en preparar a los científicos para que pudieran saber cómo tratar los primeros huesos de los dinosaurios. Lo que hizo Cuvier fue elevar la anatomía comparada al nivel de una ciencia que habría de servir de gran ayuda a la paleontología.

En la búsqueda de fósiles había que partir de la geología para establecer su edad relativa. Pero para identificar los especímenes e interpretar su lugar en la naturaleza había que saber biología y, de manera muy especial, anatomía comparada. En ese campo de la ciencia Cuvier demostró que cada grupo importante de animales tenía su particular arquitectura corporal.

Cuvier reconoció que la especie de un animal podría ser identificada normalmente por la forma de un simple hueso o, al menos, por unos cuantos huesos. El hueso del pulgar de los pies, por ejemplo, está relacionado con el hueso del arco del pie y éste, a su vez, se relaciona con el hueso de la pantorrilla y así sucesivamente. Al establecer estas conexiones, como Cuvier supo hacer tan bien, inculcó en los paleontólogos una confianza tan grande en su capacidad analítica que se aproximaba a la certeza.

Esta confianza fue reflejada por Cuvier cuando escribió: «La forma y estructura del diente regula la forma del cóndilo y de otras articulaciones del omoplato y de las garras, del mismo modo que la ecuación de una curva regula todas sus otras propiedades.

Así, al comenzar nuestra investigación con el cuidadoso examen de un hueso en sí, una persona que domine de manera suficiente las leyes de la estructura orgánica, podría si así lo hiciera reconstruir la totalidad del animal al que perteneció el hueso». Cuvier pudo estar equivocado en su visión global, como puso en claro uno de los descubridores de los dinosaurios, pero eso fue la excepción.

Cuvier parecía tener una facilidad casi mágica para tomar unos cuantos huesos extraños y reconstruir el esqueleto completo de una criatura desconocida, mamut o mastodonte, así como antiguas formas de rinocerontes, hipopótamos, ciervos o cocodrilos. En las manos de Cuvier la paleontología parecía más un arte que una ciencia. Pero no todo el trabajo de Cuvier consistía en las reconstrucciones en el laboratorio.

A veces iba al campo, frecuentemente en compañía de Alexandre Brongniart, un geólogo minero, y juntos examinaban y reconocían una excavación que penetraba en las profundidades de una capa estratificada procedente de un pasado remoto, más antiguo cuando más diferentes eran los fósiles que allí se encontraban de los animales existentes en la actualidad.

Las distintas capas o estratos mostraban cambios muy marcados en la tierra y en la vida a lo largo de los tiempos. Cuvier identificó unas ciento cincuenta especies de fósiles en la cuenca del Sena y noventa de ellos no tenían equivalentes vivos.

 Con esas extinciones, Cuvier razonó que una secuencia de cataclismos ampliamente extendidos condenó parte de la vida primitiva y dio nueva forma a la superficie de la tierra. La cuenca del Sena había estado, alternativamente, seca e inundada.

 Los estratos de los tiempos en que ocurrieron esos episodios parecían contamos una historia de vida pasada y de muerte catastrófica. Cuvier presentó su teoría sobre la historia de la Tierra en un tratado de 1812, titulado A discourse on the Revolutions of the Surface of the Globe.

De acuerdo con su teoría, el mar, o grandes inundaciones, habrían invadido repetidamente las tierras. El hielo glacial avanzó cruzando continentes que hasta entonces habían sido templados, lo cual explicaría el hallazgo de algunos animales, como Mamuts, que recientemente fueron descubiertos congelados en Rusia.

Movimientos muy violentos agitaron y conmovieron la costra de la superficie terrestre. Cuvier explicó que se trató de catástrofes tan repentinas y completas, que «el hilo de las operaciones de la naturaleza fue roto por ellas». «Las catástrofes barrieron de la existencia a un sinnúmero de criaturas vivas -escribió Cuvier-.

Las que vivían en tierras secas fueron ahogadas por los diluvios e inundaciones. Otras, cuyo hogar estaba en las aguas, perecieron cuando el fondo de los mares se secó repentinamente. Razas enteras se extinguieron, dejando sólo simples rastros de su existencia que ahora son difíciles de reconocer incluso por los naturalistas».

Con su descubrimiento de la extinción, y de la existencia de un pasado que, por lo general, es muy distinto del presente, Cuvier preparó las mentes del siglo XIX para el pensamiento de que la historia de la Tierra se extendía en el pasado hasta los tiempos anteriores a Adán y para esperar que la Tierra descubriera, bajo sus capas, más huesos de criaturas tan fabulosas como el Mosasaurus. Varios descubrimientos recientes habían llamado la atención de los científicos y del público.

Todos hablaban del increíble reptil que Mary Anning había encontrado en los acantilados de Lyme Regis, en el sur de Inglaterra. Ella y su hermano descubrieron algunos huesos que sobresalían de las rocas en los acantilados y después de romper las rocas con martillos y cinceles hallaron la marca de un esqueleto de diez metros de longitud.

La criatura con sus cuatro patas con garras y sus grandes mandíbulas llenas de fuertes dientes muy afilados, tenía un aspecto combinado de reptil y pez. Cuando se conoció la noticia de su hallazgo, los sabios de Londres se dirigieron en peregrinaje a la modesta vivienda de Anning.

 Ella había encontrado el primer esqueleto razonablemente completo de un reptil marítimo que más tarde pasaría a ser conocido con el nombre de Ichthyosaurus, término derivado de las palabras griegas que significan «pez» y «lagarto».

Unos años más tarde la propia Mary Anning descubriría los restos de otro reptil marino, el Plesiosaurus. Gideon Algemon Mantell comenzó la búsqueda de fósiles y dio con los huesos y dientes de la que resultó ser la más famosa víctima de las extinciones deducidas por Cuvier.

En un día de primavera de 1822, Mantell fue en un coche de caballos hasta el bosque de las afueras de Lewes, en Sussex, donde el río Ouse transcurre hacia el sur, en dirección al canal de la Mancha. Allí, Mantell se detuvo en una casa para visitar a un paciente. Mientras estuvo allí, su esposa, Mary Ann, lo esperaba paseando por la carretera.

La esposa de Mantell había llegado a participar en el interés de su marido por los fósiles. Habían colaborado en un extenso libro, The Fossils of the South Downs, que debía ser publicado en ese mismo año, en el cual reproducía su colección de conchas marinas fósiles, la mayor parte de ellas muy antiguas.

Consecuentemente no había nada más natural para Mary Ann Mantell que fijarse en un montón de piedras dejado allí por los peones camineros que habían reparado la carretera.

Sus ojos se fijaron principalmente en un trozo de piedra arcillosa. Encerrado en ella había algo que a primera vista podría tomarse por un gran diente. Se lo enseñó a su marido tan pronto éste salió de la casa. «Has encontrado los restos de un animal hasta ahora desconocido por la ciencia», se supone que Mantell le dijo a su mujer.

El diente, según diría después, era «totalmente distinto a cualquier otro que hubiera visto con anterioridad». Mantell visitó varias canteras y pidió a los picapedreros que le avisaran si encontraban algún otro diente o cualquier otra cosa que fuera más allá de las conchas normales. Aparecieron varios dientes más, así como algunos extraños huesos en una cantera de Tilgate Forest, cerca de Cuckfield, en Sussex.

Resultaron ser los huesos y los dientes del primer dinosaurio reconocido como tal. Pese a que la importancia de ese descubrimiento pasó inadvertida al principio, mientras Mantell examinaba y admiraba cada vez más esos dientes, se sentía intrigado. Notó que la corona de uno de los dientes estaba desgastada y formaba una superficie oblicua y suave. Estaba claro que se trataba de un animal de gran tamaño que se alimentaba de plantas.

Aquel diente no podía haber masticado carne. El diente le recordaba a Mantell «parte de un incisivo, desgastado por el uso, de un gran paquidermo». Pero él sabía, gracias a los descubrimientos de Cuvier de algunas especies de elefantes extintas, que los restos de esos mamíferos prehistóricos sólo se encontraban en los estratos superiores pertenecientes a épocas relativamente recientes y no en los estratos más antiguos, más bajos, de los cuales creía que provenía su diente. Consecuentemente los pensamientos de Mantell se volvieron de nuevo a los reptiles antiguos.

Dado que la edad aparente del diente fósil de Mantell parecía excluir cualquier conexión con los mamíferos, Mantell creía que debía de tratarse de reptiles. Pero una característica de los reptiles modernos no se acomodaba con esa línea de pensamiento. «Como ninguno de los reptiles existentes son capaces de masticar sus alimentos -dijo Mantell-, no podía arriesgarme a atribuir el diente en cuestión a un saurio».

 Mantell tomó aquel diente y otros ejemplares y se los llevó consigo a una reunión de la Sociedad Geológica de Londres. Pero sólo el químico William Wollaston apoyaba a Mantell en su opinión de que había descubierto dientes de un «desconocido reptil herbívoro».

Mantell se enteró de que Charles Lyell, un joven abogado y geólogo, visitaría París y le pidió que se llevara consigo el diente fósil para enseñárselo a Cuvier. Lyell visitó a Cuvier en su despacho-estudio del Museo de Historia Natural. Cuvier examinó el diente y, sin la menor vacilación, dijo que se trataba simplemente de un incisivo superior de rinoceronte.

Mantell insistió, pese a las opiniones de la Sociedad Geológica y de Cuvier. William Buckland, profesor de geología en la Universidad de Oxford, le escribió a Mantell pidiéndole que no publicara nada en lo que se afirmara que los fósiles provenían de capas más profundas que las superficies diluvianas -es decir, de los sedimentos superiores-. No había pruebas, dijo Buckland, de que los fósiles fuesen lo suficientemente antiguos como para pertenecer a un reptil gigante extinguido. Pese a todo, Mantell siguió insistiendo.

Al parecer Mantell llevó los fósiles al Hunterian Museum de Londres. Allí se pasó muchas horas volcado sobre la colección de dientes y huesos de reptiles con la esperanza de encontrar algo comparable a los que obraban en sus manos. Su búsqueda resultó infructuosa. Sin embargo, por casualidad, aquel día se encontraba en el museo un joven llamado Samuel Stutchbury, que había estado realizando investigaciones sobre las iguanas.

Cuando Mantell le enseñó sus dientes fósiles, Stutchbury observó que había una gran semejanza entre ellos y los dientes de las iguanas de América Central. Cuando Mantell contempló los especímenes de Stutchbury, también observó la semejanza. Mantell sintió renacer su confianza en que los dientes y huesos en su poder eran los de un reptil gigantesco que se alimentaba con plantas.

Y si una iguana tenía dientes de aquel tamaño, especuló, el animal debió de haber sido enorme, unos dieciocho metros de longitud. Mantell le dio a aquel reptil fósil el nombre de Iguanodon, lo que significa «diente de iguana». En 1825 ofreció un completo informe de su descubrimiento a la Royal Society en Londres. Algunas de las presunciones de Mantell sobre el Iguanodon resultaron equivocadas.

Pensó que el animal había caminado sobre cuatro patas a la manera de una iguana a escala mayor. Confundió su protuberancia puntiaguda encima del hocico tomándola por un cuerno y así lo hizo ver en su dibujo, lo que dio al animal cierta apariencia de rinoceronte.

Pero en lo que Mantell no se equivocó fue en la importancia de su descubrimiento. Mucho tiempo atrás, antes de que los mamíferos florecieran en la Tierra, declaró, habían vivido en ésta reptiles más gigantescos que cualquiera otros que, por lo que hasta ahora sabemos, hayan existido en nuestro planeta.

Cuando Cuvier se enteró de los hallazgos de Mantell antes de su publicación, reconoció sus anteriores errores y expuso algunas ideas propias al respecto. Dado que todos los mayores animales terrestres contemporáneos eran herbívoros, era razonable pensar que los mayores entre los antiguos reptiles se «habían alimentado de vegetales».

Consecuentemente no debía sorprender a nadie que el Iguanodon, siendo tan grande, tuviera dientes de animal herbívoro. Como Cuvier adelantó, y revelaron hallazgos subsiguientes, muchos de los dinosaurios resultaron ser herbívoros, contrariamente a lo que ocurre con los reptiles de nuestros días.

Mientras Mantell estaba sufriendo al pensar qué debía hacer con los fósiles del Iguanodon, entre 1820 y 1825, un cazador de fósiles de los más eminentes, William Buckland, examinó en el museo de Oxford una interesante colección de huesos que habían sido encontrados en una cantera de pizarra.




La mayoría de las tejas de pizarra de la región provenían de la aldea de Stonesfield, al norte de Oxford, y en los últimos años, a medida que la cantera se iba haciendo más profunda, los trabajadores fueron encontrando un número cada vez mayor de huesos fósiles que entregaron al museo. Algunos eran reliquias procedentes de pequeños mamíferos.

Otros parecían ser mucho más antiguos y mayores. Entre esos huesos se encontraba un maxilar inferior con grandes dientes puntiagudos, como de sierra, algunas vértebras, un trozo de omoplato y varios fragmentos de un miembro trasero.

Buckland decidió que era muy posible que los huesos procedieran de reptiles. También él estaba influenciado por el Mosasaurus de Cuvier. Por alguna razón, Buckland se tomó mucho tiempo para informar sobre sus fósiles. Pero consultó a amigos y colegas a los que hizo observar su material para que le dieran su opinión.

Una de esas personas se sintió tan impresionada por los grandes dientes en forma de hoja que publicó en 1822 la declaración de que el diente de Stonesfield pertenecía a un reptil de gran tamaño al que dio el nombre de Megalosaurus.

El autor fue James Parkinson, un médico que es recordado por la descripción de la enfermedad que lleva su nombre. Buckland esperó dos años para ofrecer la primera descripción completa del Megalosaurus que apareció en 1824 en una publicación científica bajo el título de Transactions of the Geological Society of London.

Con esto se adelantó a Mantell en un año, aun cuando él mismo, a su vez, estuvo precedido por Parkinson. Pero Buckland fue el primero en publicar un informe científico formal sobre los restos de un dinosaurio. El artículo publicado por Mantell sobre el Iguanodon se publicó un año después, en 1825, pero había expuesto y discutido sus hallazgos ante la Geological Society meses antes de la publicación del informe de Buckland y describió ya los dientes en su libro de 1822 sobre fósiles.

La influencia de Cuvier también se hizo evidente en la obra de Buckland sobre el Megalosaurus.Parece ser que Cuvier insistió a Buckland para que siguiera adelante y publicara su artículo titulado:

«Notice on the Megalosaurus or Great Fossil Lizard of Stonesfield». Al igual que Cuvier en su análisis sobre el Mosasaurus, Buckland clasificó confiadamente los fósiles en el orden de los «saurios o lagártidos».

Más aún, al reconocer su deuda académica con Cuvier, escribió: «De estas dimensiones, comparadas con las medidas de la familia de los lagartos, resulta que Cuvier ha asignado al individuo al que pertenece este hueso [un fémur] una longitud superior a los doce metros y el volumen de un elemento de dos metros y pico de envergadura». Como podía verse, se concedía a Cuvier una gran parte de la fama del descubrimiento del Megalosaurus y, con ello, de los dinosaurios.

Con su inspirada obra sobre anatomía comparada y la extinción de las especies, Cuvier pasó a ser al menos el padrino intelectual de los descubrimientos realizados en la década de 1820 a 1830. En contraste con el Iguanodon vegetariano de Mantell, los dientes en forma de sierra del espécimen de Buckland eran los propios de un carnívoro. Pero Buckland advirtió otras cosas en aquellos dientes.

Estaban embutidos en unos alvéolos, como ocurre con los dientes de los cocodrilos, mientras que los dientes de los lagártidos están directamente unidos al maxilar. Después de que Buckland citara algunas razones anatómicas que le llevaban a creer que aquel espécimen no era simplemente un cocodrilo antiguo, no fue capaz de seguir adelante con el tema y nunca se dio cuenta de la importancia de ese rasgo.

Como más tarde escribiría Edwin H. Colbert, una moderna autoridad en dinosaurios, eso significaba una «prueba irrefutable» de que el Megalosaurus no era un lagarto gigante, como parecieron asumir Buckland y Cuvier, sino «algo nuevo, un reptil de características hasta entonces nunca imaginadas».

Casi todo lo relacionado con la historia de la Tierra, permanecía ignorado y parecía inconcebible a comienzos del siglo XIX. Hacía ya mucho tiempo que la ciencia había desechado la idea precopernicana de un pequeño universo cuyo centro era la Tierra, con lo que se liberaba al espíritu humano para que pudiera pensar libremente sobre las dimensiones virtualmente ilimitadas del firmamento.

En aquellos días nadie conocía la edad del planeta Tierra, unos 4.600 millones de años, ni podía imaginar la progresión de la vida que aparentemente había comenzado a finales de los primeros mil millones de años, quizá hace ya 4 200 millones de años. Al principio el planeta era estéril. Las tierras secas adquirieron formas marcadas notablemente por los cráteres producidos por los meteoritos; estaba iluminado por los fuegos de innumerables volcanes y drenado por la lluvia que alimentaba con aguas frescas a los recientes océanos.

El aire estaba formado de nitrógeno, dióxido de carbono y otros gases, pero aún no contenía oxígeno. Había grandes reservas de compuestos con carbono e hidrógeno y algunos otros escasos productos químicos se habían acumulado en la tierra y en las aguas. Las primeras formas de vida, las algas y bacterias que proliferaron, aprendieron a usar la luz como fuente de energía para el crecimiento.

Los organismos fotosintéticos que siguieron descomponían el agua para capturar el hidrógeno con lo cual dejaban libre el oxígeno para constituir el medio ambiental. El aire comenzó a contaminarse con el oxígeno, lo cual pudo haber llevado a la destrucción de muchas antiguas especies. La extinción formaba ya parte del proceso de la vida en la Tierra casi en la misma medida que lo sería posteriormente.

De esa primera catástrofe global surgieron nuevas formas de vida que utilizaban el oxígeno. La atmósfera, enriquecida con oxígeno, resultaba mucho mejor conductora de los procesos químicos mucho más complejos que habían creado las primeras formas de vida animal.

Los animales de esqueleto externo -los trilobites, los corales y los escorpiones de mar- florecieron hace quinientos noventa millones de años. En un espacio de pocos millones de años, en una explosión de nueva vida sin precedentes, hicieron su aparición en la Tierra casi todos los grandes grupos de invertebrados con algunas partes duras en sus cuerpos. Después llegaron los peces, los primeros animales con espina dorsal.

Sin embargo, la vida seguía confinada en el interior de las aguas. Pero cuando se alzaron las tierras y surgieron fuera de las aguas y la vida vegetal comenzó a crecer en sus orillas, algunos peces con pulmones salieron fuera del agua apoyándose en sus aletas y establecieron, por decirlo así, una cabeza de puente hace aproximadamente unos cuatrocientos millones de años.

 Estas especies se desarrollaron en especies anfibias, los antepasados de las ranas, sapos y salamandras actuales. La conquista de las tierras secas por la vida se completó hace unos trescientos millones de años con la presencia de reptiles, los primeros vertebrados independientes del medio acuático.

De esos primeros reptiles descienden casitodos los animales vertebrados que viven en la Tierra en la actualidad, incluidos los seres humanos, así como muchos otros animales desaparecidos, especialmente los dinosaurios. Pero a principios del siglo XIX la mayor parte de los científicos no podían tener una idea del tiempo a escala tan amplia. Podían aceptar la teoría de la extinción de Cuvier, como un primer paso hacia esa comprensión.

 Pero no podían concebir a los dinosaurios y todo su mundo, porque, en cierto sentido, para ello antes tenían que descubrir el tiempo. Cuvier, por ejemplo, no pudo hacer otra cosa más que sugerir una edad de «varios miles de siglos» para los fósiles contenidos en las capas de tierra de los alrededores de París.

Y eso pese a ser un científico en la tradición de la Era de la Ilustración, abierto a las nuevas ideas derivadas de la investigación científica. Muchos otros científicos, sobre todo en Gran Bretaña, se aferraron a determinadas presunciones que militaban contra toda comprensión de la vida en una amplia escala en el tiempo.

Partían de la presunción de que Dios había creado la Tierra en un período de tiempo relativamente corto. Debido a ello no había tiempo suficiente para que la naturaleza pudiera tener un pasado que difiriera tanto del presente.

Aceptaban la tesis de la inmutabilidad de las especies, por lo que la vida en el pasado no podía ser tan distinta de la de nuestros días. Creían que el mundo había sido creado al servicio y en beneficio del hombre, y de aquí las dificultades que tenían en concebir el mundo sin el hombre, un mundo dominado por especies no humanas.

Aunque las pruebas demostrando lo contrario estaban por todas partes y comenzaban a llamar la atención, una gran parte de la Europa cristiana seguía dispuesta a creer que la Tierra no podía tener más de seis mil años. Esta barrera en lo temporal, levantada en nombre de la religión, parecía insuperable.

Los ingleses, que hicieron posiblemente los primeros descubrimientos del dinosaurio, e incluso el gran Darwin, crecieron con el convencimiento de que Dios había creado la Tierra y al hombre, así como a todas las demás especies animales, en el año 4004 antes de Cristo. Cuando el botánico sueco Cari von Linneo dijo que «le gustaría creer» que la Tierra era más vieja, no obstante, cumpliendo lo que creía un deber apartó la cuestión afirmando que «las Escrituras no podían permitir una cosa así». Sin embargo, otros fueron menos precavidos.

El naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, escribiría a mediados del siglo XVIII: «El mejor trabajador de la naturaleza es el tiempo» y para él seis mil años apenas si resultaban suficientes para justificar la existencia de sedimentos y fósiles a tales profundidades en todo el planeta.

En su cálculo incluía una estimación basada en el tiempo que necesitaría para solidificarse una esfera en estado de fusión del tamaño de la Tierra. Según eso la edad de la Tierra tenía que ser de al menos 75.000 años y posiblemente hasta medio millón de años. En el mismo siglo Immanuel Kant, en suCosmogonía, le calculaba al mundo una existencia de varios millones de años.

En la época de Mantell y Buckland, las pruebas de la existencia de una vida antigua extinguida y de las «catástrofes» que dieron nuevas formas a la superficie terrestre, exigían nuevas interpretaciones de la edad de nuestro planeta.

 La descripción de Cuvier de las extinciones asociadas con catástrofes periódicas, resultaba atrayente para muchos científicos como Buckland porque ofrecía la posibilidad de reconciliar la geología con el Génesis.

La llamada teoría catastrófica añadía años incontables a la edad de la Tierra.

Después de cada catástrofe, según los inspirados discípulos de Cuvier en la Gran Bretaña, Dios comenzaba una vez más con una nueva creación. El libro del Génesis trataba tan sólo de la última de esas creaciones. El diluvio universal, con el arca de Noé, era, presumiblemente, la última de esas catástrofes y no de las que produjeron las aniquilaciones clásicas, porque de acuerdo con la Biblia fueron varias las parejas de criaturas que lograron escapar a la extinción producida por el diluvio.

Cuando Darwin zarpó a bordo del Beagle en 1831, él mismo, al igual que la mayor parte de los ingleses, no ponía en duda la verdad literal de la Biblia. El capitán Robert FitzRoy, también un educado caballero, estaba convencido de que el viaje le daría a Darwin la oportunidad de encontrar pruebas de cómo se produjo la aparición de las primeras criaturas en la Tierra y que esto se produciría de acuerdo con el Génesis. Darwin y FitzRoy eran claros representantes de su época. Durante el viaje, Darwin empezó a dejar de lado su antiguo bagaje intelectual.

Leyó un nuevo libro de geología, del que era autor Lyell. De esa lectura Darwin obtuvo una nueva perspectiva en el fondo del tema de la posible edad y de la historia de la Tierra. La geología le facilitaba esta nueva perspectiva en el tiempo que estaba promovida por las ideas de Lyell sobre la naturaleza larga, lenta y cíclica de la historia de la Tierra, en contraste con la teoría del catastrofismo de Cuvier y Buckland y mediante la naciente posibilidad de reconstruir el pasado por medio de las reliquias de una vida anterior desaparecida, los fósiles.

 El descubrimiento del tiempo se fue haciendo por medio de una cuidadosa y atenta lectura de la Tierra y los fósiles en ella contenidos. Rompió la barrera del tiempo en las últimas décadas del siglo XVIII. Aunque sus logros permanecieron largo tiempo sin ser debidamente reconocidos, hasta después de 1830, llegó a tiempo para ejercer una importante influencia en el descubrimiento de los dinosaurios y en la teoría de la evolución de Darwin. James Hutton, geólogo, médico, naturalista, químico escocés del siglo XVIII, no encontró pruebas de la existencia del diluvio universal.

Por el contrario, creía que toda formación rocosa, con independencia de su antigüedad» parecía derivarse de las rocas más antiguas. Para Hutton todas las características del paisaje actual eran producto de un cambio gradual. «Desde la cima de las montañas a las orillas del mar -declaró-, todo se halla en estado de cambio».

En un mensaje dirigido a la Royal Society de Edimburgo, en 1785, y en el libro Theory of the Earth, publicado en 1795, Hutton describió la Tierra como una «máquina mundial», dinámica y autorregulada, gobernada por leyes naturales.

No había necesidad de invocar acontecimientos singulares de creación o revolución para explicar la faz de la Tierra. Dado un tiempo suficiente, la actividad geológica en sus presentes niveles podía haber producido todas las rocas y determinado la actual forma de la superficie de la Tierra.

De acuerdo con las ideas de Hutton la superficie de la Tierra se va deteriorando y renovando al mismo tiempo, por el ciclo de cuatro etapas: erosión, deposición, consolidación y elevación. Los materiales erosionados eventualmente se depositaban como sedimentos en el fondo de los mares y océanos en la segunda fase del ciclo.

Allí, los sedimentos se hacían compactos y se consolidaban en capas de rocas, en la tercera etapa. Todo esto había sido reconocido por algunos de los predecesores de Hutton. Quedaba una cuarta fase en el ciclo, advirtió Hutton, pues de no ser así los continentes se irían alisando y los océanos acabarían por llenarse.

Tenía que haber una fuerza restauradora y vio en los volcanes el mecanismo por el que actuaba la cuarta fase del ciclo. Hutton vio en el vulcanismo la manifestación del poder «licuador y de la fuerza expansiva del fuego subterráneo». Los volcanes en erupción lanzaban nuevas rocas, basalto y granito procedentes de las profundidades de la Tierra.

Se creía que el granito era la más antigua de todas las rocas, que se habían creado como sedimentos en el fondo del océano universal. Hutton, que había visto en las tierras altas de Escocia muchas vetas de granito que atravesaban capas más antiguas de roca sedimentaria, las rocas areniscas y la pizarra, pensaba de manera distinta.

El calor interior de la Tierra no sólo suministraba nuevas rocas, postularía más tarde Hutton, sino que era también responsable de que las rocas sobresalieran fuera del mar y se plegaran para formar nuevas montañas y continentes. Vio la prueba de ello en las angulosas irregularidades que surgían en los lados de las colinas de Escocia.

Esos estratos, plegados y torturados, implicaban un proceso de elevación de la corteza terrestre «que tenía por origen el calor subterráneo». Los fósiles marinos descubrían el origen de la capa de tierra. John Playfair, el biógrafo de Hutton, viendo una de esas reveladoras deformaciones en un viaje en compañía de Hutton por ese terreno, escribió:

«Cualquiera hubiese visto allí la clara evidencia de las distintas formaciones de esas rocas y de los largos intervalos que separaban entre sí esas formaciones, ¿las habíamos visto surgir desde el fondo de las profundidades? La mente parecía aturdirse cada vez más al contemplar tan profundamente los abismos del tiempo».

La geología ortodoxa se dirigió en dirección al catastrofismo de Cuvier, que no requería una cantidad de tiempo indefinida y, más aún, que invocaba la existencia de océanos primitivos que presentaban un notable parecido con la inundación producida por el diluvio universal. Se dejó en manos de Charles Lyell, nacido el año 1797, el mismo año en que murió Hutton, el establecer y afirmar la teoría de Hutton como la nueva ortodoxia geológica.




 Esto lo consiguió con una obra en tres volúmenes titulada Principies of Geology. Fue el primero de esos volúmenes el que Darwin se llevó consigo durante su viaje en el Beagle. El concepto de Lyell sobre el cambio gradual en el transcurso de un tiempo ilimitado, preparó el camino para la geología y la paleontología modernas.

Influyó en Darwin y lo llevó a considerar el tiempo a una escala suficiente para el lento proceso de la evolución y concedió a los paleontólogos la necesaria libertad para imaginarse mundos desaparecidos, habitados por criaturas que vivieron y se extinguieron mucho antes de que nacieran los patriarcas bíblicos.

Los cataclismos han modificado muchas veces la faz de la Tierra a lo largo de los tiempos. La dinámica del suelo de los fondos marinos extendiéndose y la elevación que hizo surgir a los continentes, causan las convulsiones tectónicas de las placas. Esto y las catastróficas inundaciones de Cuvier, constituyen procesos continuados cuyo efecto es acumulativo sobre el clima y la vida.

El geólogo inglés William Smith sentía curiosidad por los fósiles y aún más sobre la forma como algunas capas de roca contenían fósiles siempre situados en un mismo orden determinado. A Smith se le ocurrió la idea de que los estratos rocosos podían ser identificados por los fósiles característicos que había en su interior. Smith había reconocido el segundo de los dos principios fundamentales de la estratografia. Se había establecido ya que los estratos de la Tierra se situaban en un orden regular de modo que, en circunstancias normales, sin trastornos excepcionales, los estratos inferiores son las capas más antiguas.

Esto le sirvió a Smith como principio conductor para su cartografía geológica, pionera en Inglaterra. Su nuevo descubrimiento fue que los restos orgánicos enterrados en las capas geológicas se sucedían en el mismo orden de regularidad.

Para Smith era importante que el aspecto más distintivo de una capa particular de tierra no era su grosor o composición mineral, puesto que éstas variaban según el lugar en el mismo estrato, dependiendo del origen de los sedimentos, sino los fósiles que había en su interior. Ciertos fósiles que Smith encontró en un estrato, nunca los halló en ningún otro.

Eran los restos de criaturas que habían vivido en el tiempo en que se estaba depositando un determinado estrato y no en ningún otro. Éstos son llamados en la actualidad «fósiles índices».

Observando «el orden y la regularidad maravillosos»de esos fósiles índice, Smith afirmó que era posible establecer una correlación entre los estratos en pliegues terrestres separados entre sí por muchos kilómetros, incluso en distintos continentes.

Los fósiles más humildes son los más útiles en este aspecto. Dinosaurios, Mosasaurus y tigres prehistóricos eran demasiado grandes y raros para servir de guía a los geólogos que trataran de identificar un estrato.

Dado que los estratos, por muy distintos que puedan parecer, son de la misma edad cuando contienen los mismos fósiles índice, William Smith había descubierto un medio para medir el tiempo.

No el tiempo absoluto en miles y millones de años, puesto que esas mediciones tenían que esperar aún un siglo, sino el tiempo relativo. Según Smith, cada capa de roca representaba un intervalo de tiempo identificable por un determinado conjunto de fósiles y la secuencia de las distintas capas representaba la progresión del tiempo en el acontecer geológico. De esta manera, la vida en sí, la vida pasada preservada en forma fósil, pasó a ser la clave para la comunicación del tiempo geológico.

Las posibilidades que tiene un organismo de convertirse en fósil son mayores si posee un esqueleto resistente o una concha mineralizada. La circunstancia de que se produzca un enterramiento rápido, repentino y total, aumenta las posibilidades de petrificación. El enterramiento protege a los organismos contra el oxígeno y otros agentes de la corrupción. Esto facilita que transcurra el tiempo suficiente para que se produzca la mineralización. El agua que contiene minerales disueltos penetra en los poros del hueso o la concha y, lentamente, destruye mucho de su materia original reemplazándola, molécula a molécula, por sus minerales.

 El resultado es un fósil pétreo de la forma original, que contiene bien poco, o nada, de la materia orgánica original. Las condiciones más favorables para que se produzca esa fosilización existen en los sedimentos del mar, en las ciénagas, en los pantanos y en las pequeñas charcas de agua estancada. Los animales que mueren en suelo seco tienen menos posibilidades de fosilización, un hecho que tiende a distorsionar el registro de los fósiles.

Consecuentemente los científicos nunca llegarán a saber cuántas especies de dinosaurios vivieron a la sombra delIguanodon de Mantell o del Megalosaurus de Buckland y que se extinguieron sin dejar tras ellos fósiles que recordaran su existencia.

Cada edad de la Tierra dejó tras de sí un índice incompleto de fósiles. De los tres millones de especies de seres vivos que existen en el mundo en la actualidad, sólo una pequeña fracción tiene una posibilidad de dejar tras sí fósiles identificables.

El más extendido de los órdenes animales de la Tierra comprende trescientas mil especies de escarabajos, un hecho que ha llevado al especialista en genética J. B. S. Haldane a responder, cuando se le preguntó cuáles eran los rasgos característicos del Creador que se habían puesto en evidencia en la vida de la Tierra: «Debió de tener un especial cariño por los escarabajos».

Pero serán muy pocos los que sobrevivirán como fósiles, si es que lo hace alguno. La mayor parte de las restantes especies de seres vivos en la actualidad son plantas, es decir, pobres candidatos a la fosilización. Existen 8 600 especies de aves y 4 000 de mamíferos, cuyas posibilidades son algo mejores.

Sin embargo, sólo pocas de esas especies dejarán fósiles que puedan sugerir qué tipo de vida existía en la época en la cual una de las especies existentes en particular empezó a comprender el significado y la importancia de los fósiles. Esta comprensión de los fósiles comenzó con dos científicos del siglo XVII que publicaron el primer análisis del fenómeno. Fueron Robert Hooke y Niels Stensen, este último más conocido por la latinización de su nombre, Nicolaus Stenonis, o simplemente Steno.

 Hicieron observaciones avanzadas a las que se adhirieron pocas personas hasta un período muy posterior. Hooke, un matemático inglés con gran prestigio intelectual en el tiempo de Isaac Newton y Edmond Halley, ofreció las pruebas de que los fósiles eran los restos de organismos convertidos en piedra o las impresiones dejadas por ellos. Su razonamiento le hizo sobrepasar la línea de la sabiduría convencional.

Dado que son tantos los fósiles que tienen origen marino, dijo, indican que la superficie de la Tierra ha sufrido una marcada transformación desde la creación, en la cual el mar cedió el paso a la tierra seca, después el mar cedió paso a la tierra, y así una y otra vez, como Cuvier, con pruebas más efectivas, establecería más tarde.

Con respecto al significado de los fósiles, Hooke escribió: “Comprendo humildemente (aunque es posible que haya quienes piensen que se le concede demasiada importancia a algo tan trivial como una concha putrefacta) que los hombres actúan por lo general con demasiada superficialidad y pasan sin conceder importancia a estas marcas de la antigüedad que la naturaleza nos dejó tras sí como monumentos y caracteres jeroglíficos de transacciones precedentes semejantes a cambios en el cuerpo de la Tierra, que son infinitamente más evidentes y probatorias que cualquier otra cosa que la antigüedad pueda dejar tras sí, como monedas o medallas o cualquier otra cosa hasta ahora conocida, dado que la mayor parte de esos caminos pueden ser falsificados o hechos con arte y destreza…

Las conchas fósiles no pueden ser falsificadas ni por la mayor destreza que en el mundo pueda darse, ni nadie que examine de manera imparcial sus apariencias puede dudar de que son realmente lo que parecen. Y aunque hay que aceptar que resulta muy difícil leerlas y trazar su geocronología y fijar los intervalos de tiempo en los cuales ocurrieron tales y cuales catástrofes o mutaciones.

Sí, esto no es imposible“.La referencia de Hooke a las medallas y monedas delataba, desde luego, su creencia de que los fósiles se corresponderían con el período de la vida humana.

Steno era un médico danés que, mientras servía a un duque florentino, se tomó el tiempo suficiente para investigar los fósiles marinos de la Toscana italiana. Reconoció su estructura interna debido a sus conocimientos de anatomía y demostró que los fósiles sólo podían ser reliquias de criaturas vivas. Pero Steno acabaría por convertirse al catolicismo y llegaría a obispo, por loque no podía permitirse imaginar que los fósiles fuesen más antiguos que el diluvio universal.

Tampoco podía creer que los huesos de elefante, que estaban siendo descubiertos en aquellos días, fuesen prehistóricos. Eran, así lo declaró, los restos de los elefantes africanos que Aníbal trasladó desde África a Italia. Sin embargo, Steno supo hacerse una perspectiva más acertada que ninguna otra en el siglo XVII sobre la conformación de la Tierra en capas o estratos. Llegó a la conclusión de que esos estratos se habían ido asentando en forma de sedimentos acuosos que más tarde se solidificaron para transformarse posteriormente en dura roca, en que los estratos superiores eran más jóvenes que los inferiores.

El principio de superposición es en la actualidad un axioma de la estratografía. Fue el principio aplicado por Cuvier, cuando reconoció el hecho de la extinción de las especies a lo largo del pasado y postuló que eso ocurrió como consecuencia de una serie de catástrofes ampliamente extendidas.

Al igual que Hooke había sabido ver el significado de los fósiles para determinar el tiempo geológico, aunque quedándose por detrás de las observaciones más precisas de Smith, Steno reconoció que los estratos de la corteza terrestre contenían en sí un registro cronológico de los más importantes acontecimientos ocurridos en la Tierra en el pasado y que cada uno de los estratos podía ser considerado como un capítulo en la historia de la Tierra.

Todos ellos llegaron a aproximarse al descubrimiento de la insospechada edad de la Tierra, pero no profundizaron en ello. Este tema sufrió una detención que duró varias generaciones, hasta llegar a William Smith.

 Este geólogo alemán aplicó el principio de superposición del estrato de Steno y llegó a establecer con gran certeza el hecho de que diferentes capas de rocas representaban episodios del tiempo geológico, el primer principio de la estratografía. Otros científicos habían identificado y clasificado muchos fósiles para llegar a un consenso en la aceptación de que se trataba de restos de una vida pasada.

Pero nadie entre ellos comprendió la relevante relación existente entre los estratos y los fósiles hasta que Smith puso juntas ambas cosas y mostró cómo se debía leer el tiempo geológico.

 Durante las siguientes décadas, a medida que la secuencia de las capas de la corteza terrestre y los fósiles se hizo más familiar, los científicos empezaron a diseñar la escala temporal geológica que está en uso en nuestros días, que se convertiría en el calendario general de la geocronología (ver artículo “Eras geológicas“.

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