sábado, 29 de diciembre de 2018

¿Sabemos algo de los Dinosaurios, los antiguos dueños de la Tierra? (IV)

Un pequeño porcentaje de predadores significaría que habían tenido un buen apetito endotérmico.

En la actualidad, en algunos hábitats africanos, los predadores constituyen tan sólo entre el uno y el seis por ciento de la población animal en su totalidad.

Para los dinosaurios, a deducir de las muestras fósiles, Bakker encontró que los predadores representaban entre el uno y tres por ciento del total.

La relación presa-predador de los reptiles premesozoicos, que eran indiscutiblemente ectotérmicos, alcanzaba entre el treinta y cinco y el sesenta por ciento. Esos datos se convirtieron en la base fundamental de la campaña, cada vez más agresiva, de Bakker, en favor de la endotermia de los dinosaurios.

Presentó su defensa de la endotermia de los dinosaurios en un artículo publicado en Scientific American que tituló «Dinosaur Renaissance» («El renacimiento del dinosaurio»), en el cual afirmó: «Las relaciones predador-presa son instrumentos muy poderosos y útiles para la paleofisiología porque son los resultados directos del metabolismo de los depredadores».

Mientras tanto, Ostrom había modificado su postura en relación con la endotermia de los dinosaurios. Bakker necesitaba establecer la endotermia de los dinosaurios para reforzar su teoría que explicaba la ascendencia de los dinosaurios sobre los mamíferos en el mesozoico, suspendiendo su evolución en tanto que estos últimos tuvieron que competir con los dinosaurios. En la mente de Bakker sólo animales endotérmicos muy activos podían mantener la «superioridad» de los dinosaurios en el mesozoico.




 Ostrom no había cambiado su opinión sobre el ágil Deinonychus o sobre la vitalidad de muchos otros dinosaurios; la garra, la cola y su locomoción erecta y bípeda parecían seguir siendo una prueba evidente e indiscutible en favor de su gran nivel de actividad.

Pero Ostrom no podía ir tan lejos, basándose sólo en esas pruebas, como para unirse a Bakker en sus arrasadoras generalizaciones sobre la biogenética de los dinosaurios y su superioridad. «Si Bakker se hubiese movido con mayor cautela, hubiéramos encontrado menos ardor y una mejor acogida -diría Ostrom en 1983-.

Nunca me fue posible convencerle de que la exposición mesurada siempre es superior a la exposición exagerada».

 Los argumentos en favor y en contra de la endotermia se airearon en la reunión anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, en Washington. Los partidarios de la endotermia estaban encabezados por Bakker y, en menor grado, por Ostrom y Ricqles. Nicholas Hotton III, de la Institución Smithsoniana, surgió como líder de la oposición, aunque tenía importantes aliados en Dale Russell y Philip Regal de la Universidad de Minnesota y James Spotila de la Universidad del Estado de Nueva York, en Buffalo.

Los resultados del simposio, publicados en 1980 como libro bajo el título A Coid Look at the Warm-Blooded Dinosaurs, aparecieron como un documento definitivo en la controversia.

Uno de los argumentos contra Bakker se referían al gran tamaño de los dinosaurios. Éstos se comportaban posiblemente como animales de sangre caliente no porque fuesen endotérmicos sino porque eran muy grandes. Es posible que debieran su éxito a su extraordinario tamaño, a su enorme masa.

 Si hay algo en relación con los dinosaurios que está por encima de toda disputa es su tamaño. Hotton determinó que el ochenta por ciento de los mamíferos vivos son más pequeños que el más diminuto de los dinosaurios, que pesaban unos diez kilogramos, y que más de la mitad de los dinosaurios pesaban más de dos toneladas, un peso alcanzado tan sólo por el dos por ciento de los actuales mamíferos.

Parece ser, pues, que el gran tamaño fue, en cierto modo, un factor crítico para la supervivencia del dinosaurio, y los individuos mayores de una especie son los más aptos para reproducirse conduciendo a la evolución de especies de animales aún mayores, al menos hasta alcanzar cierto punto en el que las ventajas disminuyen. Algunos científicos presentaron datos sugiriendo que los ectotermos y los endotermos se hacen más parecidos entre sí a medida que aumenta su tamaño.

Los requerimientos metabólicos y consecuentemente la relación depredador-presa podrían ser muy semejantes si ambos son grandes. Según defiende Spotila, un cuerpo con una gran masa produce una temperatura corporal bastante constante.

Los dinosaurios podrían haber sido animales inactivos homeotérmicos capaces de mantener una temperatura corporal constante por cualquier medio, incluyendo aquellos dependientes del medio ambiente.

Colbert y sus colegas en sus primeros experimentos con los caimanes de Florida, habían demostrado que esos animales, descendientes de los arcosaurios, se calientan más lentamente cuando son expuestos a la luz solar y también se enfrían más lentamente que otros animales más pequeños.

 Estos caimanes pueden mantener las temperaturas de sus cuerpos relativamente constantes sin necesidad de un mecanismo endotérmico o sin un aislamiento exterior, como las pieles peludas o las plumas.

Cuanto mayores son los caimanes, descubrió Colbert, más lento es el ritmo de absorción y de pérdida de calor. En el clima cálido del mesozoico las variaciones de la temperatura corporal de los animales podrían ser presumiblemente mínimas. Por consecuencia, los dinosaurios podrían tener los atributos de los animales de sangre caliente sin necesidad de ser endotérmicos.

Hotton cree que fue la homeotermia del dinosaurio la clave: «Los dinosaurios, al igual que los mamíferos, aumentan su capacidad de actividad continuada reduciendo su dependencia del medio ambiente físico como fuente de calor corporal. Ello lo hicieron así a bajo coste, mediante un sistema de conservación de calor que configura un estilo de vida que fue muy diferente de los estilos de vida de otros animales, condicionados por el sistema de generación de calor de los mamíferos que requiere un alto coste.

 Los mecanismos locomotores y el tamaño ilustran una diferencia fundamental: la actividad de los dinosaurios era más tranquila que la de los mamíferos. En general la estrategia básica de los dinosaurios era “lenta y utilitaria” y lo que perdía en impulso en relación con los mamíferos lo ganaba en economía». Una parte de la estrategia, sugirió Hotton, involucra probablemente migraciones estacionales sobre distancias que sobrepasaban los 3.200 kilómetros.

En Norteamérica se han encontrado fósiles de dinosaurios en latitudes tan nórdicas como el Territorio del Yukón, a sesenta grados de latitud norte. Incluso en el suave clima del mesozoico, el Ártico no era probablemente el lugar más adecuado para los dinosaurios, sobre todo en invierno, debido al frío y a la oscuridad que interrumpían el crecimiento de las plantas.

Los grandes dinosaurios, tanto herbívoros como carnívoros, tuvieron que emigrar para poder conseguir suficiente alimento para mantenerse en acción, incluso viviendo al modesto ritmo del metabolismo ectotérmico. Hotton ofreció otras dos razones más para explicar esas migraciones.

La primera era que la propia actividad migratoria podría facilitar una fuente de calor interno en la que se podía confiar; la segunda, que los viajes los habrían mantenido expuestos aproximadamente a la misma temperatura durante todo el año, lo que significaba una consideración vital si, en su calidad de animales ectotérmicos, la tolerancia de los dinosaurios a las fluctuaciones térmicas estaba limitada dentro de unos márgenes relativamente pequeños de emisión de calor de un metabolismo en descanso.

El concepto de que algunos dinosaurios, como muchas aves que aún viven en la actualidad, emigraran al norte o al sur, estación tras estación, es algo sorprendente pero no imposible de creer. Hotton también participaba de la opinión de Bakker de que la endotermia podía haber sido un factor que, conjuntamente con el gran tamaño y la piel desnuda de los dinosaurios, participara en las causas de su extinción. Bakker había afirmado:

 «Frente a un estrés causado por un frío repentino y prolongado, los dinosaurios eran demasiado voluminosos para escapar hibernando en madrigueras o en otros microhabitáculos que estaban a disposición de los demás animales endotérmicos, y, por otra parte, eran incapaces de sobrevivir a prolongados descensos de su temperatura corporal, como ocurre con algunos tipos de tortugas, lagártidos y otros ectotermos.

La exposición a un frío severo y prolongado probablemente acabaría con la mayor parte de los endotermos vivientes, desnudos y tropicales, como los rinos, hipos, elefantes y armadillos, y también es muy posible que eliminara a los dinosaurios, los desnudos endotermos tropicales del mesozoico».

Por el contrario, dice Hotton, «si los dinosaurios hubiesen sido endotérmicos, algunos de ellos habrían sobrevivido».

Si algunos de los pequeños dinosaurios hubieran dispuesto de plumas como aislante contra el frío, sobre lo cual se ha especulado mucho, pero nunca ha sido definitivamente establecido, habrían sobrevivido «en una diversidad comparable a la de los mamíferos y las aves supervivientes».

Incluso algunos especímenes de los dinosaurios grandes y desnudos hubieran sobrevivido, aunque sólo fuera durante un corto tiempo. Sin embargo ningún dinosaurio supuestamente sobrevivió a la extinción masiva que tuvo lugar a fines del período cretáceo. Hotton concluye:

 «La supervivencia de los ectotermos, al igual que la de los endotermos, durante la transición cretáceo-terciaria, refuerza aún más el punto de vista de que existía una gran diferencia en la fisiología termal entre los dinosaurios y los tetrápodos vivientes».

Aunque los argumentos en favor del gran tamaño y la homeotermia inercial como características controladoras de la fisiología del dinosaurio, parecen satisfacer a muchos paleontólogos, Bakker no emprendió la retirada.

 Los dinosaurios más pequeños se contaban entre los más ágiles y vitales de la especie, como ocurre en los endotermos. El primer grupo de tetrápodos que daba pruebas de elevada producción de calor, los terápsidos, pronto dieron auge a los grandes animales terrestres dominantes. Los dinosaurios parecen representar un elevado nivel de endotermia y reemplazaron a las dinastías de terápsidostecodontos.

La entera historia de los fósiles de los grandes vertebrados muestra la naturaleza progresiva de la evolución entre los grandes tetrápodos. Los dinosaurios parecen haber alcanzado un nivel de rendimiento en la regulación térmica y en la locomoción comparable a la de muchos de los mamíferos del cenozoico posterior.

Algunos de los pequeños dinosaurios depredadores parecen haber llegado a desarrollar cerebros del tamaño y la complejidad semejantes a los de las modernas aves no voladoras del mismo peso. Así reinterpretado, el éxito de los dinosaurios se convierte en parte de una progresión irreversible que conduce desde los primeros tetrápodos terrestres del devónico a la gran complejidad de los mamíferos modernos.

Pareció establecerse el consenso en que no existía una simple estrategia termorreguladora común a todos los dinosaurios. Los grandes dinosaurios, los saurópodos, como el Brontosaurus, probablemente estaban más cerca de la ectotermia. Sus huesos sugerían que no fueron animales muy activos o ágiles y resulta difícil imaginar cómo los saurópodos podrían haber encontrado alimento suficiente para mantener un metabolismo elevado.

 La mayor parte de los dinosaurios, debido a su gran tamaño y al clima suave, probablemente mantuvieron temperaturas corporales bastante constantes. Eran homeotérmicos inerciales. Los pequeños dinosaurios, cuyos huesos sugieren una buena capacidad para la velocidad y la agilidad, pudieron haber sido endotérmicos reales. Desde luego los más pequeños como el Compsognathus, que fue un contemporáneo delArchaeopteryx, eran demasiado pequeños para poder ser homeotérmicos inerciales.




La maravilla de los dinosaurios es que son un enigma que parece por encima de toda solución. La ciencia ha identificado cientos de especies de dinosaurios, ha ensamblado sus huesos y encontrado la fecha en el tiempo de su presencia en la Tierra, pero son muchas las cosas relacionadas con las vidas de esas criaturas extrañas y monstruosas que desafían toda explicación. Los científicos salieron del debate sobre la sangre caliente al menos con un nuevo concepto del enigma del dinosaurio.

 Bakker, aunque fracasó en su empeño de probar que los dinosaurios frieron endotérmicos, inspiró a un abundante grupo de paleontólogos a la exploración de la ecología y la estructura comunitaria de esos reptiles tan poco corrientes y a tratar de comprender su lugar en la evolución de la vida.

Incluso Nicholas Hotton, el más duro de los adversarios de Bakker en aquellos debates, tuvo que conceder: «Las estrategias termales alternativas y el estilo de vida al alcance de los dinosaurios pueden muy bien haber sido tan exóticos como las formas de sus cuerpos, de las que no hemos visto nunca nada comparable».

Ostrom creía firmemente que las aves son descendientes directos de los dinosaurios. Su estudio del Deinonychus lo llevó a un análisis de docenas de otros dinosaurios, en particular de los pequeños carnívoros corredores conocidos como terópodos coelurosaurios. Las similitudes existentes entre el Archaeopteryx y los coelurosaurios fueron a su juicio sorprendentes. Con la excepción de las plumas el Archaeopteryx se parece más a un pequeño dinosaurio que a un ave moderna.

Por lo tanto, concluyó Ostrom, debía haber una estrecha relación entre dinosaurios y aves, quizá más de lo que nadie se había atrevido a imaginar. Ostrom estaba resucitando la propuesta original de Thomas Henry Huxley de que existía un lazo entre los dinosaurios y las aves. Los científicos pudieron llegar a un consenso: las aves descendían de los reptiles.

Durante muchos años del siglo XX, se abandonó la idea de Huxley de un ascendiente común. Los dinosaurios y las aves estaban remotamente emparentadas debido a que ambas especies descendían de un tronco común muy distante, identificado usualmente como los primitivos tecodontos. Éstos serían los ascendientes que a principios del triásico dieron lugar a todos los arcosaurios.

Las aves, pues, no estaban más relacionadas con los dinosaurios que los cocodrilos lo están con los mismos dinosaurios o con los pterosaurios. En el caso de evolución paralela, dos organismos surgidos de un ascendiente común, divergen en dos ramas distintas que desarrollan semejanzas estructurales para adquirir capacidades comunes, como por ejemplo el vuelo.

Las aves y los pterosaurios son ejemplos de evolución paralela. En el caso de evolución convergente, los animales de dos ramas independientes y sin ningún antepasado común, tales como murciélagos y aves, desarrollan similitudes al adaptarse al mismo tipo de nicho ecológicos, como el aire.

Dado que algunos de los pequeños dinosaurios carnívoros y las protoaves compartían nichos ecológicos semejantes y perseguían el mismo tipo de alimento, es comprensible que desarrollaran anatomías similares. Pero de acuerdo con esa hipótesis eso no debía ser tomado necesariamente como signo de próximo parentesco.

Gerhard Heilmann, un paleontólogo danés, fue responsable de la extendida negativa a aceptar la existencia de un lazo directo entre el dinosaurio y el ave. En su libro más importante, The Origin of Birds, publicado en 1926, Heilmann reconoció «los sorprendentes puntos de semejanza» entre los coelurosaurios y las aves.

Destacó uno de los muchos rasgos semejantes a los de las aves que se daban en el coelurosaurio: «Huesos huecos de estructura muy ligera, miembros traseros excesivamente largos con metatarsales fuertemente prolongados y un “dedo trasero”, una mano larga y estrecha, una cola larga y un cuello largo, órbitas largas y costillas ventrales». Pero faltaba uno de los rasgos más característicos de las aves.

Observó que el coelurosaurio estaba falto de toda evidencia de los huesos del cuello (clavículas). Si elcoelurosaurio no tenía clavículas ¿cómo podían sus supuestos descendientes avícolas haberlo desarrollado?

 La ausencia de clavículas en el coelurosaurio, decidió Heilmann, «sería en sí misma prueba suficiente de que esos saurios no pueden ser los antepasados de las aves». En su lugar sugirió que los antepasados de las aves podrían encontrarse entre los pseudosuchianos, un grupo de tecodontos de principios del triásico.

Ya antes, en 1913, Robert Broom había encontrado en África del Sur un pequeño pseudosuchiano bípedo que tenía una antigüedad de doscientos treinta millones de años, el Euparkeria, que parecía contar con todas las cualificaciones anatómicas necesarias para ser el antepasado de las aves. Primero en 1973 y más tarde en 1975, Ostrom se incorporó al debate con firmes argumentos en favor de la existencia de un lazo directo entre los dinosaurios y las aves.

En parte lo hizo en respuesta a otra propuesta de un antepasado para las aves que negaba todo parentesco con los dinosaurios. Alick D. Walker, de la Universidad de Newcastle, sugirió que cocodrilos y aves, incluyendo elArchaeopteryx, procedían de un antepasado común teocodonto, pero que no era el mismo que daría lugar a los dinosaurios.

 Basaba esta idea en el parecido entre la caja cerebral y el cráneo de los cocodrilos actuales y las aves, así como algunos notables rasgos propios de las aves que se daban en el Sphenosuchus, una criatura de finales del triásico, hace doscientos veinte millones de años, que se pensaba era un cocodrilo primitivo o un tecodonto en el camino evolutivo hacia su transformación en cocodrilo.

Ostrom pudo mostrarse más concluyenter de lo que lo había sido Huxley debido a que para entonces ya se habían descubierto y examinado muchos más dinosaurios pequeños, bípedos. Casi invariablemente sus extremidades, pies y garras, eran casi iguales a las del Archaeopteryx. U

nos cuantos de loscoelurosaurios recién descubiertos parecían poseer el desaparecido ingrediente que tanto pareció importarle a Heilmann y, por lo visto, tenían clavículas.

Una expedición polaco-mongol acababa de regresar con la prueba de que el Velociraptor, encontrado en el desierto de Gobi, parecía tener un par de huesos del cuello o clavículas. Lo mismo ocurría con el Segisaurus, un fósil norteamericano estudiado por Ostrom.

Al resumir las pruebas en favor de la ascendencia dinosáurica de las aves, Ostrom escribió en 1975:

«Es más probable que el Archaeopteryx adquiriera su gran número de caracteres derivados de los terópodos, por convergencia o en paralelo al mismo tiempo que esos mismos caracteres estaban siendo adquiridos por algunos terópodos coelurosaurios, presumiblemente de un común antepasado.

 ¿O era más factible que esos muchos rasgos derivados fueran comunes a algunos terópodos pequeños y al Archaeopteryx debido a que este último procedía directamente de un terópodo semejante? No existe en absoluto ningún reparo en mi mente para aceptar que la última de las explicaciones es, con mucho, la más probable».

La nueva actitud de Ostrom sobre el Archaeopteryx provocó un nuevo asalto en el debate de otra cuestión que hacía tiempo que dividía a los científicos. Se refería a uno de los mayores misterios de la evolución: el origen del vuelo en los animales. Como adaptación, el vuelo se coloca al mismo nivel que la salida del pez del mar, hace más de trescientos cincuenta millones de años, para convertirse en el primero de los vertebrados terrestres.

El registro de los fósiles nos muestra que el primer vuelo real se desarrolló independientemente en varias ocasiones. Los primeros animales voladores fueron los insectos alados, que aparecieron hace unos trescientos cincuenta millones de años. Después fueron los pterosaurios que, probablemente, eran capaces de efectuar un vuelo motriz.

 Después llegaron las aves voladoras, quizá en una época tan antigua como la del Archaeopteryx, pero ciertamente no mucho después en el mesozoico. Los únicos otros animales voladores de propulsión propia, los murciélagos, cruzaron el aire por vez primera hace sólo cincuenta millones de años.

Aquellos que se han sentido interesados y sorprendidos por el origen del vuelo han fijado su atención en las aves, las más llamativas y logradas de todas las criaturas aéreas. El descubrimiento del Archaeopteryx facilitó a los científicos el más claro y reconocido ejemplo de una criatura próxima o en plena transición en relación a la capacidad de vuelo.

 En 1880, Marsh sugirió que algunos reptiles treparon a los árboles para situar en ellos sus nidos, para alimentarse y para escapar de los depredadores. Esos primitivos antepasados de las aves tenían necesidad de saltar de una rama a otra y después de un árbol a otro. Consecuentemente cualquier variación anatómica que aumentara ese tipo de movilidad pasó a las subsiguientes generaciones por las leyes de la selección natural.

De ese modo, presumiblemente los reptiles desarrollaron plumas rudimentarias en sus antebrazos para descender cuando saltaban de rama en rama y para caer al suelo como con la ayuda de un paracaídas.

Al señalar ese punto Marsh citó el modelo de los modernos animales planeadores, como por ejemplo la llamada ardilla voladora. Más tarde, de acuerdo con la hipótesis de Marsh, estos reptiles protoavícolas, pudieron haber adaptado esas alas y fortalecido sus músculos para conseguir un vuelo impulsado muscularmente.

Otros investigadores consideran que durante el gran espacio de tiempo abarcado por el triásico, del cual apenas si tenemos registros eficaces, debió de producirse un alargamiento gradual de los dedos externos y un gran desarrollo de las capacidades trepadoras, con lo cual se ayudaba al animal a correr más. El siguiente cambio hacia las plumas pudo haber sido sencillo. Las alas debieron de ser, al principio, utilizadas para correr, después para saltar y descender desde las alturas y, finalmente, para remontarse.

Franz von Nopcsa argumentó que las aves descendían de criaturas bípedas semejantes a los dinosaurios, que corrían en el suelo. Creía que para incrementar su velocidad de carrera aquellas protoaves desarrollaron extremidades anteriores con plumas, que podían mover hacia adelante y hacia atrás como remos.

Probablemente esa habilidad no sólo permitió a aquellos animales correr con mayor rapidez sino que les dio la fuerza suficiente para elevarse y planear sobre distancias cortas. Nopcsa imaginaba que éste pudo ser el origen del vuelo de las aves. Pero eso resultaba aerodinámicamente imposible, como señaló un crítico.

Tan pronto como el animal despegara del suelo sus patas no podrían seguir propulsándolo hacia adelante y caería de inmediato. Los científicos parecían sentirse más cómodos con la teoría arbórea. Podían imaginarse con mayor facilidad que los animales hubieran tratado de utilizar la gravedad para descender de las ramas que verlos luchando contra esta fuerza para elevarse del suelo.

Tuvo que resultar importante, razonaron, el hecho de que todos los actuales vertebrados que vuelan son arbóreos. En sus estudios sobre el Archaeopteryx, Ostrom fue más allá de limitarse a estudiar su parentesco con los dinosaurios para presentar la cuestión del vuelo de las aves.

Puesto que el Archaeopteryx carecía de esternón, el hueso pectoral que liga los músculos del vuelo, sintió dudas razonables sobre su capacidad, como ave primitiva, para desarrollar un vuelo monitorizado. Creía, más bien, que se trataba de un animal «ligero de pies, rápido y que probablemente habitaba en tierra y no en los árboles, como ocurre actualmente con los faisanes, las perdices o las codornices, por ejemplo, con cuyas garras las suyas tenían un extraordinario parecido».

Todo eso le sugirió a Ostrom una nueva idea y especuló con que elArchaeopteryx y otras protoaves hubiesen sido depredadores que cazaban levantando sus presas, generalmente insectos, golpeándolas en el aire al cortarles el camino. Sus antebrazos emplumados, propuso, debían ser utilizados para golpear a los insectos en vuelo.

Cuando la superficie emplumada de sus alas se desarrolló hasta alcanzar un mayor tamaño, esto les pudo conferir la capacidad de elevarse en el aire durante sus actividades depredadoras y, con el transcurso del tiempo, hizo posible que aquellas criaturas evolucionaran en el aire con vuelo a impulso propio.

Gerald Caple, un farmacéutico, encontró poco probable que la red para cazar insectos pudiera haber evolucionado hasta dar impulso elevatorio a las capacidades necesarias para el vuelo activo motor, mostraron cómo los corredores bípedos podían desarrollar la fuerza y la capacidad suficiente para volar.

Afirmaron que tales animales, corriendo y abalanzándose sobre sus presas, podrían haber utilizado sus extremidades anteriores para guardar el equilibrio, como hacen los seres humanos cuando dan un gran salto de longitud.

Esos movimientos de control se parecen rudimentariamente al golpe de ala en el vuelo. Si ese golpe de las extremidades superiores se llevaba a cabo cuando se daba un momento aerodinámicamente apto, como por ejemplo extremidades superiores cubiertas de plumas, el aire se deslizaría por encima y por debajo del ala a diferentes ritmos, con lo cual crearía un poder ascensional y prolongaría el salto.

Predijeron que el ritmo que llevaría al vuelo sería rápido. De acuerdo con sus hipótesis, el animal no necesitaba desarrollar músculos nuevos y diferentes para llevar a cabo el vuelo motor, en contraste con las necesidades de un planeador arbóreo.

Bock razonó de este modo: «Puesto que existen menos depredadores en los árboles que en el suelo, es posible que las protoaves se mantuvieran en los árboles mucho tiempo en condiciones que favorecían el desarrollo de una eficaz superficie aislante y, eventualmente, un cuerpo completamente cubierto de plumas. Más aún: si las protoaves utilizaban los árboles para anidar hubiera resultado muy ventajoso para los adultos de la especie el calentar los huevos en vez de dejarlos abandonados completamente para ser incubados por el calor solar.

Por eso las fuerzas de la selección natural en los árboles pudieron favorecer la evolución hacia la endotermia y el aislamiento mediante plumas».

Esta teoría, aunque muy poco probable, podría explicar otro aspecto intrigante de los dinosaurios y las aves:¿puede la sangre caliente de las aves ser presentada como evidencia en favor de que sus antepasados, los dinosaurios, también eran animales de sangre caliente?

Bock parece sugerir que los reptiles ya en camino de convertirse en aves desarrollaron su sangre caliente sólo en las etapas finales de su transición hacia las aves.

Robert Bakker ya había llegado a convencerse de que la endotermia no sólo era un rasgo común entre los dinosaurios, probablemente antes de su transición a las aves, sino que era una prueba convincente de la existencia de un estrecho parentesco dinosaurio-ave y, recíprocamente, que la sangre caliente de las aves era prueba evidente de que los dinosaurios fueron, también, animales endotérmicos.

Para Bakker el asignar a los dinosaurios una categoría superior resultaba algo lógico y justificado. Había entrado a saco en la paleontología con su declaración de la «superioridad» de los dinosaurios y ahora trataba de definir lo que en ellos había de especial en términos científicos.

 Al igual que los mamíferos, arguyó, los dinosaurios habían dado un salto evolutivo trascendental con respecto a sus antepasados. Los mamíferos se habían desarrollado a partir de los reptiles, progresando desde la ectotermia a la endotermia y lo mismo habían hecho los dinosaurios. Además no tenía más sentido separar a las aves de los dinosaurios del que tendría separar a los murciélagos de los mamíferos.




 Significa, como Ostrom escribiría en cierta ocasión, que los «dinosaurios no quedaron extinguidos sin dejar descendientes». Y que las plumas que crecieron en algunos dinosaurios no sólo llevaron al vuelo sino que fueron aislantes térmicos que a su vez fueron la razón primaria del éxito de los descendientes de los dinosaurios.

John R. Horner y Robert Makela, ambos paleontólogos, se dedicaron a cavar en piedra arenosa de color marrón grisáceo. Al cabo de pocos días, trabajando bajo un sol ardiente y un fuerte viento, excavaron los restos de un nido de barro que contenía quince pequeñas crías de dinosaurios fosilizadas.

Cada una de las crías tenía aproximadamente un metro de longitud. Éstas fueron las primeras crías de dinosaurio encontradas en su nido y sus dientes mostraban que llevaban algún tiempo comiendo.

 Eso señaló el comienzo de uno de los descubrimientos de dinosaurios más brillantes del siglo XX. Horner y Makela descubrieron más de trescientos huevos de dinosaurio en distintos nidos. Algunos huevos conservaban el esqueleto del embrión. Los dos buscadores sacaron más de sesenta esqueletos, totales o parciales, incluyendo los de las crías, y otros de dinosaurios muy jóvenes, así como los de sus padres.

Nada de lo que había sido desenterrado hasta entonces había aportado un material básico informativo para poder conocer la conducta social de los dinosaurios. Así se obtuvo la primera prueba evidente de que los dinosaurios se ocupaban del cuidado de sus crías, un rasgo característico que no se da en absoluto en los reptiles actuales.

Más tarde, en el verano de su primera temporada de trabajo, Laurie Trexler, que los estaba ayudando, encontró allí la cabeza de un dinosaurio adulto. «Si me tengo que conformar con una parte de un animal -explicó Horner-, ciertamente prefiero que sea el cráneo». Aquél le intrigó aún más, pues parecía distinto de todos los dinosaurios conocidos hasta entonces.

Durante meses Horner examinó el espécimen. Finalmente decidió que pertenecía a un miembro de la subfamilia de los arcosaurios conocida como hadrosauridae, el primero de los dinosaurios de pico de pato que fuera descubierto.

Eran los más abundantes y diversos de los dinosaurios del cretáceo. La mayor parte de los otros hadrosaurios tenían una abertura de las fosas nasales muy grande que incluía las órbitas de los ojos. Aquél, por el contrario, tenía unas fosas nasales pequeñas con un hueso muy grande entre éstas y las órbitas. A ese respecto, el animal se parecía al Iguanodon, pero éste tenía dientes pequeños, sencillos y escasos.

El cráneo que intrigaba a Horner tenía una verdadera batería de cientos de grandes dientes unidos entre sí y que eran mucho más adecuados para una mejor masticación y el roído de la vegetación dura. Esta característica y algunas otras sugerían que el animal debió de tener entre los ocho y los diez metros de longitud.

Finalmente llegó a la conclusión de que se trataba de un hadrosaurio de un nuevo género y especie, a los que bautizó con el nombre de Maiasaura peeblesorum. Maiasaura significa algo así como «la buena madre lagarto», nombre que parece muy apropiado a partir de la evidencia.

Horner y Makela continuaron buscando y excavando juntos en años sucesivos. De este modo pronto hicieron descubrimientos suficientes para darse cuenta de que no habían descubierto un nido aislado, o dos, sino toda una colonia.

Pronto excavaron dos nidos más con crías dehadrosaurios. En uno de los nidos las crías eran aún más jóvenes que los encontrados anteriormente. Medían menos de medio metro. Otras eran de más edad y habían crecido hasta los dos metros de longitud, lo que daba a Horner nuevos argumentos para creer que aquellas crías y pequeños eran cuidados y atendidos por sus padres durante varios meses después de la incubación y la ruptura del huevo.

El Maiasaura, «la buena madre lagarto», debió de haber alimentado a sus hijos, regresando frecuentemente al nido de fango arenoso con semillas, bayas y hojas verdes. El equipo de Horner también encontró los restos destrozados por el tiempo de nueve nidos vacíos, todos los cuales contenían gran abundancia de trozos de cáscaras de huevos fosilizadas.

Aquellos huevos de hadrosaurio, una vez fueron reconstruidos, medían unos veinte centímetros de longitud con la forma de elipsoides chatos, aproximadamente del tamaño y la forma de los huevos del Protoceratops que anteriormente habían sido hallados en el desierto de Gobi. Las cáscaras eran algo más gruesas que las de un huevo de gallina, más bien como las de un huevo de avestruz. Las superficies externas de las cáscaras eran rugosas.

Los nidos estaban separados entre sí unos siete metros como mínimo, lo que Horner observó con especial atención, porque siete metros suele ser, aproximadamente, la longitud del hadrosaurio adulto. Todos los nidos ocupaban la misma capa o estrato, lo que parecía indicar un mismo «horizonte temporal».

Eso hacía suponer que aquel lugar había sido sede de una colonia de crianza semejante a las de algunas aves modernas. En 1979, mientras cavaba en un montículo próximo, Horner descubrió otra colonia de nidos. Por esa razón el montículo fue bautizado con el nombre de Egg Mountain (montaña de los huevos).

Los diez nidos encontrados allí contenían los restos de nada menos que veinticuatro huevos cada uno. Aquellos huevos, con superficies exteriores lisas, eran algo más pequeños y más elipsoidales que los hallados anteriormente. Estaban colocados de modo circular con el extremo más puntiagudo enterrado en el fondo arenoso del nido.

 Terminado el empollamiento la criatura salía por la parte superior del huevo, dejando tras sí la parte baja intacta entre los sedimentos. A partir de los huevos y de algunos huesos, Horner llegó a la conclusión que aquella colonia había sido ocupada por otra especie de dinosaurio, probablemente una especie del algo más pequeñoHypsilophodon.

Horner estuvo en condiciones de sacar dos deducciones a partir de la colonia de nidos de la Egg Mountain. Los nidos se encontraban a tres niveles diferentes sobre el suelo. Esto le sugería la idea de que los adultos habían ido anidando en el mismo lugar, año tras año, durante bastante tiempo. Es decir, era el lugar al que regresaban en cada temporada de crianza.

Al advertir la ausencia de restos de jóvenes en aquellos nidos, así como el hecho de que las partes inferiores de los huevos estaban bien conservadas y no rotas como en los nidos del anterior descubrimiento, sin duda a causa del pataleo y movimiento de los pequeños, Horner dedujo que los jóvenes de esta especie no se quedaban en el nido tanto tiempo como los de la otra y lo abandonaban pronto tras haber salido del huevo.

No obstante había signos que indicaban la atención de los padres. Restos de entre quince y veinte esqueletos pequeños, de longitudes que iban desde medio metro a un metro y medio fueron encontrados unos cerca de otros.

Si las crías abandonaban el nido inmediatamente después de salir del cascarón, es posible que por casualidad algunos hubieran muerto allí, pero un grupo de quince o veinte parecía poco probable. Esa circunstancia recordó a Horner los lugares próximos al nido en los que se desarrollan algunas aves de nuestro tiempo.

Como informó en Nature, aquellos jóvenes dinosaurios «o bien seguían en la colonia o regresaban al lugar frecuentemente». Ambas cosas hubieran sido indicios de la existencia del cuidado paternal. Los análisis del desarrollo de los huesos de las crías de dinosaurios llevaron a Horner a nuevas evidencias. Descubrió la existencia de un crecimiento rápido.

 El metabolismo de aquellas criaturas parecía haber tenido el ritmo rápido de los animales de sangre caliente más que el lento y perezoso de los reptiles de sangre fría. Su razonamiento era que los nidos de los hadrosauríos, en particular, contenían crías en los cascarones que ni siquiera llegaban a medir medio metro, así como restos de animales muy jóvenes de un metro y fragmentos de otros que podrían haber llegado a los dos metros. O bien crecían muy rápidamente o seguían mucho tiempo en el nido.

El cocodrilo joven, que es un animal de sangre fría, así como el arcosaurío, crecen un tercio de metro por año. Incluso las especies de más rápido crecimiento entre los animales de sangre fría tardarían un año en conseguir el tamaño de los jóvenes hadrosauríos descubiertos por Horner. Parece improbable que los jóvenes dinosaurios se quedaran en el nido tres años, o incluso uno, por muy cariñosos y dispuestos a alimentarlos que estuvieran sus padres.

Más bien habría que pensar que los dinosaurios crecían a un ritmo comparable al de los avestruces, por ejemplo, que es la criatura de sangre caliente de más lento crecimiento. Un avestruz alcanza un tamaño de un metro en un período de entre seis y ocho meses.

 Por alguna razón las crías de la buena madre lagarto de Montana parecían capaces de crecer a ese ritmo o incluso a otro más rápido y esto podría indicar que se trataba de animales de sangre caliente.

Horner dijo que la gente había buscado en lugares equivocados, ya que la mayor parte de los paleontólogos se habían encerrado en la idea de que los dinosaurios eran criaturas de las cuencas de los ríos bajos, llanuras costeras y tierras pantanosas y por lo tanto fue en esos lugares en donde buscaban todo lo que pudiera relacionarse con los dinosaurios.

Casi todos sus hallazgos de huesos habían sido hechos en tales sedimentos.

Sin embargo, Horner encontró sus nidos en terrenos que fueron más elevados y más áridos. De acuerdo con la hipótesis de Horner los dinosaurios emigraron de las tierras bajas, situadas a unos cien kilómetros, para hacer sus nidos, poner sus huevos y cuidar a sus crías en lugar alejado y seguro, que protegiera a sus hijos de los dinosaurios carnívoros.

Los primeros aspectos de la forma de vida de los dinosaurios que pudieron ser deducidos con cierto grado de certeza, como hemos podido ver, se relacionan con la locomoción y la manutención. Si las extremidades delanteras del animal habían sido considerablemente más pequeñas que sus miembros traseros, podía presumirse que esto los hacía bípedos.

Esto podía ser cierto si los miembros anteriores terminaban en manos con garras afiladas para agarrar y atacar. Pero algunos dinosaurios tenían unos crecimientos óseos, parecidos a cascos, en los dedos de los miembros más cortos y, por lo tanto, eran cuadrúpedos, o al menos lo fueron durante algún tiempo. Los grandes saurópodos, con cuatro miembros fuertes, como columnas y patas de elefante, eran indudablemente cuadrúpedos.

Los rastros de sus huellas fosilizadas lo confirman. La forma de los huesos de las extremidades y la configuración de las caderas y los hombros, por otra parte, prueban que los dinosaurios se alzaban más rectos y erguidos que otros reptiles que mantienen su postura clásica de animales reptantes. Los dientes también nos ofrecen claras indicaciones que nos ayudan a establecer su dieta. Si los animales tenían pequeños dientes más bien planos esto indicaba que se alimentaban de vegetales blandos.

 Si los dientes eran mayores y estaban situados en las mandíbulas para trabajar en la masticación como si fueran tijeras, los animales podrían haber comido vegetación más dura y fibrosa que requería ser cortada y triturada. Algunos dinosaurios no tenían en absoluto dientes, lo que indica que subsistían alimentándose de insectos, huevos y frutas muy blandas.

Aquellos otros con los dientes más amenazadores, largos, agudos y en forma de sierra, eran carnívoros que cazaban a los herbívoros mientras éstos pastaban, lo mismo que los leones cazan en la actualidad. Los huesos delatan también los gustos alimenticios de los dinosaurios. Los huesos más densos y laminados pertenecen a los carnívoros.

En algunos pocos casos los científicos han encontrado pruebas directas de la dieta de un dinosaurio. Fue hallado un anatosaurio momificado que murió con el estómago lleno y su contenido se componía de agujas de coniferas, ramas, frutos y semillas.

Es posible que algunos dinosaurios ingirieran rocas, como algunas aves tragan finos guijarros para ayudarse en su digestión. Los cazadores de esqueletos han encontrado frecuentemente piedras extremadamente suaves, mezcladas con los esqueletos de los saurópodos.

Se las llama gastrolitos (piedras gástricas). Lo más probable es que esas piedras fueran tan finamente pulidas por las aguas de algún riachuelo existente en otros tiempos y no por los jugos gástricos de los dinosaurios.

A lo largo de los años los científicos han intentado obtener cierta idea sobre la fisiología y la conducta del dinosaurio basándose en el tamaño y la forma de sus cerebros. Sus cerebros eran extremadamente pequeños en relación con sus cuerpos y consecuentemente, su inteligencia no debió de ser muy alta.

Pero algunos de sus sentidos podrían compensar algo de esta deficiencia mental. Un cuidadoso examen de la estructura cerebral ha revelado la existencia de bulbos olfativos y lóbulos ópticos bien desarrollados, lo que indica una buena capacidad olfativa y de visión.

La estructura ósea interna de las orejas sugiere un excelente oído. Posiblemente estaban capacitados para oír notas extremadamente altas, quizá los agudos grítitos de sus crías, una habilidad muy importante para mantener la cohesión familiar.

Todos los dinosaurios tienen órbitas demasiado grandes para sus ojos. ¿De qué color? Nadie lo sabe, pero los actuales reptiles tienen ojos de un color que va del rojo al amarillo. No hay ninguna prueba de que los dinosaurios pudieran expresar oralmente los pensamientos que pudieran cruzar por sus pequeños cerebros.

 Pero sí hay presunciones en ese sentido. Algunos huesos de sus cráneos sugieren que tenían una voz potente. W. E. Swinton, un paleontólogo británico, ha escrito: «En este aspecto podrían haber igualado a los cocodrilos, todos los cuales tienen un corto y agudo croar, o una especie de ladrido, mediante el cual se identifican entre sí en la oscuridad o que utilizan para indicar cuándo están irritados». Los dinosaurios, como todos los animales, debían de tener sus medios de ataque, de defensa o de huida ante los ataques.

Los herbívoros que pastaban en las llanuras tenían que confiar en su vista y en su oído para descubrir a los depredadores y poder escapar, al tiempo que croaban, ladraban o dejaban escapar su sonido de tuba, para alertar a los otros del inminente peligro.

Otros contaban para defenderse con sus garras, sus aguzados espolones, sus colas que utilizaban como trancas y sus cuernos aguzados, útiles tanto para el ataque como para la defensa. Los Triceratopsposiblemente luchaban entre sí como los cameros, empujándose y golpeándose con sus cráneos y sus fuertes cuernos. Sus esqueletos a veces mostraban señales de profundas heridas en la coraza ósea que se proyectaba hacia atrás como un escudo sobre el cuello y los hombros.

En 1971 la expedición polaco-mongola encontró en Gobi los restos de dos dinosaurios que, posiblemente, se habían matado entre sí. El depredador, un pequeño y rápido Velociraptor; estaba abrazado sobre su presa, un Protoceratops acorazado.

El Velociraptor tenía un espolón en forma de hoz y muy afilado en cada una de sus patas traseras, que se parecía mucho al delDeinonychus de Ostrom. Uno de los espolones del depredador estaba hundido en la región que debió de ser el vientre de la presa. No estaba claro cómo el Protoceratops había logrado su póstuma venganza.

Sin embargo este descubrimiento fue considerado como una prueba más de la nueva teoría que consideraba a los dinosaurios como más ágiles y activos que los reptiles ordinarios. Más aún se ha podido deducir de las huellas dejadas por los dinosaurios. Las huellas de las patas, como en cierta ocasión diría Richard Swann, «son fósiles de seres vivos, mientras que todos los demás fósiles son reliquias de los muertos».




De las series de huellas de patas los científicos han deducido la velocidad de los dinosaurios corredores, han comprobado cómo los depredadores perseguían a sus presas, los saurópodos, deduciendo datos que los han llevado a su primera comprensión de la conducta en grupo de los dinosaurios.

Éstos, al parecer, viajaban frecuentemente en rebaños, por lo cual podrían ser animales gregarios. Uno de los descubrimientos más importantes debidos a las huellas rescata en cierto sentido al Brontosaurusdel agua, y lo sitúa en tierra firme.

Algunos libros ilustrados aún representan a los Brontosauruscon sus hocicos en aguas pantanosas, en actitud letárgica, casi inmóvil, masticando plantas acuáticas blandas. Los paleontólogos parecían creer que éste era el papel reservado en la vida a los Brontosaurus.

Sus patas no eran lo suficientemente robustas para servir de apoyo a sus pesados cuerpos, alegaban los científicos, y por lo tanto necesitaban la flotabilidad de sus cuerpos dentro del agua. Además estaba la abertura nasal en la parte superior de la cabeza, lo que al parecer permitía respirar al animal aun con su cuerpo completamente sumergido.

Todo esto dio lugar a la imagen lenta y pesada del Brontosaurus presentándolo como una especie de hipopótamo de los dinosaurios, aunque aún más lento y perezoso. La imagen comenzó a cambiar -en la mente de los científicos después de que Roland T. Bird, del Museo Americano de Historia Natural, examinó algunas huellas de dinosaurios en Texas, en la década de los años 1940-1950. Bird dio con la secuencia de huellas del mismo modo que Horner encontró las crías de dinosaurios.

Bird encontró algunas huellas de patas de cuatro dedos, la primera serie de huellas de unBrontosaurus.

Cada una de las huellas tenía un metro de longitud y estaban impresas con fuerza, profundamente, en lo que debió de ser una superficie fangosa parcial o totalmente expuesta al aire.

 Las huellas, separadas entre sí por dos metros, eran definitivamente las de un animal terrestre. El Brontosaurus podía andar sobre sus cuatro patas. En otro lugar de Texas, Bird vio una continua sucesión de huellas de las patas del Brontosaurus en la roca.

El animal había arrastrado su pesada cola sobre la superficie fangosa, otra señal de que andaba y no nadaba o flotaba a medias en el agua. De estas pruebas los paleontólogos dedujeron algo que ya hacía mucho tiempo que debieron saber: que el Brontosaurus no era un animal prisionero del agua.

Sus fósiles no fueron hallados, según pudo comprobarse, en sedimentos de origen pantanoso, sino en los mismos sedimentos procedentes de aluviones que contienen los restos de los demás dinosaurios que están clasificados como animales terrestres.

El estudio de las huellas fósiles es una rama de la paleontología que se conoce con el nombre de ichnografia, derivado de la palabra griega que significa huella o rastro. Las primeras sendas marcadas por las huellas de los dinosaurios que llamaron la atención de modo más general fueron las impresiones de patas parecidas a las de las aves descubiertas en el valle del río Connecticut en Massachusetts, en 1802, cuando los dinosaurios aún eran desconocidos. Desde entonces han sido descubiertos cientos de otras series de huellas en Nueva Inglaterra, Texas, Brasil, Australia y, más recientemente, en el cañón del río Peace en la Columbia Británica.

Naturalmente las huellas de los dinosaurios son más abundantes que los huesos de dinosaurio. Mediante un análisis realizado por los científicos en las huellas, utilizando una fórmula establecida por R. McNeill Alexander de la Universidad de Leed, determinaron que algunos dinosaurios eran capaces de moverse con bastante rapidez. Algunos carnívoros de tamaño medio marchaban a una media de 16,5 kilómetros por hora, lo cual se aproxima a la máxima velocidad de carrera conseguida por el ser humano.

Algunos de los carnívoros más lentos lo hacían entre los 6 y los 8,5 kilómetros por hora. Los herbívoros incluso podían ser más lentos con velocidades máximas de 6 kilómetros por hora. Con estos cálculos un ex discípulo de Ostrom, James O. Farlow, especialista en dinosaurios independiente, de Michigan, informó en 1981 que algunos carnívoros habían dejado huellas en Texas que demostraban que alcanzaban una velocidad de 42 kilómetros por hora, es decir, más rápidos que los seres humanos, pero que no podían competir con los caballos de buena raza ni con los galgos. Otros cálculos indicaban que en caso necesario el Tyrannosaurus podía superar los 45 o 50 kilómetros por hora.

Según se deduce de las huellas, los Tyrannosaurus solían marchar solos o en parejas. Pero el instinto de rebaño o manada debió de ser más fuerte en otras especies. En el Parque Estatal de Dinosaurios de Connecticut, muchas de las huellas transcurren paralelas como si los dinosaurios marcharan en rebaño.

 En las sendas dejadas por los saurópodos en Texas y descubiertas por Roland Bird también existen pruebas de que marchaban en rebaño. Bakker en un reciente reexamen de esas huellas cree haber reconocido señales de un rebaño «estructurado», con los más jóvenes y las crías en el centro rodeados y protegidos por los adultos.

 En Montana, Jack Horner encontró pruebas de que sus hadrosauríos no sólo constituían colonias ponedoras sino también que continuaban constituidos en grupo durante la mayor parte, o la totalidad, de su vida.

 En varios lugares encontró restos de jóvenes de unos tres metros de longitud con restos de adultos de seis o siete metros. En un lugar había veinticuatro jóvenes junto a diez adultos.

Es posible que no parezca demasiado importante el saber que algunos dinosaurios viajaban en manadas o en rebaños y que otros cuidaban a sus crías, pero lo cierto es que esa conducta los diferencia claramente de otros reptiles. La mayor parte de los reptiles, como los peces y los anfibios, abandonan sus huevos tan pronto como han sido puestos.

Algunos peces y reptiles, entre ellos el cocodrilo, guardan sus huevos hasta que termina la incubación o un poco después y una vez nacidas las crías tienen que alimentarse y cuidarse por sí solas. Ninguno de los reptiles modernos vive en rebaños o en manadas de caza ni en ningún otro tipo de comunidad social. Los dinosaurios fueron diferentes.

Algunos de ellos tenían vida familiar y un sentido de comunidad. Horner creía que la conducta social que podía inferirse de las huellas y los nidos podía ser de gran importancia en el éxito tremendo de los dinosaurios que hizo posible que su existencia se prolongara durante ciento sesenta millones de años.

 Los sociobiólogos creen que ciertos comportamientos fundamentales pasan de una generación a otra por medio de los genes. Uno de esos rasgos, el altruismo en el reparto de los alimentos, se observa de manera primordial en las aves y en los mamíferos.

 Si los padres delMaiasaura llevaban la comida a sus crías en el nido, como Horner creía, era posible que su especie y algunas otras especies de dinosaurios se transmitieran el altruismo de modo genético. Sin ese altruismo y cierto instinto social, en el cual se incluía el reparto de la comida, era más que posible que un buen número de dinosaurios no hubiera podido llevar una vida próspera en un mundo lleno de depredadores.

Los hadrosaurios, por ejemplo, eran herbívoros bípedos que no disponían de ningún medio de defensa obvio, ya que carecían de cuernos, de garras o de protección corporal. Tampoco eran capaces de correr a gran velocidad, puesto que eran caminantes lentos.

Debieron de ser muy vulnerables ante el ataque de los depredadores, sobre todo cuando estaban solos. Consecuentemente, y como las nuevas pruebas parecían indicar, se vieron obligados a formar rebaños y a cuidar de sus crías durante varios meses después de que salieran de su cascarón, guardándolos en colonias relativamente bien protegidas.

Y debieron hacerlo bien puesto que pese a su vulnerabilidad los hadrosaurios se cuentan entre los dinosaurios más abundantes que existieron. Estaba claro que sobrevivía el número suficiente de jóvenes hadrosaurios para reemplazar a los adultos y mantener la población.

Según dijo Horner en 1983 esto fue así porque probablemente supieron emplear una «estrategia de supervivencia comparable a la más común entre las aves, la construcción de colonias de anidamiento». Ponían menos huevos que otros reptiles, pero protegían sus nidos durante la incubación y se dedicaban a alimentar a sus crías.

La anidación en colonia y la protección de los nidos es practicada por los cocodrilos, pero éstos no alimentan a sus crías ni comparten los alimentos. Para los hadrosaurios, argüía Horner, ambas cosas se hacían necesarias pues de otro modo hubiera sido más que cuestionable la supervivencia de una o dos de esas pequeñas y pacíficas criaturas de cada camada de veinte o veinticinco.

El hecho de que en sus grupos o rebaños hubiera al menos dos jóvenes por cada adulto sugiere una supervivencia del ocho por ciento de cada camada. El hecho de que en los nidos se encontrara un número tan grande de crías sugiere que eran los padres quienes se cuidaban de alimentarlos.

El salir de sus nidos para alimentarse por su cuenta habría significado para las crías el riesgo de ser devoradas por los depredadores o ser pisoteadas por los adultos. Como muchas aves, los pequeños hadrosaurios permanecían en sus nidos por instinto.

No sabemos durante cuánto tiempo, pero debió de ser durante varios meses, hasta alcanzar una longitud de metro y medio como mínimo. Aquellas quince crías encontradas por Horner en su primer nido debieron de quedarse en él mientras sus padres iban a buscarles comida. Sus padres no regresaron a causa de cualquier desastre, pero las crías se quedaron en el nido hasta que les sobrevino la muerte por inanición.

Es posible que esa conducta de cuidado paternal y compartir los alimentos estuviera restringida a sólo unas pocas especies, concluye Horner, pero en todo caso refleja una amplia «divergencia sociobiológica» entre las dos grandes ramas de los dinosaurios, los omitichianos y los saurischianos.

Otra especie de la que se sabe que ponía sus huevos en nidos circulares con una notable atención, como vio Roy Chapman Andrews, era la de los Protoceratops, también omitichianos.

Los huevos redondos de un dinosaurio parecido al Brontosaurus, quizá un Hypselosaurus, eran puestos en largas filas lineales que no es la mejor forma si se piensa en alimentar a las crías en el nido.

Podría ser, según dijo Horner, que los omitichianos pusieran sus huevos en círculo y lossaurischianos en filas. La conducta en cierto modo más sofisticada y social de algunos dinosaurios puede haber sido una adaptación evolucionaría relacionada con el herbivorismo.

Aunque es posible que unos pocos carnívoros cazaran en manada, los dinosaurios que según se sabe se desplazaban formando rebaños eran saurópodos herbívoros. «Incluso si se trataba sólo de reuniones y no de rebaños en el sentido estricto del término, se trata de un comportamiento que no vemos en otros reptiles -afirmó Horner-.

Eso es algo que sólo conocemos en los mamíferos y en las aves». Y lo que es más, subraya Horner, los omitichianosfueron «el primer gran grupo de herbívoros que habitó la Tierra y para poder sobrevivir, competir y muy especialmente lograr un éxito tan considerable, tuvieron necesidad de establecer un orden social fuerte».

 Pero algo ocurrió hace sesenta y cinco millones de años, a finales del cretáceo, algo tan devastador que alteró el curso de la vida en la Tierra. De modo aparentemente repentino, en relación con el transcurrir del tiempo geológico, casi la mitad de los géneros vivientes desaparecieron. Ninguna de las especies que vivían exclusivamente en tierra y que pesaban más de veinticinco kilos parecen haber sobrevivido.

Y los más notables de los desaparecidos fueron los dinosaurios. Aunque los fósiles de una variedad de dinosaurios han sido encontrados en las capas superiores de las rocas del cretáceo, ni uno solo ha sido desenterrado de las capas del terciario que están inmediatamente encima. Los dinosaurios habían desaparecido para no volver a ser vistos jamás.

Las extinciones a finales del cretáceo hicieron caer el telón de la Era de los Reptiles. Pero muchos dinosaurios habían muerto con anterioridad. El Stegosaurus, de piel blindada, se extinguió antes de que comenzara el cretáceo. Los gigantescos Diplodocus, Brachiosaurus y Brontosaurus se extinguieron en el transcurso del cretáceo antes de que se produjera la gran agonía.

Todos o casi todos lossaurópodos de ese tipo habían desaparecido. La mayor parte de los iguanodontes se había extinguido para entonces, pero los dinosaurios aún existían hacia finales del cretáceo. Entre otros arcosaurios, los cocodrilos marinos y muchos ictiosaurios posiblemente se habían extinguido ya, pero los plesiosáuridos, los pterosaurios y los mosasáuridos parecen haber tenido su período de florecimiento a finales del cretáceo y después se extinguieron. Sólo algunos crocodílidos, entre todos los arcosaurios, se las arreglaron para cruzar esa frontera tan plena en acontecimientos que separa el cretáceo del terciario y han sobrevivido hasta nuestros días.

Ese algo que ocurrió hace sesenta y cinco millones de años es uno de los misterios más intrigantes de la ciencia. No obstante, los dinosaurios tuvieron una larga y próspera estancia en la Tierra antes de desaparecer. Los intentos más serios de resolver el misterio se enfocan en las condiciones generales.

No fueron los dinosaurios en sí los que fallaron sino que se trató de algo de mayor importancia. Especies de animales que habían sobrevivido durante millones de años tienen que haberse adaptado bien al medio ambiente, pues de otro modo no hubiesen sobrevivido sin que cambiaran las condiciones de su existencia. Por lo general, los dinosaurios fueron criaturas con gran éxito.

Debían continuar sobreviviendo en tanto que no cambiaran las condiciones de su existencia. Si se modificaban lentamente, sus organismos podrían no tener tiempo de adaptarse a esos cambios, mediante el normal proceso de la evolución. La extinción se produce a causa de cambios, de cambios repentinos, un tipo de cambios cuyos efectos no pueden ser asimilados por los organismos individuales en el transcurso de pocas generaciones.

Cuando Walter Álvarez encontró la pista, estaba buscando otra cosa. Fue uno de esos descubrimientos casuales que salpican los anales de la ciencia. A partir de 1973, Álvarez y algunos otros colegas acudían cada verano a los Apeninos, en la región de Umbría en el centro del norte de Italia, para estudiar las extraordinarias formaciones de piedra caliza que allí se alzan.

La roca está formada por sedimentos de las profundidades del mar acumulados durante un período de ciento cincuenta y cinco millones de años, desde el jurásico hasta el oligoceno, hace treinta millones de años.

El mar cedió paso a la tierra firme y hace unos pocos millones de años la roca que se formó en el fondo marino fue alzada en un fenómeno de elevación de montañas para quedar expuesta a la erosión durante millones de años. La naturaleza muestra allí una de sus más bellas creaciones, profundos lechos de piedra caliza rosada que brindaban placer estético mucho antes de que llegara la revelación científica.

En la garganta Bottaccione, cerca de la ciudad medieval de Gubbio, esa roca caliza destaca de modo particular y es fácilmente accesible. Y fue allí donde Álvarez aplicó su habilidad como geólogo para estudiar una cuestión relacionada con la historia de la Tierra. Los dinosaurios estaban entonces muy lejos de su pensamiento.

Su interés era paleomagnético. Álvarez y sus colegas estaban buscando pruebas en las rocas que sirvieran como evidencia de una inversión en el campo magnético de la Tierra. Querían comparar las inversiones encontradas en Gubbio con las pruebas de otras inversiones que habían sido detectadas en la corteza de los fondos oceánicos por medio de magnetómetros operados desde los puentes de los buques.

Partiendo de esos descubrimientos confiaba en poder desarrollar, tanto en tierra firme como en el mar, un calendario seguro y completo de las fluctuaciones magnéticas en el curso de la historia de la Tierra. Durante sus investigaciones, los geólogos trataban también de relacionar las inversiones de campos magnéticos con la evolución y la extinción de organismos, como mostraba el registro fósil. La piedra caliza de Gubbio es rica en foraminíferos, criaturas diminutas cuyas conchas de carbonato de calcio son la materia prima de una gran parte de la piedra caliza del mundo.

 Con una lupa manual los geólogos pudieron ver la profusión de microorganismos que se abrían camino a través de las capas de piedra arcillosa hasta un punto en el que todos ellos, con excepción de una única especie, desaparecían de modo repentino. Este punto de desaparición de los microorganismos marcaba el límite entre el cretáceo y el terciario, la era de la extinción masiva.

Se comprobó que ninguna inversión del campo magnético coincidía con las devastaciones ocurridas en el período limítrofe entre el cretáceo y el terciario. Pero donde los organismos desaparecían terminaba también la piedra caliza que era cubierta por una capa de tierra arcillosa de color gris rojizo de uno o dos centímetros de grosor. Esa tierra arcillosa estaba casi completamente desprovista de fósiles. Por encima de ella se prolongaba, de nuevo, la piedra caliza, llena de fósiles.

Álvarez se sintió intrigado por la historia que podrían contar aquellas arcillas sobre la extinción de finales del cretáceo. Álvarez, catedrático asociado de Geología en la Universidad de California, en Berkeley, se llevó consigo algunas muestras de aquella arcilla cuando emprendió el regreso a su casa, en 1977, y describió a su padre lo que había encontrado.

Su padre, Luis W. Álvarez era un físico que trabajaba en los Laboratorios Lawrence, en Berkeley, y entre cuyos múltiples honores se incluye un Premio Nobel. Los dos científicos, padre e hijo, se preguntaron asombrados cuántos años podían estar representados por aquella capa arcillosa que separaba dos formaciones de piedra caliza en relación con la vida en la Tierra.

Si se conseguía ese conocimiento se podría llegar también a un entendimiento y comprensión de las extinciones del cretáceo-terciario. Aunque Luis Álvarez no era un geólogo se lanzó de lleno en el problema de la arcilla de Gubbio.

 Ése era el tipo de investigación que le iba bien. Se describía a sí mismo como un «cazador de choque», un físico subatómico que buscaba «resonancias». Cazando choques fue como detectó e identificó los rayos cósmicos, lo que constituía su interés principal. La arcilla de Gubbio enfrentó a Álvarez con un nuevo desafío. Lo afrontó desarrollando nuevos métodos de investigación científica. Concibió un método para medir la rapidez con que los sedimentos recogidos en el fondo del mar pasan a formar las capas de arcilla.

Le recordó a su hijo Walter que dado que el polvo cósmico y el material micrometeorítico caen en el planeta a un ritmo más o menos constante, éste debe dejar una marca química con la cual se podría calcular la duración del período de tiempo en los límites del cretáceo. El material químico extraterrestre es químicamente diferente del que se encuentra en la superficie de la Tierra. El escaso elemento iridio, por ejemplo, es varios miles de veces superior en los meteoritos que en la corteza terrestre.

Como el iridio tiene una afinidad por el hierro, como ocurre con otros miembros del grupo de elementos del platino, la mayor parte del iridio original debió de asentarse en el núcleo del planeta conjuntamente con el hierro fundido allí.

Así Álvarez decidió medir la cantidad de iridio contenido en la arcilla. El estudio geoquímico de la arcilla de Gubbio, en el que el equipo de Álvarez estaba buscando iridio o cualquier otra materia extraterrestre reveladora, demostró cantidades tan escasas en la muestra que no podían suponer más de una parte por mil millones.




 Pero cuando Álvarez vio su primera «muestra» de iridio se dio cuenta de que el experimento para determinar el período de tiempo límite había fracasado, pues encontró en la arcilla mayor cantidad de iridio del que podría esperarse en base a la caída de polvo cósmico o del normal proceso de la Tierra.

En 1978, Walter Álvarez regresó a Gubbio para hacerse con una colección más completa de muestras de rocas buscada a 350 metros por debajo de la línea del límite del período.

La concentración de iridio que había en ellas se vio que era notablemente constante mientras se iba subiendo en dirección a la franja límite, pero una vez allí aumentaba fuertemente.

 La capa de arcilla era treinta veces más rica en iridio que los sedimentos que se hallaban directamente por debajo o por encima de ella.

Cuando los dos Álvarez, padre e hijo, vieron los resultados comenzaron a interrogarse sobre cuál podría ser su significado. No podían imaginarse que la existencia de una cantidad anómala de iridio fuera una coincidencia, precisamente allí, en la capa correspondiente al límite entre el cretáceo y el terciario, precisamente en el tiempo de la extinción masiva. No podían pensar en ningún proceso de depositación normal como factible explicación de lo que estaban viendo.

Estaban seguros de que el iridio en la arcilla de Gubbio tenía que ser un jalón de significativa importancia en la historia de la Tierra. Walter Álvarez hizo su primer comunicado sobre sus descubrimientos en Gubbio en 1979, en una reunión de la Unión Geofísica Americana, en Washington.

Dijo que las pruebas del iridio apoyaban las teorías en favor de que había sido un acontecimiento extraterrestre el que desató en la Tierra los cambios que llevaron a aquella extinción masiva. Al principio él y su padre creyeron que el material llegado a la Tierra procedía de una supernova. Cualquiera que fuera la fuente, si se trataba de una fuente extraterrestre, la intensidad del iridio parecía ser a nivel mundial como en realidad ocurría. E

l equipo de los Álvarez examinó muestras conseguidas en Dinamarca y otras de lugares tan alejados como Nueva Zelanda y pudo determinar que las concentraciones de iridio, inusualmente elevadas, estaban presentes siempre en la misma capa geológica con lo que no cabía duda de que se trataba de un fenómeno global.

Finalmente los Álvarez llegaron a la conclusión de que el impacto de un meteorito, de un asteroide grande de al menos diez kilómetros de diámetro ofrecía un «escenario que explicaba la mayor parte, o toda, la evidencia biológica y física» asociada con la capa limítrofe y la extinción masiva.

El asteroide, abriéndose paso por la atmósfera a 100.000 kilómetros por hora, pudo haber causado un cráter de 200 kilómetros de anchura y enviar a la estratosfera una nube de polvo que se extendería rápidamente hasta envolver por completo a la Tierra, sumiéndola en la oscuridad. Un desastre de mucha mayor magnitud tendría que haberse producido como consecuencia del impacto de un asteroide, tal y como lo veía el grupo Álvarez.

No cabía duda de que el impacto tendría que haber provocado violentos terremotos y monumentales inundaciones en las costas. Tenía que haber lanzado al espacio un volumen de escombros sesenta veces mayor que la masa del propio asteroide. El polvo procedente de este fenómeno podría haber cambiado el día en noche durante varios años.

Sin luz solar cesaría la fotosíntesis, lo que causaría la muerte de las plantas y dislocaría la cadena alimentaria desde su propia raíz. Hubiera sido un desastre sin paliativos. La extinción habría sido la suerte de muchas especies que vivían en la Tierra en el momento de producirse la colisión del asteroide.

Pero había muchos escépticos y algunos de ellos querían saber cómo era que el impacto del asteroide no había dejado un cráter conocido. Walter Álvarez comentó que nada le gustaría más que encontrar un cráter que pudiera ser el de su asteroide. Durante la década que siguió a la publicación del estudio, la hipótesis de la extinción por el choque de un asteroide continuó siendo tema de debate entre geólogos y paleontólogos.

Uno de las mayores objeciones a esta hipótesis era que no se conocía un cráter cuyas dimensiones correspondieran al tamaño calculado, que debería tener entre 150 y 200 km de diámetro. Si bien no sería imposible que la Tierra hubiera cambiado desde entonces escondiendo una tal deformación, en 1990 se ubicaron indicios en Haití de un tsunami de grandes proporciones que arrastró residuos de iridio. Buscando estudios geológicos realizados desde los años 1960 en adelante se pudo ubicar un cráter en Chicxulub, en la península de Yucatán, con un diámetro de unos 170 km.

Para algunos científicos, un problema de esta teoría es que la lectura de los registros fósiles sugiere que la extinción masiva de hace 65 millones de años duró cerca de diez millones de años, lo que no cuadra bien con que su causa fuera el impacto. Cuando el mesozoico se aproximaba a su fin, unos pocos dinosaurios de pequeño tamaño habían alcanzado una relación cerebro-peso corporal, o cociente de encefalización, que se podría comparar favorablemente con el de los mamíferos primitivos.

Uno de esos dinosaurios era el Stenonychosaurus inequalus, una especie desenterrada por él en 1968, en unas capas geológicas del cretáceo, cerca del Parque Provincial de los Dinosaurios, en Alberta. Partiendo del cráneo y de algunos otros huesos recogidos, determinó que se había tratado de un carnívoro bípedo que debía de pesar unos cuarenta kilos con un metro de altura y que, con la cola extendida, podía medir desde su extremo a la punta del hocico unos dos metros.

El tamaño de la cavidad craneal indicaba que elStenonychosaurus tenía un cociente de encefalización de 0,3, probablemente suficiente para hacer de él el más inteligente de los dinosaurios, con inteligencia varias veces superior a los demás, y posiblemente tan inteligente como los más avanzados de los pequeños mamíferos que fueron sus contemporáneos.

En los seres humanos el cociente de encefalización es de 7,5. También había otros rasgos que hacían de este diminuto dinosaurio un ser excepcional. Al parecer tenía el pulgar libre, un dedo que podía oponerse a las otras dos garras, lo que sin lugar a dudas le daba una especial destreza y capacidad de manipulación. Es posible, también, que tuviera visión estereoscópica. «Parecía tener -dijo Russell- todos los componentes del éxito que posteriormente hemos visto en el desarrollo de los simios».

Con esta idea en mente, Russell se lanzó a formarse un concepto sobre el tipo de animal que hubiera llegado a ser el Stenonychosaurus en nuestros días si él y los demás dinosaurios no se hubieran extinguido hace sesenta y cinco millones de años.

Dio forma a sus ideas en un modelo tridimensional de fibra de vidrio, creado con la ayuda de Ron Sequin, un taxidermista, y que en la actualidad se encuentra en el Museo de Ciencias Naturales en Otawa. Russell llama a este modelo un dinosauroide, una criatura inteligente que podría haber llegado a ser la culminación posible, en el siglo XX, de una evolución ininterrumpida de los dinosaurios, si éstos hubieran sobrevivido.

El modelo de dinosauroide, según Russell, es el producto de un trabajo de suposiciones y una extrapolación «conservadora» de determinadas tendencias evolutivas. Tomando en consideración la tendencia hacia un mayor cerebro en los dinosaurios, que se había manifestado ya antes de su extinción, el dinosauroide hubiera evolucionado ahora hasta un cociente de encefalización del 7,1, que está dentro del límite de los humanos.

Para dejar sitio al mayor cerebro, el cráneo en el modelo fue construido algo mayor que el delStenonychosaurus y el rostro relativamente más pequeño, como se vio ocurría en la evolución de los simios antropoides.

Los ojos eran grandes óvalos, como es característico en los dinosaurios. La postura era erguida. El cuello más corto de lo que era corriente en los dinosaurios, porque de seguir con el cuello largo les hubiera resultado muy difícil soportar el peso de un cráneo grande al final de un cuello horizontal.

La cola, al hacerse innecesaria como contrabalance para el equilibrio, habría desaparecido y por esa razón el dinosauroide no la tenía. Su cráneo es calvo y sus manos tienen tres dedos, ambas cosas características establecidas de los dinosaurios.

Dado que Russell asume, además, que el animal habría evolucionado y dejado de poner huevos para traer al mundo a sus hijos vivos, el dinosauroide tenía ombligo. Russell creía que las crías serían alimentadas con alimentos previamente masticados o regurgitados, como lo son las crías de las aves, y por esa razón los dinosauroides no tenían pezones.

La falta de órganos sexuales externos del dinosauroide es una característica típica de los reptiles. Cualquiera que fuese la fisiología y la conducta social de los dinosaurios en su época, concluía Russell, el dinosauroide habría evolucionado ya hasta convertirse en una criatura fuerte y vigorosa, de sangre caliente, que probablemente viviría formando comunidad con otros compañeros de caza.

Estas criaturas podrían tener voces semejantes al piar de las aves y, posiblemente, algún tipo de lenguaje, aunque no hay modo de saber a qué nivel de encefalización el lenguaje se hace posible o inevitable.

En el modelo de Russell, que como él dice es conservador, el dinosauroide aún no habría alcanzado niveles de inteligencia humana, pero el científico no excluye la posibilidad de que los descendientes del Stenonychosaurus, o cualquier otro de los dinosaurios mejor dotados cerebralmente, pudieran haber evolucionado hasta convertirse en especies más inteligentes, ingeniosas y sofisticadas que el Homo sapiens.

Pero se supone que el Stenonychosaurus nunca tuvo la posibilidad de llevar a cabo su hipotético potencial. 

Parece que ni un solo dinosaurio sobrevivió a las extinciones masivas de finales del cretáceo, ya que no se ha encontrado fósil alguno de esas criaturas en capas geológicas más recientes que las del cretáceo.

Los informes ocasionales de que animales con aspecto de dinosaurios han sido vistos en África, nunca fueron confirmados. 

Aunque pudieran ser encontrados algunos animales monstruosos, con un curioso aspecto de dinosaurios, es altamente improbable que los verdaderos dinosaurios hubieran sobrevivido los últimos sesenta y cinco millones de años sin dejar ningún rastro fósil que hubiese sido descubierto hace ya muchos años. Todo ello si excluimos la remota posibilidad de que huyesen (o los llevasen) fuera de la Tierra. 

En la actualidad los dinosaurios viven sólo en las mentes de la especie que, sin duda, debe su existencia a la desaparición del dinosaurio. 

Si éste no se hubiera extinguido, si su género hubiese continuado dominando la tierra seca, es muy probable que los mamíferos se limitaran a ser pequeñas criaturas de aspecto de roedores, saliendo de noche y escondiéndose durante el día por temor a los poderosos reptiles. O, en el caso de que los dinosaurios hubieran vivido después del cretáceo para haberse extinguido en época más reciente, la Era de los Mamíferos posiblemente estaría aún en su infancia, sin que existieran todavía ni humanos ni protohumanos. 

Tenemos, pues, toda la razón al sentimos fascinados por los dinosaurios y, en especial, por su extinción. Las extinciones masivas, como los científicos están comenzando a reconocer, fueron acontecimientos cruciales en el curso de la vida en la Tierra. 

Tras la última extinción del cretáceo, debió de existir una enorme desolación por todas partes, silencio y calma donde antes hubo una vida fuerte y vigorosa. Pero, además, una oportunidad para todos aquellos supervivientes que tuvieran la suficiente capacidad de adaptación para aprovecharla. 

Las aves disponían del cielo para ellas solas, tras la extinción del pterosaurio. Los peces, los moluscos y otras criaturas del mar ya no tenían que vérselas con los ammonites ni con losmosasaurios.

Los pequeños mamíferos salieron de su baja existencia; ya no quedaban saurios gigantescos, con la excepción de los cocodrilos, y éstos eran incapaces de mantener la hegemonía que durante tanto tiempo fue patrimonio de sus parientes arcosaurianos. Luis Álvarez se dio cuenta, rápidamente, del paralelismo existente entre la hipotética catástrofe que condenó a los dinosaurios y una guerra nuclear. 

En 1982 comparó de modo explícito el impacto de su supuesto asteroide con el potencial destructivo de las armas nucleares, una comparación que nos hace dudar de las esperanzas de que se pueda sobrevivir a una guerra atómica. Eso llevó a meditar a otros científicos. Si el impacto de un asteroide puede producir nubes de polvo globales y hacer bajar las temperaturas, ¿cuál sería el efecto de una guerra nuclear sobre el clima de nuestro planeta?

¿Sabemos algo de los Dinosaurios, los antiguos dueños de la Tierra? (III)


El más precioso de los trofeos conseguidos en esta expedición fue un gigante del jurásico, elBrachiosaurus -o lagarto con brazos-. Cuando, de regreso en Berlín, Janensch ensambló los huesos de aquella criatura el resultado fue realmente impresionante.

Aparentemente se trataba del mayor de todos los cuadrúpedos, saurópodos herbívoros, el formidable dinosaurio que hoy nos resulta tan familiar.

A diferencia de la mayor parte de otros dinosaurios, el Brachiosaurustenía las patas delanteras mucho mayores que las traseras. Su espalda descendía en pendiente hacia atrás y surgía de un cuello larguísimo al final del cual había una cabeza relativamente pequeña.

Esta cabeza quedaba a 12,6 metros del suelo, es decir, a suficiente altura para que elBrachiosaurus pudiera mirar por encima de una casa de cuatro pisos. Janensch calculó que el animal vivo debía de pesar unas dieciocho toneladas, hasta veinte veces el peso del mayor de los elefantes africanos.

 En la actualidad el esqueleto del Brachiosaurus se exhibe en el Museo de Historia Natural de la Universidad Humboldt en Berlín. Es, sin duda, el resultado más espectacular de la expedición a Tendaguru y el mayor testimonio de la larga carrera científica de Wemer Janensch. Hasta fecha muy reciente se había considerado al Brachiosaurus como el mayor de los animales que existieron en la Tierra en todos los tiempos.




 Pero otro dinosaurio, quizá un pariente distante del Brachiosaurus, es posible que lo sobrepasara en peso y altura. Se trata del llamado Ultrasaurus, que Jim Jensen encontró en Colorado en 1979. Partiendo del tamaño del omoplato, la única pieza grande del esqueleto que ha sido desenterrada, Jensen calcula que este dinosaurio tenía, por lo menos, un piso más de altura que el Brachiosaurus de Tendaguru.

En 1930, en su libro The Dinosaurs in East Africa, Parkinson atribuye la concentración de dinosaurios en Tendaguru a las probables condiciones que reinaron allí en el último período del jurásico.

Los dinosaurios vivían en la amplia desembocadura de un río que vertía sus aguas en una laguna separada del océano por un gran banco de arena. «No cabe duda de que muchos animales serían apresados en aquella laguna y en ella hallaron su tumba», escribió Parkinson, trazando una imagen no muy agradable.

«Las carcasas en estado de podredumbre flotaban gracias a los gases producto de la descomposición y se iban desmembrando lentamente -continuaba-. Las arenas en las cuales se encuentran los huesos son invariablemente de grano fino y para que tales pesos pudieran ser transportados por el agua, que necesariamente tenía que transcurrir a poca velocidad, cabe suponer que el conjunto era una masa fangosa, un verdadero barrizal».

En 1929, los británicos extendieron las exploraciones un poco más hacia el norte, hasta un lugar llamado Kindope. Allí, entre otros varios fósiles, los británicos encontraron un dinosaurio que se parecía al Stegosaurus escamoso de Norteamérica, aunque un poco más pequeño y con una altura de unos cinco metros. Se le dio el nombre de Kentrosaurus.

Los cazadores de fósiles habían establecido la distribución global de los dinosaurios. El primer lugar donde se excavaron sus huesos fue en Inglaterra, después en el resto de Europa, de modo especial en la cuenca minera de Bemissart, en Bélgica. Después fueron encontrados en gran abundancia en Norteamérica, de modo muy especial en los estados y las regiones del oeste.

En 1882 se identificaron los primeros huesos de dinosaurios en América del Sur, exactamente en Argentina. En 1924, algunos especímenes de dinosaurios fueron sacados a la luz en Australia. Y un verdadero tesoro de restos fósiles que esperaban en Asia, inspiraron una nueva aventura en el campo de la caza del dinosaurio.

A primeras horas de la mañana del 21 de abril de 1922, un grupo de hombres dejó la ciudad fronteriza de Kalgan, al norte de Pekín, y se encaminaron hacia la puerta de la Gran Muralla detrás de la cual está Mongolia. Innumerables caravanas habían hecho aquella misma ruta con anterioridad, viajeros de todo tipo y aspecto, pero sin duda ésta era la más extraña de todas.

En el grupo iban varios científicos norteamericanos, amantes de la aventura, naturalistas, paleontólogos y geólogos, con toda una cohorte de mecánicos, cocineros y ayudantes.

 Días antes los había precedido una caravana de setenta y cinco camellos que transportaban bidones de gasolina y cajas con otros suministros, que debían ser depositados en los lugares designados de antemano a lo largo de la ruta por la cual se intentaba cruzar el Gobi, ese gran desierto que se extiende al este y al oeste, durante 3 000 kilómetros, en el centro de Mongolia.

Aquellos cuarenta hombres, cinco vehículos a motor y setenta y cinco camellos, formaban la expedición del Asia Central, organizada y dirigida por Roy Chapman Andrews.

Éste describió la empresa como «la mayor expedición científica terrestre que jamás salió de Estados Unidos». Nada semejante se había visto nunca en Asia, ni figuraba en los anales de la caza del dinosaurio. El principal objetivo de esta expedición no tenía nada que ver con el dinosaurio, sino que se trataba, nada menos, que de la búsqueda del origen del hombre.

Tan ambicioso proyecto hubiera despertado sospechas entre los incrédulos burócratas chinos y mongoles. No podían creer que hombres en su sano juicio se arriesgaran a cruzar el desierto de Gobi simplemente para buscar viejos huesos.

Aquella historia tenía que ser la cobertura, el pretexto, tras el cual se ocultaba otra cosa. Supusieron que su objetivo tendría que ser algo más valioso, como el oro o el petróleo, o quizá tenían la intención de apoderarse de todo el país y aquellos hombres que se llamaban a sí mismos científicos no eran otra cosa que exploradores en busca de tesoros o algo aún peor, agentes del imperialismo norteamericano.

Esto era algo que podían entender, aunque no tolerar, pues esas razones eran las que durante muchos años venían atrayendo a los extranjeros a China y ahora a Mongolia. Pese a todo, debido a las cartas de presentación de altos funcionarios norteamericanos y a la intervención de gente influyente en Pekín, Andrews obtuvo el permiso necesario y se puso en acción tan pronto la nieve empezó a fundirse y el calor de la primavera volvió a Gobi.

En el año que Andrews había pasado en Pekín ocupado con los preparativos de la expedición, había tenido que oír los consejos de muchos que le prevenían en contra de su proyecto de partir de Kalgan en dirección a Urga, en la actualidad Ulan Bator, la capital de Mongolia. Recordó que muchos le habían dicho que debían de estar casi locos. Gobi era una tierra desértica, estéril, de arena gruesa, salvia camellera y arbustos espinosos.

En el verano, durante el día, el calor se hacía realmente insoportable. Pero eso, con ser muy desagradable, no era nada en comparación con los vientos gélidos con los que habrían de enfrentarse si se veían obligados a pasar allí el invierno. También era posible que el elemento humano fuese igualmente inhospitalario.

Los bandidos amenazaban continuamente la ruta de las caravanas y las luchas políticas azotaban el país. Mientras Andrews invernaba en Pekín, los ejércitos de Mongolia habían logrado expulsar a los chinos fuera de sus tierras.

En muchas ocasiones su expedición pasaría por lugares que evidenciaban la existencia de grandes batallas que no figuraban en los archivos y de las que el mundo exterior no supo nada. Apenas los mongoles vieron su país libre de chinos, cuando contemplaron cómo los rusos se infiltraban por el norte y el oeste.

Las tropas bolcheviques habían entrado en Mongolia en persecución de unidades de rusos blancos que no querían rendirse. Pero, después de haber acabado con ellos, los bolcheviques se quedaban allí para aprovecharse del caos político que había seguido a las guerras chinas.

 En la década de los años veinte Mongolia, gradualmente, fue cayendo bajo el control ruso; precisamente en el período en que Andrews estaba allí buscando el origen del hombre y cualquier otro tipo de huesos prehistóricos que encontrara en su camino. La historia fósil de partes alejadas de Asia, incluso Mongolia, era completamente desconocida.

El desierto de Gobi había sido cruzado en ambas direcciones y en múltiples ocasiones por varios exploradores y naturalistas en los años finales del siglo XIX, pero como no tuvieron demasiado tiempo para una exploración a fondo, se habían dado por satisfechos con una inspección superficial. Si encontraron algún fósil no informaron de ello, salvo con una excepción: en 1892 el geólogo ruso Vladimir A. Obruchev encontró un diente de rinoceronte fósil cuando su caravana hacía la ruta de Kalgan a Urga.

En 1900 Henry Fairfield Osbom había profetizado que en el Asia Central los paleontólogos encontrarían la cuna original del hombre primitivo. La idea había ganado cierta respetabilidad científica unos dos lustros antes, cuando William Diller Matthew, director de la sección de paleontología de los vertebrados en el Museo Americano de Historia Natural, postuló en un estudio sobre el clima y la evolución que el Asia Central podría muy bien ser el Jardín del Edén de la mayor parte de los mamíferos, incluso quizá del propio ser humano.

Se trataba de una hipótesis que merecía ser estudiada sobre el terreno. Ésta era la razón por la que Andrews entró en escena, un hombre en busca de aventuras y determinado

Andrews quiso ir a la exploración del Gobi, debido a la influencia de Osbom y Matthew. La idea de buscar los orígenes del hombre en una tierra extraña y remota disparó su imaginación, pero no cruzó por su mente la idea de buscar dinosaurios.

En un lugar tan árido e inhóspito como el desierto de Gobi no existía posibilidad alguna de vivir sobre el terreno.

De vez en cuando, la expedición podría comprar un cordero, cazar un antílope o aprovisionarse en Urga, pero no se podía confiar en ello.

 Todas las necesidades debían ser tenidas en cuenta de antemano y había que llevar consigo todas las provisiones necesarias. La expedición de Andrews tuvo unos buenos momentos después de pasar por la puerta de la Gran Muralla y en cuatro días la caravana motorizada recorrió 425 kilómetros desde Kalgan, es decir, la mitad de la distancia entre Kalgan y Urga.

El equipo alcanzó la laguna de Iren Dabasu, un terreno más estéril que el que habían dejado atrás, si es que eso era posible. Montones de arena, de forma cónica y de color rosado, se alzaban sobre el suelo como gigantescos hormigueros. En tiempos más tranquilos y pacíficos, obreros chinos reclutados en Kalgan recogían la sal del lago y la enviaban al sur en caravanas de carros tirados por bueyes.

 Pero aquéllos no eran tiempos de paz y cuando Andrews llegó allí se encontró con una escena de la máxima desolación. Andrews decidió establecer un campamento en la base de unos peñascos de un color gris blancuzco. Mientras supervisaban la instalación de las tiendas, Granger, Berkey y Morris recorrieron los alrededores en coche para inspeccionar la zona.

A la caída del sol, los dos coches de los científicos dieron la vuelta en tomo a un gran peñasco pardo y regresaron al campamento. Andrews se quedó mirando a Granger y vio que sus ojos brillaban de emoción. Berkey estaba «extrañamente silencioso». Granger metió la mano en sus bolsillos y sacó un puñado de fragmentos óseos. Berkey y Morris hicieron lo mismo. A la mañana siguiente, antes del desayuno, los científicos dejaron el campamento para buscar nuevos fósiles.

 Berkey encontró un fragmento del fémur de un animal que no supo identificar. A los ojos de Granger era de aspecto reptil. Granger subió a la parte más alta del macizo rocoso y cayó de rodillas. Comenzó a barrer la arena que cubría algo empotrado en el suelo.




Era la tibia de un gran reptil. Lo que habían encontrado eran los huesos de un dinosaurio, el primero hallado en Mongolia y uno de los primeros localizados en cualquier otro lugar del Asia oriental. Un Andrews pletórico de júbilo pudo olvidarse de los escépticos que allí, en Pekín, se habían reído de él.

Allí estaban los fósiles de Mongolia y había sido él quien dio con ellos. Los fósiles eran mucho más antiguos que el ser humano o que cualquier otra cosa que hubiese esperado encontrar. Reagrupada de nuevo, la expedición regresó al desierto de Gobi, en esta ocasión por el sudoeste de Urga, y se dirigió a los lugares donde debería realizar sus descubrimientos más importantes.

Al día siguiente a su llegada al campamento del Onagro, Shackelford, el fotógrafo, encontró un hueso muy bien conservado perteneciente al pie de una especie de antiguo rinoceronte.

Andrews buscó y excavó por los alrededores y descubrió algunos dientes medio rotos. A Granger le costó cuatro días de meticuloso trabajo extraer los dientes del suelo y el cráneo al cual pertenecían. El hueso del pie encontrado por Shackelford y el cráneo resultaron ser los hallazgos más interesantes de la expedición.

De regreso en 1924, Osbom determinó que habían pertenecido al rinoceronte gigante extinto llamado Baluchitherium, que anteriormente sólo había sido descubierto en Baluchistán.

Se trataba del mayor de los mamíferos terrestres que jamás existió en nuestro planeta, por lo que hasta ahora se sabe. Regresando hacia el este para comenzar el viaje de vuelta a China, la expedición siguió una antigua ruta de caravanas que una tarde los llevó al borde de un amplio lago, rodeado por paredes de piedra arcillosa de color rojizo.

El paisaje resultaba impresionante. Los hombres, asombrados y maravillados, lo bautizaron con el nombre de Flaming Cliffs («Acantilados Flamígeros») de Shabarakh Usu, actualmente Bain-Dzak. Andrews se quedó extasiado:

«Desde nuestras tiendas podíamos ver bajo nosotros un extenso estanque rosado, tachonado con salientes rocosos como extraños animales esculpidos en las rocas. Una de aquellas peñas fue bautizada con el nombre de “dinosaurio”, porque parecía un gigantesco Brontosaurus, sentado sobre sus patas traseras.

Otras parecían ser castillos medievales con almenas y torretas, como de ladrillo rojo a la luz del atardecer, puertas colosales, muros y terraplenes. Las cavernas se hundían profundamente en las rocas, y laberintos de barrancos y gargantas estaban llenos de fósiles que los convertían en un paraíso para los paleontólogos».

 Shackelford se dirigió directamente, sin vacilar, hacia un pequeño pináculo de rocas, en la cima de las cuales descansaba un hueso fósil blanco. Cuando Granger examinó aquel fósil llegó a la conclusión de que se trataba de un trozo del cráneo de un reptil. Fue recogido con sumo cuidado.

Después, todos los hombres descendieron a la laguna y se dispersaron, removiendo rocas y arena, para regresar con todos los fósiles que podían llevar consigo. Entre otras cosas Granger aportó un trozo de cáscara de huevo.

 Los buscadores apenas si le concedieron importancia, limitándose a creer que se trataba de la cáscara de un huevo de un ave fósil. Al año siguiente sabrían la verdad. De mala gana Andrews abandonó Flaming Cliffs, prometiendo regresar.

«Difícilmente podíamos suponer en aquel entonces, que más adelante llegaríamos a considerarlo el más importante depósito en Asia, si no en el mundo entero», escribió. Pero a medida que pasaba el tiempo el viento soplaba cada vez más frió y la expedición tuvo que regresar a China en octubre.

 La fortuna les había sido propicia: habían encontrado sus primeros fósiles al principio del viaje, habían sabido negociar con éxito sus permisos y visados con las autoridades administrativas de Urga, y habían quedado impresionados por el esplendor de la promesa paleontológica en Flaming Cliffs.

No habían tenido problema alguno, salvo algunas pequeñas dificultades con los vehículos a motor y, de un modo u otro, habían eludido todo encuentro con bandidos o guerrilleros.

En ese mismo invierno, Osbom cablegrafió: «Ha hecho usted un descubrimiento muy importante. El reptil es el antecesor del Triceratops tanto tiempo buscado. Ha sido bautizado como Protoceratops andrewsi, en su honor. Vuelva y encuentre más».

 Eso era exactamente lo que Roy Andrews intentaba hacer, precisamente, cuando la primavera volviera de nuevo a Mongolia. Andrews vio muchos cambios en la gran meseta cuando entró en Mongolia en abril de 1923. La vida esplendorosa había vuelto a lo largo de la ruta de la caravana de Kalgan a Urga.

 Las yurts se levantaban cerca de casi todos los manantiales, rebaños de cabras y ovejas pastaban en los pastizales del sur. Aquel año se unieron al tráfico algunos vehículos a motor, lo cual causaba una gran impresión en aquel paisaje desértico. Había transcurrido algo más de un año desde el cese de las hostilidades entre Mongolia y China y el país volvía a abrir sus puertas al comercio.

 La expedición de Andrews tomó la precaución de pasar la primera noche de camino en una posada china protegida por soldados y obtener una escolta militar fiable al cruzar parte de los territorios peligrosos. Pese a todas esas precauciones, algunos días más tarde, cuando Andrews con un pequeño grupo regresó a Kalgan para recoger parte del equipo que había llegado con retraso, tuvo un encuentro con tres bandidos a caballo.

Escapó por los pelos lanzando su automóvil contra ellos, lo que hizo que sus caballos se espantaran y se encabritaran. La expedición puso rumbo a Iren Dabasu y volvieron a ocupar el mismo campamento en que estuvieron el año anterior, estableciendo una estación de recogida de fósiles. Por petición de Andrews, el Museo Americano les había asignado otros tres buscadores de fósiles que se incorporaron a la expedición del Asia Central.

Se trataba de George Olsen y Peter C. Kaisen, que llevaban ya mucho tiempo trabajando en el museo, y Albert F. Johnson, que había trabajado con Bamum Brown en Alberta. Un joven chino que había formado parte del viaje de 1922, fue ascendido de criado y camarero a ayudante paleontólogo de Granger.

Doce hombres podrían haber trabajado durante doce meses sin agotar los tesoros fósiles. Johnson explotó el más rico de los tajos, una fuente de huesos de dinosaurios carnívoros y herbívoros de distintas especies, muchos de los cuales eran dinosaurios de pico de pato.

También encontró algunos fragmentos suavemente curvados, que recordaban las piezas de un rompecabezas perdido. Los Flaming Cliffs era el destino final de esta expedición. Siguiendo sus propias huellas de 1922, los hombres llegaron a Shabarakh Usu el 8 de julio y se quedaron allí cinco semanas. Los fósiles estaban por todas partes, pero el descubrimiento que daría fama mundial a la expedición ocurrió cinco días después, el 13 de julio.

Aquella tarde George Olsen regresó al campamento para informar de que había visto tres huevos fósiles en la piedra caliza. La piedra procedía del período cretáceo y, por lo tanto, probablemente era demasiado antigua como para contener huevos de grandes aves.

Era posible que no fueran huevos sino cualquier tipo de formación geológica que había hecho que la roca adquiriera ese aspecto.

Pero cuando Granger acompañó a Olsen al lugar del hallazgo e inspeccionó la cáscara estriada y marrón, llegó a la siguiente conclusión: «Tienen que ser huevos de dinosaurio.

No pueden ser otra cosa». Los dinosaurios eran reptiles y éstos, con muy pocas excepciones, ponen huevos. El huevo de cáscara dura fue de hecho el invento evolutivo, conjuntamente con las escamas, gracias al cual los reptiles pudieron dejar el agua y pasar a tierra firme. Los primeros anfibios, como las ranas y las salamandras de nuestros días, tenían que llevar una doble vida.

 Podían salir del agua, pero tenían que volver con frecuencia al líquido elemento, no sólo para mantener húmeda su piel suave sino también para poner sus huevos desprovistos de cáscara dura. Los huevos normales de anfibio son partículas de embrión envueltas en gelatina, que se secarían muy rápidamente fuera del agua.

Con el tiempo los reptiles descubrieron un modo de romper con los lazos que los ataban al agua. Fueron los pioneros en el desarrollo del huevo amniótico, una cápsula autocontenedora que podría ser puesta en cualquier parte. El embrión, que se desarrollaba dentro de la dura cáscara porosa, estaba rodeado por el líquido amniótico, una bolsa llena de albúmina como sustituto del agua y con la yema como reserva alimenticia.

 Este huevo, que los reptiles desarrollaron hace trescientos millones de años, en el período carbonífero, sirve como recordatorio de la ascendencia reptil de los mamíferos y las aves. Los humanos, como mamíferos, comparten este parentesco.

Aunque nosotros no ponemos huevos, el óvulo humano, una vez fertilizado, queda envuelto en una bolsa de líquido amniótico muy parecido al del huevo de los reptiles. La envoltura del óvulo humano contiene también una pequeña bolsa de yema, pese a que el embrión es alimentado, a través de la placenta, por la sangre de la madre. Y el fluido en ese saco es salado.

La evolución todavía tiene que erradicar este vestigio de nuestros orígenes en el mar, según el cual primero vino el pez que se arrastró fuera del agua a tierra firme, los anfibios que vivieron en ambos mundos, acuático y terrestre, y después los reptiles que con el advenimiento del huevo de cáscara dura estuvieron en condiciones de establecer su hogar permanente en tierra y dieron origen a los mamíferos. Por lo tanto no resultaba sorprendente descubrir que los dinosaurios habían sido animales ovíparos. La gran sorpresa hubiera sido descubrir que no ponían huevos.

Pero hasta aquel momento nadie podía estar seguro de ese aspecto de la vida de los dinosaurios. Jamás se habían encontrado huevos fósiles intactos. Estaban aquellos trozos de cáscara encontrados en Flaming Cliffs en 1922, y en Iren Dabasu sólo unas pocas semanas antes, claves que nadie pudo entender hasta el hallazgo de Olsen.

En el campamento, los científicos y los recolectores estudiaron los tres huevos. Cada uno de ellos tenía unos veinte centímetros de longitud por diecisiete de circunferencia y eran algo más alargados y planos que los de los reptiles modernos. La cáscara tenía varios milímetros de grosor y su superficie externa era más bien arrugada y estriada mientras que la interior era lisa y suave.

La expedición descubrió otros huevos, veinticinco en total, algunos agrupados en piña y otros en nidos. Granger encontró cinco juntos, formando un racimo. Johnson descubrió un grupo de nueve, dos de los cuales estaban rotos y exponían pequeños esqueletos de dinosaurios en estado de embrión.

Una sección de roca que contenía varios huevos fue extraída y enviada en su totalidad al Museo Americano, donde se vio que contenía trece huevos en dos círculos. Sus puntos estaban dirigidos al centro tal y como debieron ser puestos en su nido arenoso decenas de millones de años antes para que fuesen incubados por el calor del sol.

Pese a todo ese cuidado, por cualquier razón, aquellos huevos en particular nunca empollaron. Es posible que una ola repentina de frío impidiera la incubación o que una tormenta de arena los cubriera demasiado hasta el punto de impedir que llegara a ellos el necesario calor solar.

En todo caso, los huevos se resquebrajaron, la arena fina entró en su interior y así comenzó el lento proceso de fosilización. Granger llegó a la conclusión de que los huevos encontrados en Flaming Cliffs eran del Protoceratops, el dinosaurio descubierto por Shakelford allí mismo en 1922.

 De los siete cráneos y catorce esqueletos recogidos por la expedición, allí, en 1923, muchos fueron identificados como restos de ese supuesto ascendente de los dinosaurios cornudos, oceratópsidos. Posiblemente Granger tenía razón. Pero también otros dinosaurios vivieron en Flaming Cliffs en aquellos tiempos. Debía de ser un lugar de puesta de huevos.

Olsen encontró un pequeño esqueleto de dinosaurio que, cuando fue limpiado y puesto al descubierto, se vio que estaba agachado sobre un montón de huevos. Al parecer era un desdentado. Era posible que se alimentara sorbiendo los huevos del Protoceratops. Verdad o no, Osbom más tarde quedó impresionado por la prueba circunstancial al dar al animal en cuestión el nombre deOviraptor philoceratops.

Oviraptor significa «capturador de huevos», y philoceratops significa «amante de los huevos de los ceratópsidos». Los nombres aplicados a los dinosaurios reflejan muchas veces más la imaginación que las pruebas reales. La posición del esqueleto sobre un nido de huevos, dijo Osbom, «hizo que de inmediato el animal resultara sospechoso de haber sido sorprendido por una tormenta de arena en pleno acto de robar un nido de huevos de dinosaurio».

A partir de otros huevos y cráneos los científicos identificaron a otro supuesto ladrón de huevos, el Velociraptor («ladrón rápido»), representado en distintas películas de la serie Jurasic Park; a un gran dinosaurio cubierto de escamas al que se le dio el nombre de Pinacosaurus, y al dinosaurio de aspecto de ave, el Sauromithoides.

Este último tenía manos en forma de alas y un cráneo de constitución más bien ligera. Pero, como observó Andrews, era demasiado tarde en el tiempo geológico para ser un antepasado de las aves. Todos estos y muchos otros fósilesprotoceratopsianos eran nuevos para la paleontología.




Al término de la expedición de 1923, Andrews regresó a Estados Unidos. Las noticias del hallazgo de los huevos le habían precedido y habían dado lugar a un torrente de publicidad en diarios y revistas. Un huevo es una cosa muy frágil y la idea de la existencia de huevos que fueron puestos por dinosaurios hacía millones de años y que habían sobrevivido en forma fósil, parecía algo increíble.

Las fotografías de aquellos grandes objetos, tanto más que los huesos fósiles, documentaban la realidad de los dinosaurios como criaturas vivas que respiraron y se reprodujeron hacía muchos millones de años. Como truco publicitario se subastó uno de aquellos huevos que fue adquirido por Austin Colgate, tío de Bayard Colgate, que lo regaló a la Colgate University. Andrews lamentaría más tarde haber hecho aquella operación.

 Las autoridades chinas y mongoles al enterarse de la compra realizada por Colgate llegaron a la conclusión de que cada huevo de dinosaurio valía 5 000 dólares en los mercados mundiales y que si bien aquellos expedicionarios no habían ido a sus territorios en busca de petróleo o de oro sí buscaban algo igualmente valioso, aquellos huevos petrificados. Las siguientes expediciones fueron vigiladas con ojos cada vez más sospechosos.

 Andrews recibió la noticia, procedente de Nueva York, de que uno de los pequeños fósiles recogidos en Flaming Cliffs en 1923 era de un mamífero del período cretáceo, una rareza paleontológica de gran importancia. Hasta entonces sólo había sido descubierto un único cráneo de mamífero del mesozoico.

Fue encontrado en África del Sur e identificado como perteneciente al grupo conocido como de los multituberculata, es decir, de unos mamíferos insectívoros de pequeño tamaño emparentados lejanamente con los modernos erizos y musarañas.

Algunas de sus especies sobrevivieron a las extinciones que borraron a los dinosaurios de la faz de la tierra y siguieron existiendo durante algún tiempo más hasta que, finalmente, también llegó el final de su mundo. No dejaron descendientes directos, pero sus fósiles en las rocas arcillosas de Mongolia atestiguaban la existencia de abundantes especies de mamíferos entre los reptiles gigantes del mesozoico.

En su carta dirigida a Andrews, Matthew escribió: «Haga todo lo que esté en sus manos para conseguir otros cráneos». Andrews dio instrucciones a Granger, que ya había regresado para excavar en Flaming Cliffs, y en una semana los hombres del equipo reunieron siete pequeños cráneos de mamíferos.

Los análisis subsiguientes demostraron que aquellos animales apenas si superaban el tamaño de una rata, tenían el cuerpo muy peludo y hocicos puntiagudos. No todos eran multituberculados, que formaban una rama colateral en la evolución de los mamíferos a partir de los reptiles.

Los especímenes revelaron a William K. Gregory y a George Gaylord Simpson, paleontólogos del Museo Americano, que en la corriente principal del cretáceo los mamíferos, como clase zoológica, ya se habían separado de los marsupiales y los placentarios, esas especies en las cuales, después de dar a luz, la madre alimenta a sus fetos en la bolsa marsupial y aquellos otros que traían al mundo a sus hijos ya completamente formados.

Esto confirmaba la anterior especulación de Huxley y Osbom de que los lejanos ascendientes de los mamíferos placentarios se podían situar en tiempos tan remotos como el período cretáceo, en forma de pequeños mamíferos, semejantes a los roedores, que se escabullían entre las patas de los poderosos dinosaurios. Andrews dirigió otras dos expediciones a Mongolia, en 1928 y 1930.

Los científicos limitaron su campo de trabajo, en 1926, a la provincia de Yunnan. La guerra civil y la creciente xenofobia los mantuvo alejados de aquel escenario en 1927. Una de las expediciones de Andrews fue autorizada en 1928 y se descubrieron algunos otros restos de dinosaurios, así como algunos huevos, en Iren Dabasu, pero les fueron arrebatados por los soldados.

Después de seis semanas de negociaciones, en los que intervino la embajada de los Estados Unidos que tuvo que recurrir a tan altas esferas como el ministro de Asuntos Exteriores de Nankín, se consiguió que los fósiles fueran devueltos a Andrews y a sus científicos.

 La última expedición, la quinta, se organizó en 1930, pero ésta no se adentró demasiado en Mongolia, pues para entonces las condiciones se habían hecho tan insoportables que Osbom dio instrucciones a Andrews para que cerrara el cuartel general de la expedición en Pekín y no hiciera ningún nuevo viaje a los hostiles lechos de fósiles de Mongolia. Los paleontólogos estaban empezando a revivir un pasado de interés más inmediato y directo para los seres humanos: nuestras propias raíces fósiles.

En la década de 1850-1860 había sido descubierto el hombre de Neanderthal; el hombre de Java, el Homo erectus, en la de 1890-1900. Después, en 1924, Raymond Dart descubrió en África del Sur el llamado niño de Taung, el cráneo fósil del Australopithecus africanus.

 Ésta parecía ser la criatura que Darwin había predicho, a medio camino entre los antiguos simios y el hombre moderno. Andrews, actuando a espaldas de Osbom, había estado buscando en el lugar equivocado los orígenes del hombre.

 El descubrimiento de Taung puso en su lugar a la antropología y en las décadas siguientes el Australopithecus y el Ramapithecus se disputarían la atención del público con el Tyrannosaurus y el Brontosaurus. Lugares tales como el Gran Karoo, la garganta Olduvai y el valle Afar evocarían las historias del descubrimiento de los fósiles antaño asociados con Bernissart y Como Bluff, Hell Creek y Flaming Cliffs.

El modus operandi de la paleontología estaba cambiando. La mayor parte del mundo, con la excepción de las regiones polares, había sido recorrida y explorada ya por los cazadores en busca de fósiles vertebrados.

En Europa como en Norteamérica, en África, América del Sur, en Australia y también en Asia, desde la India a través de China hasta regiones tan alejadas como Mongolia, habían sido hallados e identificados huesos de dinosaurio.

Durante el período de los descubrimientos, la ciencia paleontológica inicia su investigación con la exploración a cielo abierto, a la que siguen el examen de los hallazgos, la acumulación de pruebas en un frente amplio, el seguimiento de las pistas que lleven a solucionar los puntos oscuros del problema y la elaboración de hipótesis bien fundamentadas.

Los paleontólogos seguían saliendo al campo cada verano en busca de nuevos huesos. Aquellos nuevos exploradores del tiempo buscaron en los lechos jurásicos y cretáceos de América del Norte con un celo que no había vuelto a verse desde los días de Bamum Brown.

Dinosaurio Jim Jensen, que había excavado los huesos del que bien podría haber sido el mayor de todos los dinosaurios, se convirtió en una celebridad menor para los niños. Los científicos encontraron un posible antepasado del Tyrannosaurus rexen el oeste de Texas. Se abrieron grandes yacimientos de dinosaurios fósiles en Alberta. Científicos polacos, rusos y mongoles volvieron a recorrer las zonas del Gobi antaño reconocidas por Andrews e hicieron descubrimientos espectaculares.

 La investigación se adentró más profundamente en el triásico. En 1984, un equipo dirigido por Robert Long, de la Universidad de California, descubrió en el Paitend Desert, Arizona, lo que se creyó podría ser el más antiguo de todos los dinosaurios conocidos hasta la fecha. Allí, en rocas que se calculó tenían doscientos veinticinco millones de años de edad, el equipo excavó el esqueleto de una criatura del tamaño de un avestruz pequeño.

 Algo más antigua que los Staurikosaurus descubiertos en América del Sur en la década de los sesenta, que anteriormente se habían considerado como los más antiguos de los dinosaurios, esa criatura podría muy bien representar una familia enteramente nueva de dinosaurios vegetarianos que podían estar emparentados con los antiguos Plateosaurus y que, tal vez, eran antepasados muy antiguos de los Brontosaurus. Pero el éxito de los cazadores de dinosaurios, en especial el de los profesionales, dejó de ser medido por el tonelaje de los huesos encontrados o por el número de nuevas especies que pudieron identificar.

 Los museos tenían ya tantos huesos que no sabían qué hacer con ellos, así que el interés principal se enfocó en la búsqueda de claves que descubrieran la anatomía, conducta y fisiología de los dinosaurios y dieran respuesta a los interrogantes. La nueva generación de paleontólogos empezó a preocuparse por estas respuestas y trató de situar el lugar de los dinosaurios a lo largo del tiempo.

Una figura en la transición de aquellos días fue Edwin H. Colbert. Comenzó a estudiar paleontología bajo la tutoría de Osbom y pasó a ser su ayudante investigador en 1930 y a ocupar el cargo de director de paleontología de los vertebrados en el Museo Americano.

Escribió varios libros técnicos y de divulgación y, más recientemente, en 1983, uno tituladoDinosaurs: An Illustrated History. A él se le atribuye, con razón, el hallazgo de miles de fósiles, no siempre de dinosaurio, que incluyen más de cincuenta nuevas especies y diez nuevos géneros.

En 1974 el Time llamó a Colbert «el Dick Tracy de la Era Mesozoica». Uno de sus descubrimientos más espectaculares lo hizo en el verano de 1947, en Ghost Ranch, cerca de Abiquiu, Nuevo México. George Whitaker, el ayudante de Colbert, dio con algunos huesos embutidos en las rocas de la pared de un barranco. Entre las primeras muestras recogidas resultó de especial importancia un pequeño trozo de una garra que Colbert identificó de inmediato como perteneciente a un Coelophysis.

Entre los dinosaurios más antiguos de los conocidos hasta ahora, que vivieron hace más de 213 millones de años, el Coelophysis fue descrito por Cope en 1887, pero hasta ahora sus restos hallados han sido fragmentarios y escasos. Aquel verano Colbert recogió en Ghost Ranch los huesos de una docena de esqueletos completos.

No se trataba de animales de gran tamaño, pues sólo medían un máximo de tres metros, y los huesos hablaban de la activa vida de carnívoros bípedos que debieron de vivir en los finales del triásico.

Sus miembros posteriores eran alargados y recordaban a los de las aves, hechos para conseguir gran velocidad, y las manos tenían tres dedos terminados en garras dispuestos para dar caza a sus presas. Dentro de la cavidad corporal de al menos uno de los especímenes se encontraron huesos de un Coelophysis joven.

Al principio Colbert mostró sorpresa por esto y tuvo sus dudas de que lo que estuviera viendo fuese un embrión de lo que hubiera sido la primera prueba de que algunos de los dinosaurios no eran ovíparos sino vivíparos, es decir, que traían vivos al mundo a sus hijos. La apertura de la pelvis, según observó, era demasiado pequeña y podía permitir el paso de huevos, pero no de animales vivos.

Esto dejaba sólo una explicación alternativa. Colbert escribió: «La inevitable conclusión era que el Coelophysis fue un animal caníbal y en ocasiones se comía a sus propios hijos, exactamente como hacen algunos reptiles modernos. Una imagen no muy bella y agradable, pero sí realista».

Puesto que resultaba imposible realizar experimentos fisiológicos con los dinosaurios, largo tiempo extinguidos, Colbert decidió que lo más útil que podía hacerse era investigar a los más parecidos entre sus parientes vivos, como los cocodrilos y caimanes. Con Raymond B. Cowles, un zoólogo de la Universidad de California, y Charles M. Bogert, también zoólogo, pero perteneciente al Museo Americano, Colbert capturó trece caimanes, algunos de los cuales llegaban a alcanzar los dos metros de largo, y los colocaron fuera del agua bajo el ardiente sol de Florida.

Tomaron sus temperaturas a intervalos de diez minutos o menos. Cuando los caimanes alcanzaban temperaturas que probablemente hubieran causado su muerte, eran sacados del sol y conducidos a la sombra para que se enfriaran.

Los investigadores siguieron tomando sus temperaturas una y otra vez e, incluso, algunos de los animales fueron atados a marcos de madera para mantenerlos en posición erecta como la de los dinosaurios. Todo eso resultó excesivo para dos de estos animales, que murieron.

El experimentó sirvió para que Colbert y sus colegas establecieran que el aumento y la disminución de la temperatura estaba en relación directa con la masa del animal. Los caimanes pequeños se calentaban más rápidamente al sol y se enfriaban más pronto a la sombra. Los mayores sufrían ascensos de la temperatura más lentos, e igualmente lo eran sus descensos.

Colbert salió del experimento lleno de cardenales y pequeñas heridas por su lucha con los caimanes, pero con la impresión de que había encontrado una posible pista sobre el éxito de los dinosaurios.

Aunque presumiblemente eran animales de sangre fría, como todos los demás reptiles, tenían la capacidad, gracias a sus grandes masas, de retener el calor corporal por períodos muy largos, lo que les daba la ventaja de la sangre caliente, es decir, de temperatura constante, que los mamíferos y otras criaturas de sangre caliente consiguen gracias a su elevado metabolismo.

 Así los dinosaurios podían ser activos como los mamíferos sin ser animales de sangre caliente. Los experimentos de Colbert con los caimanes fueron introducidos como una prueba de gran valor en los debates sobre si estos animales eran de sangre caliente a diferencia de los reptiles modernos.

 Colbert también participó en otro descubrimiento que aportaría la prueba decisiva en nombre de un nuevo concepto científico que no sólo explica la ubicuidad de los animales del mesozoico, como los dinosaurios, sino que ilumina la historia dinámica de toda la Tierra.

No sería ésa la última vez que los intentos de resolver el enigma de los dinosaurios conducirían a sorprendentes teorías con respecto a la historia de la Tierra. En una expedición a la Antártida en 1969, Colbert, con Jim Jensen, encontró los huesos y el cráneo de un Lystrosaurus. Éste no era un dinosaurio sino una de las líneas más antiguas de reptiles que relevaron a los dinosaurios en la continua lucha por la supervivencia en la naturaleza.

Era uno de los terápsidos, reptiles de aspecto de mamíferos que Robert Broom sacó al primer plano científico a finales del siglo pasado, en África. Colbert se había pasado algún tiempo en el Sur de África estudiando a losterápsidos, entre los que se incluía el Lystrosaurus, un animal robusto, de cuatro patas y del tamaño de un perro grande, así que ya sabía lo que buscaba en la Antártida.

Si se encontraban en la Antártida los fósiles del triásico que ya habían sido encontrados en África esto podía considerarse como una prueba irrefutable de que Gondwana, el supercontinente del sur, había existido y, como respuesta a la presión de las placas tectónicas se había partido hacia finales del mesozoico.

Los científicos proclamaron el descubrimiento de Colbert-Jensen de un Lystrosaurus en otro continente como prueba irrefutable que señalaba la conexión de la Antártida con África, lo que daba mayor consistencia a la teoría de la deriva de los continentes. La interconexión de los continentes durante la mayor parte del mesozoico hacía más fácil entender por qué los dinosaurios, incluyendo muchas especies estrechamente emparentadas, existían en todo el mundo.

 Tan sólo en la Antártida no habían sido encontrados sus fósiles, hasta entonces, pero los científicos no se sentirían demasiado sorprendidos si un día, como ya ha ocurrido con elLytrosaurus, se encontraban allí fósiles de dinosaurios.

La nueva generación de paleontólogos no sólo ampliaría y extendería los anteriores logros, como por ejemplo con el hallazgo de esqueletos completos de Coelophysis, o con la revisión del recientemente recapitadoBrontosaurus, sino que pasarían al campo más complejo y controvertido de la evolución del dinosaurio y de las razones y causas de su éxito y su fracaso. En la actualidad parece más importante que nunca, y también más posible, el entendimiento de los terápsidos.

Estos animales dominaron la Tierra millones de años antes del auge de los dinosaurios. Tuvieron que ceder ante éstos y desaparecieron, pero no antes de que algunos de ellos sufrieran la trascendental transición de reptiles a los primeros mamíferos.

Fueron los antepasados de todo gato o murciélago, ballena o primate, e incluso de todos los seres humanos. Menos espectaculares en apariencia que la mayoría de los dinosaurios, los terápsidos nunca desataron la imaginación humana del modo como lo hicieron los dinosaurios. En 1981 se celebró, por vez primera, una conferencia de importancia dedicada al estudio de su evolución.

Pero el registro de fósiles de esos reptiles semejantes a los mamíferos y de sus antepasados es más completo que el de cualquier otro grupo de vertebrados terrestres, con la única excepción de los mamíferos del terciario. Fueron muy diversos y pasaron con éxito la evolución. Los antepasados de los terápsidos formaron el grupo de partida del género básico reptil hace ya más de trescientos millones de años, en el período carbonífero.




Los reptiles acababan de desarrollarse de los anfibios. Una línea progresó en un sentido que podríamos llamar convencional, en dirección hacia los reptiles para acabar convirtiéndose en cocodrilos y dinosaurios, serpientes y lagartos.

Otra línea, la subclase de los sinápsidos, de la clase de los reptiles, se convirtieron en reptiles con aspecto de mamíferos. Los primeros de ellos fueron los pelicosaurios, el más famoso de los cuales fue el Dimetrodon, dotado de una aleta dorsal como la del tiburón. Los terápsidosaparecieron en la Tierra hace unos 265 millones de años, al principio del pérmico, y hubieron de muchos tamaños y especies. Iban desde las dimensiones de una rata a las de un rinoceronte y, a veces, tenían formas ridículas.

John C. McLoughlin, en su libro Synapsida: A New Look into the Origen of Mammals, dijo: «Muchos de ellos nos hacen pensar que las fuerzas de la selección evolutiva hubieran sufrido un caso grave de delirium tremens durante el apogeo terápsido.»

Algunos eran herbívoros, otros carnívoros y otros omnívoros. En época muy temprana comenzaron a mostrar signos de tendencias mamíferas. Pasaron de una postura horizontal semejante a la de los lagartos, a una forma de caminar algo más erecta, con las cuatro patas balanceándose bajo el cuerpo.

El nombre de reptil, del latín reptilis, arrastrarse, empezó a convertirse en excesivamente restrictivo y pasó a ser, literalmente, como una descripción de los miembros extinguidos de esa amplia clase de animales. Aunque durante un siglo se supuso que los mamíferos descendían de los terápsidos, sólo hasta hace muy pocos años los científicos han tenido la certeza de esta vinculación.

 A partir de nuevos hallazgos de fósiles y de nuevas interpretaciones de anteriores descubrimientos, los científicos siguieron el rastro de los importantes pasos en la transición y determinaron que el momento decisivo debió de ocurrir a finales del triásico, hace unos 215 millones de años. Cráneos bien conservados de mamíferos de esa época, encontrados en el sur de China y en las reservas de los indios navajos en Arizona, Estados Unidos, resultaron pruebas muy importantes y reveladoras cuando fueron comparados con los cráneos de los terápsidos.

En 1982, en su libro Mammallike Reptiles and the Origin of Mammals, Thomas S. Kemp, de la Universidad de Oxford, escribió: «Éste es un ejemplo conocido en el que la evolución de una clase de vertebrados procedente de otra clase está bien documentada por los fósiles».

Fue en los cráneos, en particular en las mandíbulas, donde los científicos identificaron algunas de las más notables evidencias de que los terápsidos eran mamíferos en potencia, en tránsito evolutivo. Los fósiles terápsidos, encontrados en particular en África del Sur, en América del Sur y en Gran Bretaña, muestran el cambio que estaba teniendo lugar. Pero en los terápsidos no se encuentran algunas de las características que distinguen a los mamíferos de los reptiles.

 Tenían que desarrollar aún un cerebro mayor. De acuerdo con descubrimientos más recientes, elterápsido que parece más próximo a los antepasados directos de los mamíferos es un pequeño carnívoro conocido con el nombre de Probainognathus, cuyos fósiles se encontraron en los sedimentos del primitivo jurásico.

En sus días de crepúsculo, sólo sobrevivían las más pequeñas especies de los terápsidos. Al parecer, los animales de mayor tamaño no sobrevivieron a la extinción masiva que se produjo a finales del período pérmico.

Entre los más pequeños supervivientes emergió el Probainognathus y su descendiente o descendientes se desarrollaron hasta convertirse en, al menos, tres grupos de mamíferos primitivos: Morganucodon,Kuehneotherid y Amphilestid.

El último, dice Crompton que parece «haber vivido felizmente durante un tiempo y desaparecer quién sabe dónde». Sin embargo, los descendientes delMorganucodon se desarrollaron en líneas que llevaron al Platypus y otros mamíferos actuales que son ovíparos. El Kuehneotherid se cree que es el ascendiente de casi todos los demás tipos de mamíferos.

En la época de la transición de los terápsidos a los mamíferos, a finales del triásico o comienzos del jurásico, los dinosaurios ya se habían autoestablecido como los herederos inmediatos de losterápsidos en el sentido de que en esos días eran los tetrápodos dominantes.

Tetrápodo es el término científico que se emplea para los vertebrados terrestres y significa literalmente «cuadrúpedo».

Los dinosaurios surgieron de otra rama importante de los reptiles. Aparentemente deben su auge, en parte, a la extinción masiva ocurrida en el pérmico y, también, parece como si la época de los dinosaurios estuviera encerrada entre los paréntesis de dos tragedias globales. Pronto, después de la extinción del pérmico, comenzaron a proliferar algunos reptiles que habitaban en los pantanos y fangales, los tecodontos.

Tenían un aspecto parecido al de los modernos cocodrilos y un gran apetito por las restantes especies de losterápsidos. Con el tiempo los tecodontos pasaron y su existencia fue reemplazada, en el triásico, por los arcosaurios, los reptiles que reinarían durante el mesozoico.

Ramas procedentes del tronco del tecodonto constituyeron cuatro grupos principales de arcosaurios,-los crocodílidos y los pterosaurios, así como dos líneas de dinosaurios, los saurisquianos y losomithisquianos.

Entre los primeros omithisquianos se contaban los coelurosaurios, esos bípedos de cuerpo ligero y muy ágiles que representaba una notable diferencia en la norma de los reptiles. Uno de esos coelurosaurios eran el Coelophysis, cuyos huesos fueron encontrados de modo tan abundante por Edwin Colbert.

 Uno de los primeros saurisquianos, conocidos por elPlateosaurus, un animal de mucho mayor tamaño y un predecesor, en el triásico, delBrontosaurus y el Diplodocus, hallado, según se sabe, en las excavaciones realizadas en los años veinte por Friedrich von Huene, de la Universidad de Tubinga.

Muchos de los terápsidosprobablemente no significaban un desafío para aquellos predadores ágiles e imponentes. Los que se alimentaban de día y dormían de noche eran especialmente vulnerables para los dinosaurios en auge.

Los terápsidos que sobrevivieron durante el triásico, hasta que hicieron su transición a los mamíferos, debieron de haber encontrado algún nicho ecológico relativamente seguro. Por ejemplo, aquellos que evolucionaron mejoraron el sentido del oído y del olfato y podían, de algún modo, controlar la temperatura de sus cuerpos, rasgos peculiares de los mamíferos, y se convirtieron en criaturas nocturnas.

Aquellos que no pudieron adaptarse a la vida nocturna dejaron de existir. Por esa razón sobrevivieron aquellos terápsidos que tenían más características propias de los mamíferos y transmitieron sus genes a sus descendientes que se fueron haciendo cada vez más mamíferos hasta terminar siéndolo.

El legado de su estrategia de supervivencia se prolongó durante una gran parte del mesozoico. Los pequeños mamíferos que vivían a la sombra de los poderosos dinosaurios eran, generalmente, criaturas nocturnas.

Al comparar los terápsidos y los primitivos mamíferos con los dinosaurios, Robert T. Bakker define como divinas las razones de la «superioridad» de los dinosaurios en el mesozoico. Por lo corriente sólo se han conservado en estado fósil las partes duras (huesos y dientes) de los animales vertebrados.

Sin embargo, músculos, tendones, nervios y vasos sanguíneos, y en ocasiones algunos otros tejidos y órganos blandos dejaron su marca en la superficie de los huesos. Detallados análisis de la anatomía de diversos vertebrados vivos revelan cómo esos órganos blandos afectan las superficies de los huesos.

 A partir de esas interpretaciones se hace posible deducir algunas cosas de la actividad, fisiología e, incluso, de la conducta de animales que ahora nos son conocidos sólo por sus huesos fosilizados. Ese nuevo método de estudiar los vertebrados fósiles está aportando algunas pruebas que desafían muchas de las teorías sobre los hábitos y la ecología de uno de los grupos más populares de animales extinguidos, los dinosaurios.

Esas grandes bestias eran reptiles cuyos parientes más cercanos aún vivos son los modernos cocodrilos. Generalmente, los paleontólogos aceptaron que en todos los detalles de su vida, los dinosaurios eran simplemente cocodrilos, lagartos o caimanes que habían crecido más de lo normal.

Los crocodílidos y los lagártidos pasan gran parte de su tiempo inactivos, tomando el sol echados en la roca o el tronco más conveniente, y comparados con otros animales modernos, la mayor parte de los reptiles modernos son lentos y perezosos. De aquí viene que la reconstrucción de un dinosaurio como el Brontosaurus nos lo presente como una montaña de carne fláccida que se mueve a su alrededor sólo de forma lenta y poco frecuente.

Esta visión del dinosaurio, señalaba Bakker, presentaba un «problema que sumía en la perplejidad». ¿Cómo fue posible que estos lentos y perezosos dinosaurios dominaran a losterápsidos, que se estaban desarrollando activamente en la línea hacia los mamíferos y pudieron mantener sometidos a los mamíferos a lo largo del mesozoico?

 Bakker continuó mostrando evidencias basadas en las posturas y en los sistemas cardiovasculares de los dinosaurios que demostraban que aquellos animales fueron «criaturas ágiles, rápidas y llenas de energía y que vivían a un nivel fisiológico alto, sólo conseguido en todas partes entre los vertebrados terrestres por los mamíferos últimos y más avanzados».

Para ilustrar esta nueva visión del dinosaurio, Bakker dibujó para la primera página de la revista un boceto de una pareja de dinosaurios cornudos al galope, y dijo que eran capaces de alcanzar una velocidad de hasta cincuenta kilómetros por hora.

Al parecer había más vivacidad en los dinosaurios de la que los científicos les habían atribuido o imaginado corrientemente. En la conclusión Bakker escribió: “Ahora podemos comenzar a responder a la cuestión planteada al principio de este artículo: ¿por qué los reptiles con rasgos mamíferos perdieron en su competencia con los dinosaurios?”

Al parecer los mamíferos no adquirieron la forma más eficaz de locomoción erecta hasta bien entrado el período cretáceo, a finales de éste, es decir, cien millones de años después de que la lograran el evolucionado tecodonto y los primeros entre los dinosaurios.

En la actualidad, al pensar en los mamíferos nos los presentamos como criaturas ágiles, activas y llenas de energía mientras que a los reptiles los vemos como animales que, de acuerdo con su nombre, se arrastran, reptan, lentamente por el suelo.

 Sin embargo, lo cierto es que los dinosaurios y sus parientes consiguieron notables avances en su locomoción mucho antes de que los lograran los mamíferos, y la superioridad de sus extremidades fue sin duda el factor más importante en el éxito del arcosaurio y la extinción de los reptiles con características de mamífero.

 Ya bien entrada la noche, en un día de agosto de 1964, John Ostrom y su ayudante Grant E. Meyer recorrían una ladera en el sur de la Montana central, cerca de la ciudad de Bridger. Se trataba de una pradera, campos de yerba interrumpidos por lugares erosionados y situados entre colinas de pinos y enebros.

 Ostrom y Meyer acababan de examinar un lugar que pensaban convertir en sede de excavaciones al año siguiente e iban a lo largo de la ladera, de un terraplén erosionado a otro; se habían alejado ya unos setecientos metros del lugar elegido cuando vieron unas garras que sobresalían de la tierra.

Aquellos huesos habían estado allí años y años sin ser reconocidos. En cuestión de minutos pusieron al descubierto otras partes de aquella mano. Los diversos huesos de los dedos tenían la longitud aproximada de los dedos de un ser humano adulto. Las garras eran largas y afiladas. Ostrom y Meyer habían encontrado una poderosa mano con tres dedos prensiles.

También hallaron algunos dientes, los dientes afilados, de sierra, de lo que fuera un carnívoro. Al día siguiente regresaron provistos de otras herramientas más útiles que sus navajas, y los dos paleontólogos continuaron excavando hasta hacer un descubrimiento aún más excitante: los huesos perfectamente conservados de un pie.

Se lo quedaron mirando llenos de sorpresa. En todos los demás dinosaurios carnívoros los pies traseros son, por lo general, de forma parecida a los de las aves, con tres dedos principales y uno más pequeño en la parte interior o en la posterior del pie. Por lo general, esos tres dedos principales son iguales de forma, con el central algo más largo y los otros dos iguales entre sí en longitud y divergentes del central.

Es decir, en conjuntos semejantes a los de las aves. Pero el pie de la criatura que ellos habían encontrado difería del plan básico general. El dedo externo y el medio tenían la misma longitud y el más interno de los dedos principales salía hacia fuera «como un pulgar hinchado», dijo Ostrom. Este dedo interior era más largo que los demás y en lugar de tener una corta garra puntiaguda y triangular como los otros, estaba dotado de una garra larga y delgada con la forma curvada de una hoz.

Ostrom jamás había visto antes nada comparable a aquella terrible garra, pero podía imaginarse bien el uso que el animal debió de hacer de aquel instrumento. Para aquella criatura que vivió hace más de ciento veinticinco millones de años, Ostrom pensó el nombre de Deinonychus, que significa «garra terrible».

El Deinonychus es el más notable de los dinosaurios hasta ahora descubiertos. Casi todo lo relacionado con ese animal, sus brazos y piernas, sus terribles garras y su cola rígida, fue pronto presentado como prueba de la existencia de los dinosaurios rápidos, ágiles y dinámicos de Bakker.

La evidencia, según la vieron muchos paleontólogos, parecía abrumadora, pero el debate subsiguiente polarizaría la paleontología de los dinosaurios. ¿Formaban éstos un grupo de animales de sangre caliente como las aves y los mamíferos? ¿Era su metabolismo más parecido al de los mamíferos que al de los reptiles, lo que les daba capacidad para vivir una existencia más activa?

Ostrom, en su examen inicial del Deinonychus, comenzó a sospechar que ése podía ser el caso. Pero la idea, en sí, contradecía el punto de vista tradicional que presenta a los dinosaurios como criaturas tan perezosas y lentas como los reptiles, basándose en su anatomía ósea, que parece indicar que debieron de ser animales de sangre fría. Esta deducción lógica no fue discutida seriamente hasta que una nueva generación de paleontólogos empezó a contemplar a los dinosaurios, en especial al Deinonychus, bajo un nuevo ángulo.

Durante un período de tiempo demasiado largo los paleontólogos parecieron ciegos con respecto a los atributos no reptiles de los dinosaurios. Sólo porque un determinado animal fósil sea integrado en una clase particular no debe deducirse que posee todas las características y atributos de los miembros modernos de esa clase.

Al examinar los esqueletos, Ostrom llegó a la conclusión de que el Deinonychus era relativamente pequeño, en relación con otros dinosaurios y, además, también más ligero. Tenía una altura de un metro y medio aproximadamente y desde el hocico hasta la punta de la cola debía de medir dos metros y medio.

A juzgar por los huesos de sus extremidades y por sus vértebras, el animal en plenitud de su crecimiento no debía de pesar más de ochenta kilos. A juzgar por sus dientes era un carnívoro, y así fue clasificado con los dinosaurios saurisquianos, el mismo suborden que losTyrannosaurus. La estructura de las extremidades delanteras y de las manos mostraba claramente que el animal era forzosamente un bípedo y que no podía, en ningún caso, marchar a cuatro patas aunque hubiese querido hacerlo.

Al igual que muchos otros reptiles, elDeinonychus tenía una cola larga en relación con su longitud total, aproximadamente la mitad de ésta, pero, además, la cola terna una característica totalmente distinta a todo lo que Ostrom había visto hasta entonces. En su entera longitud la cola estaba como encajada en unos canutos óseos y paralelos, que no eran más que tendones osificados, como los que Dollo había hallado en los Iguanodontes belgas.

 Al principio, esto extrañó y llevó a error a Ostrom, hasta que se dio cuenta de que una cola rígida, que presumiblemente resultaba posible debido a las «varillas» osificadas, debía de haber sido muy importante para el Deinonychus.

Tal y como Ostrom se la representaba, aquella cola rígida podía ser movida hacia arriba y hacia abajo, hacia los lados y girando como las manecillas de un reloj. La cola, concluyó, era utilizada como un estabilizador dinámico, una especie de contrabalance o de equilibrador necesario para un animal bípedo muy activo y móvil.

 Eso, y otras evidencias halladas en el esqueleto, le indicaban a Ostrom que la postura de aquel bípedo era mucho más parecida a la de un avestruz, con el tronco mantenido casi en posición horizontal, el cuello curvado hacia arriba y la cola surgiendo recta por detrás.

 «En mi opinión -escribió Ostrom en 1969-, ésta resultaba una postura de aspecto mucho más natural que la postura del canguro, con la que se suele ilustrar generalmente a otros dinosaurios carnívoros, como el Allosaurus o el Tyrannosaurus».

 Añadió que si el esqueleto de esos gigantes hubiese estado tan bien preservado como los delDeinonychus, los científicos probablemente hubiesen podido observar que también ellos tenían con frecuencia sus colas levantadas y las utilizaban como contraequilibrio rígido, más que dejarlas arrastrar por el barro.

Si el Deinonychus andaba y corría sobre sus dos extremidades traseras esto hacía más notable aún la presencia de la terrible garra, una especie de espolón curvo, en cada pie. Podía esperarse esa especie de garra en una mano prensil, razonó Ostrom, pero no en el dedo de un pie que está en contacto con el suelo, lo cual hacía muy posible que se rompiera o despuntara, incluso que hiriera a su propio dueño y lo dejara indefenso.

Cada una de esas garras sobresalía unos diez o doce centímetros, ciertamente un arma defensiva de gran eficacia que, posiblemente, también podía ser utilizada para dar muerte y descuartizar a sus presas. «El sentido común nos dice que una hoja curvada como una hoz, afilada y fina sirve para cortar o desgarrar y no para excavar, subirse a los árboles o facilitar el desplazamiento en tierra», dijo Ostrom. Pero ¿cómo manejaba el animal esa arma tan letal?

 ¿Cómo la protegía cuando corría? A esta última cuestión los fósiles parecían ofrecer una respuesta directa. Las dos principales articulaciones del dedo interno, el que poseía la garra en cuestión, resultaban excepcionales en el sentido de que permitían que la garra pudiera ser alzada y desplazada hacia arriba y hacia atrás, con lo que se lograba separarla del suelo.

Las articulaciones de los otros dedos de las patas traseras no eran retráctiles. La respuesta a la otra pregunta, la de cómo utilizaba el animal la garra, llevó a Ostrom a interpretaciones que señalan la importancia delDeinonychus para los paleontólogos.

 «A nadie nos sorprende ver cómo un águila o un halcón golpean con sus espolones al saltar o se mantienen de pie sobre una pata y golpean con el espolón de la otra -escribió Ostrom -, pero resulta ridículo imaginarse a un lagarto o a un cocodrilo (o cualquier otro de los modernos reptiles) irguiéndose sobre sus patas traseras para lanzarse al ataque, simplemente porque los reptiles son incapaces de tan complicadas maniobras, de esos juegos de equilibrio tan delicados, por falta de agilidad, como también son incapaces de una actividad tan exigente metabólicamente. Como sabemos, los reptiles son animales lentos y perezosos que se arrastran o permanecen inactivos la mayor parte del tiempo».

La garra en forma de hoja de hoz requería del Deinonychus que hiciera precisamente lo mismo que el águila oel halcón, es decir, que atacara con uno o con ambos pies a la vez. Eso no tiene nada que ver con el andar o el correr o el permanecer de pie, pero podía explicar la utilidad de la cola como elemento equilibrador. Sugiere, además, la existencia de una bioenergía impropia de un reptil que resultaba necesaria para poder mantener una lucha de ese tipo.

Ostrom llegó a la siguiente conclusión: «Esa criatura debía de estar de pie o saltar sobre un pie u otro mientras golpeaba con el opuesto. Tal equilibrio y agilidad son desconocidos en cualquiera de los actuales reptiles vivos». El examen de los brazos y de sus largas manos prensiles parecen haber reforzado la opinión de Ostrom de que el Deinonychus era un depredador inteligente.

La articulación de la muñeca giraba para permitir que las manos se volvieran una hacia la otra. De ese modo el animal podía sujetar la presa con las manos y trabajar con ambas en conjunción. Eso es algo que sólo pueden hacer los seres humanos y algunos otros mamíferos. ElDeinonychus y algunas especies emparentadas con él eran los únicos dinosaurios que, por lo que se sabe, tuvieron esa especial movilidad de las muñecas.

La resonancia de los informes de Ostrom de 1969 sobre el Deinonychus y el metabolismo de los dinosaurios aún continúa teniendo eco en los estudios sobre el dinosaurio. En un informe en el Bulletin del Museo Peabody, Ostrom resume las consecuencias que pudo deducir de los esqueletos que había descubierto en Montana.

Escribió: «El pie del Deinonychus es, posiblemente, la prueba más reveladora, desde el punto de vista anatómico, de los hábitos de los dinosaurios en el sentido de que éstos debieron de ser cualquier cosa, pero no “reptiles” en su conducta, en sus reacciones y en su forma de vida. Este dinosaurio tuvo que ser un animal de carrera rápida, altamente predador, extremadamente ágil y muy activo, sensible a muchos estímulos y rápido en sus reacciones de respuesta.

Esto, a su vez, indica un nivel de actividad poco corriente para un reptil y sugiere la existencia de un ritmo metabólico alto. Las pruebas en favor de esa teoría radican principalmente, aunque no de modo exclusivo, en el pie».

 Es bien sabido, observó Ostrom, que los peces, los anfibios y los reptiles modernos son lo que se ha dado en llamar animales de sangre fría. El término «sangre fría» significa que la temperatura del animal fluctúa de acuerdo con la del ambiente que lo rodea. El animal de sangre fría carece de un mecanismo interno que le permita elevar o descender su temperatura muy por encima o por debajo de la ambiental.




 La mayor parte de los reptiles están inactivos en el frío de la noche y tienen que esperar a que salga el sol para calentarse y conseguir energías para la caza cotidiana. Puesto que su principal fuente de calor es externa, los reptiles y otros de los llamados animales de sangre fría son ectotermos. Cuando los ectotermos comienzan a estar demasiado calientes, tienen que buscar la sombra.

 Siempre dependen de la temperatura y deben actuar de acuerdo a sus fluctuaciones. En contraste, los animales de sangre caliente, mamíferos y aves, tienen mecanismos internos de regulación de la temperatura corporal, que mantienen aproximadamente al mismo nivel, con independencia de las condiciones externas. Estos animales son conocidos como endotermos.

Los seres humanos, salvo en casos de enfermedad, mantienen una temperatura de 37,1 grados centígrados. La mayor parte de los otros mamíferos operan a temperaturas comparables, mientras que las aves tienen, por lo general, temperaturas algo más elevadas, en torno a los 40 grados centígrados.

Muchos endotermos sudan y jadean para ayudarse a rebajar la temperatura y mantenerse frescos o tienen capas de pelo o de plumas para evitar la pérdida del calor corporal.

Pero el mecanismo principal de la endotermia es un metabolismo básico elevado. Todas las células vivas generan una pequeña cantidad de calor como producto secundario de los procesos químicos que se dan en su interior, y en los mamíferos y las aves ese proceso, conocido como metabolismo, es al menos cuatro veces superior en actividad a los ectotermos de cuerpo y temperaturas comparables.

Como consecuencia los endotermos pueden ponerse en acción en casi cualquier condición climatológica, mientras que los ectotermos están gravemente influenciados y limitados por las condiciones ambientales que los rodean.

Es esta dependencia climática de los ectotermos, dijo Ostrom, la que hace a estos animales muy útiles para la interpretación paleoclimatológica. Si los dinosaurios eran ectotermos, de acuerdo con las anteriores presunciones, entonces los millones de años durante los cuales vivieron debieron de ser tiempos de un clima suave a extensión mundial.

Sólo en un medio ambiente suave y equilibrado, sin grandes altibajos, esos reptiles pudieron haber prosperado en tal número y en lugares que al parecer se extendían por toda la Tierra, hasta el límite de las regiones polares. Se puede presumir que no hubieran soportado cambios estacionales extremos.

Sin embargo, aunque el hallazgo de polen y de fósiles invertebrados tiende a apoyar la idea de que el mesozoico se caracterizó por una climatología suave, Ostrom arguye que los paleontólogos no deben recurrir a los dinosaurios para corroborar esa evidencia.

Afirmó que los dinosaurios son inútiles como indicador termal, porque hay motivos para cuestionar la presunción de que su metabolismo era reptiliano, es decir, su ectotermia. Ostrom declaró: «Hay pruebas considerables e impresionantes, si no decisivas, de que muchos tipos de los antiguos reptiles se caracterizaban por poseer un nivel de metabolismo comparable al de los mamíferos o las aves».

El Deinonychus y, aparentemente, muchos otros dinosaurios, al igual que hacen los bípedos o los cuadrúpedos, se mantenían erectos con los pies directamente bajo el cuerpo y no extendidos y despatarrados por fuera, como es característico en los reptiles actuales.

Ningún ectotermo vivo tiene una postura semejante. Si fuera así estarían en condiciones de correr con mayor rapidez y recorrer mayores distancias de lo que lo hacen. Al menos algunos dinosaurios eran ligeros de pies.

Las largas extremidades del Deinonychus, y de algunos otros dinosaurios, a deducir de lo que indican sus fósiles, fueron rápidos corredores. «La evidencia parece indicar -dijo Ostrom- que la postura y la locomoción erectas probablemente no son posibles sin un metabolismo elevado y una alta y uniforme temperatura corporal».

Con ello no afirma claramente que los dinosaurios fueran animales endotermos. Podían haber sido, también, homeotermos, es decir, capaces de mantener una temperatura corporal constante por cualquier otro método, externo o interno.

Tanto si eran homeotermos como, posiblemente, endotermos, afirma Ostrom, lo cierto es que los dinosaurios fueron unos animales extremadamente activos, cuyos mecanismos bioenergéticos los apartaban, al parecer, del mundo de los reptiles corrientes. Muchos paleontólogos encontraron inaceptable la idea de que los dinosaurios fuesen animales de sangre caliente.

Otros, por el contrario, la encontraron liberadora, puesto que ofrecía un modelo de fisiología del dinosaurio que podía explicar su prolongado éxito y, posiblemente, incluso su extinción. La reconstrucción de la fisiología térmica de los animales extinguidos no es asunto fácil. En los fósiles no hay nada que aporte información sobre cómo regulaban los dinosaurios la temperatura de sus cuerpos.

Todas las pruebas aportadas en favor o en contra de la hipótesis endotérmica están derivadas de las deducciones científicas extraídas de los huesos de los dinosaurios. Los resultados han sido sorprendentes. Distintas interpretaciones de los mismos huesos producen hipótesis y suposiciones en conflicto.

La observación microscópica de los huesos del dinosaurio aporta pruebas que parecen apoyar las ideas de Ostrom. Ya en 1957 los paleontólogos se mostraron extrañados cuando encontraron en los huesos de los dinosaurios una red de delgados vasos sanguíneos (conductos de Havers) penetrantes destinados a aportar al tejido óseo cantidad abundante de sangre rica en nutrientes.

Estos huesos con una red de delgados vasos sanguíneos son capaces de un crecimiento rápido y son indicadores, además, de la existencia de un nivel de metabolismo elevado.

En 1968, Armand de Ricqles, un anatomista y paleontólogo de la Universidad de París, comenzó a informar de los resultados de estudios más detallados de los tejidos óseos y llegó a la conclusión de que aquel denso tejido de conductos de Havers indicaba «niveles de intercambio de fluidos hueso-cuerpo que, al menos, se aproximaban al de los grandes mamíferos vivos en la actualidad».

Esto, en principio, parece ser la prueba más directa que sugiere, como dice Ricqles, «altos niveles de metabolismo y, en consecuencia, la endotermia entre los dinosaurios».

Ostrom continuó basando sus hipótesis en el hecho de que la postura erecta y el modo de andar que de ella se deriva sólo se da en animales endotérmicos, mamíferos y aves. Pero reconoce que las críticas que se le hacen tienen un punto de razón cuando arguyen que no existe una relación de causa-efecto entre la postura y la fisiología, ni nunca fue establecida.

Sin embargo, insiste, «la correlación entre postura y endotermia o ectotermia es, virtualmente, absoluta y seguramente no se trata de una mera coincidencia». Adelanta otra línea de evidencia indirecta relacionada con la postura erguida.

Citando las investigaciones de Roger S. Seymour, un zoólogo de la Universidad de Adelaida, en Australia, Ostrom observa que la mayor distancia vertical entre el corazón y el cerebro de un animal requiere una presión sanguínea mayor. La presión sanguínea de la jirafa es doble de la del ser humano.

En el caso delBrachiosaurus, para tomar un ejemplo extremo entre los dinosaurios, la distancia entre el corazón y el cerebro era de aproximadamente seis metros. Para bombear sangre a esa distancia, e incluso a otras notablemente menores, en un animal con postura erguida, dice Ostrom, se requeriría un corazón de cuatro ventrículos, muy avanzado, lo que constituye una característica de los animales endotérmicos.

Owen, en 1841, se preguntó si no era posible que los dinosaurios hubieran tenido un corazón de cuatro ventrículos, pero no siguió investigando en este sentido. Los cocodrilos tienen una versión imperfecta de este corazón de cuatro ventrículos, lo que parece indicar que no puede desecharse esa versión en los saurios primitivos.

La distancia cerebro-corazón no prueba que los dinosaurios fueran endotermos, como observa Seymour, pero ayuda a pensarlo así el hecho de que muchos de ellos tenían necesidad de un corazón y un sistema circulatorio capaz de mantener una fisiología endotérmica.

En contraste con las precavidas deducciones de Ostrom y sus concesiones a la crítica, un antiguo discípula, Robert Bakker, afirmó que la hipótesis en favor de la endotermia de los dinosaurios era decisivo. Los animales de sangre caliente pagan un alto precio por el metabolismo que los mantiene en un estado constante de disposición a la acción.

Tienen que comer más y eso significa tener que pasarse más tiempo pastando o cazando. Un león consume su peso en alimentos cada siete o diez días, mientras que el dragón de Komodo, un lagarto carnívoro, come su peso en alimentos sólo cada sesenta días. Esto significa que una determinada cantidad de carne podrá alimentar a un mayor número de carnívoros ectotérmicos que endotérmicos.

Consecuentemente Bakker estableció la relación entre las poblaciones de presas y de carnívoros depredadores, tal y como se mostraba en los fósiles de finales del cretáceo. Examinando varias colecciones de fósiles, separando los predadores de sus presas por los dientes y maxilares y calculando el probable peso del cuerpo, Bakker intentó determinar el porcentaje de predadores en la totalidad de población fósil. 
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