viernes, 28 de diciembre de 2018

¿Sabemos algo de los Dinosaurios, los antiguos dueños de la Tierra? (II)

Las estaciones eran las eras: precámbrica, paleozoica, mesozoica y cenozoica. Las divisiones, con excepción de la precambriana, fueron propuestas en la década 1840-1850 por John Phillips, sobrino y aprendiz de William Smith. 

Reflejaban las claras transiciones de un período a otro, subrayadas por extinciones masivas, por el paso de un sistema de vida predominante a otro, tales como la vida primitiva del paleozoico, los grandes reptiles del mesozoico y los mamíferos del cenozoico.

Anteriormente, en la era precámbrica, que abarcaba el período que va desde la formación de la Tierra hasta la aparición de vida multicelular abundante, los estratos contenian un número muy escaso de fósiles. Los meses del tiempo geológico son las divisiones que ahora conocemos como períodos. Son, siguiendo el orden de antigüedad: cámbrico, ordovícico, silúrico, devónico, carbonífero y pérmico, todas ellas divisiones de la era paleozoica.

En los Estados Unidos las formaciones carboníferas se clasifican como los períodos mississípico y pensilvánico. Por lo general, los períodos llevan los nombres de las zonas en los que fueron estudiados detalladamente por vez primera. Los períodos ordovícico y silúrico, por ejemplo, llevan los nombres de antiguas tribus galesas.

Cámbrico deriva del nombre romano de Gales; pérmico, de la provincia de Perm, en Rusia; devónico, de Devonshire. El carbonífero es un nombre claramente descriptivo, el «período del carbón», o los estratos en los cuales se encuentra carbón. Para los cazadores de dinosaurios los tres períodos más importantes son los del mesozoico: triásico, jurásico y cretáceo.




Toman sus nombres de los estratos del sur de Alemania, con una estructura claramente tripartida de sus rocas; de las montañas del Jura y de la palabra latina que significa cal o greda, debido a La composición calcárea de los estratos en las cercanías de París que sirvieron para definir y categorizar al período. El cenozoico está dividido en dos períodos principales: terciario y cuaternario.

Debido a la gran abundancia de fósiles hallados, esos dos períodos pasaron a ser subdivididos en épocas conocidas por paleoceno, eoceno, oligoceno, mioceno, plioceno, pleistoceno, la época de la más reciente de las eras glaciales, y holoceno, que incluye los últimos diez mil años hasta el momento presente.

Sin embargo, éste era un calendario sin fechas. Dado que los geólogos no podían asignar unas edades absolutas a los estratos, los paleontólogos que hicieron los más importantes descubrimientos relacionados con el dinosaurio en el siglo XIX y ya entrado el XX sólo sabían que esas criaturas vivieron en uno u otro de los períodos del mesozoico.

Podían decir, por ejemplo, que los pequeños coelosaurios procedían de rocas que indicaban que habían vivido en el triásico. Igualmente pudieron asignar los Aliosaurus, Brontosaurus y Stegosaurus al jurásico. ElIguanodon y el Tyrannosaurus eran definitivamente criaturas del cretáceo.

Así, los paleontólogos saben cómo situar los distintos dinosaurios en la sucesión del tiempo, pero se encontraban absolutamente perdidos a la hora de determinar las edades absolutas de esos períodos en los que predominaron los dinosaurios. Es lo mismo que si los historiadores conocieran sólo edades relativas y tuvieran que limitarse a situar el descubrimiento de América en un período sin fecha concreta situado entre las cruzadas y la revolución industrial.

Los científicos que trataron de calcular la edad absoluta de la Tierra se presentaron con distintas respuestas, ninguna de ellas satisfactoria. Los cálculos efectuados ni siquiera se aproximaban a la verdadera edad del planeta, pero nadie podía estar seguro de ello hasta que los científicos se dieron cuenta de que las rocas contenían en sí su propio «reloj» atómico que estaba en marcha desde el momento mismo de su formación.

 En 1905, Bertram Boltwood, un químico de la Universidad de Yale, observó una relación entre el uranio y el plomo. Los átomos del mismo elemento, con diferentes pesos atómicos, debido a las variaciones en el número de electrones, se llaman isótopos.

La decadencia radiactiva es un proceso espontáneo en el cual un isótopo de un elemento madre pierde partículas de su núcleo para formar un isótopo de un nuevo elemento hijo. Algunos isótopos que se degeneran lentamente son utilizados como relojes atómicos. La degeneración del uranio, un fenómeno recientemente descubierto, produce plomo.

La cantidad de plomo mezclada con el uranio ofrecería una medida del tiempo transcurrido desde la formación del mineral. Muestras de rocas de las antiguas formaciones, contenían una proporción menor de uranio en relación con el plomo que aquellas otras formaciones posteriores, es decir, más jóvenes. Formaciones de la misma edad fósil mantenían la misma relación plomo-uranio.

Otro reloj atómico que en la actualidad es de utilidad para los geólogos se basa en la relación de los isótopos de torio y plomo, de rubidium y estroncio, y del potasio con el argón. Cuando Emest Rutheford, un físico nacido en Nueva Zelanda, calculó el ritmo del cambio del uranio al plomo, los científicos comenzaron con sus primeros intentos de obtener la edad radiométrica de la roca y de la propia Tierra.

 La edad calculada por Boltwood ascendía hasta los dos mil millones de años. Posteriores mejoras y perfeccionamientos en el método, conjuntamente con la creación de instrumentos analíticos más sofisticados, produjeron un aumento progresivo de la edad calculada para la Tierra. Un libro sobre geología publicado poco antes de la segunda guerra mundial informó de una edad de tres mil millones de años.

Un texto de los años 1950-1960 habló de los 4 500 millones de años. En la actualidad, con una certeza que nunca fue posible con anterioridad, la edad fijada es de 4600 millones de años. Los «relojes atómicos» en las rocas, permitieron a los científicos asignar fechas absolutas al calendario del tiempo geológico: 590 millones de años para el comienzo del mesozoico; y 65 millones para el final del cretáceo y de los dinosaurios. James Hutton descubrió la magnitud del tiempo geológico y William Smith aprendió a leer los estratos y los fósiles.

Al Megalosaurus de Buckland y al Iguanodon y el Hylaeosaurus de Mantell, siguieron nuevos descubrimientos. Para 1841, a esa serie de reptiles arcaicos se unieron el Macrodontonphion, elThecodontosaurus, el Paleosaurus, el Plateosaurus, el Cladeidon y el Cetiosaurus y sus restos fósiles trataban de decir a los científicos algo sobre la vida en el mesozoico.

Esas criaturas recién descubiertas parecían ser lo suficientemente distintas de los reptiles modernos o de los gigantes marinos, como el Mosasaurus de Cuvier o el Ichthyosaurus de Mary Anning, como para merecerse un nombre familiar para ellos solos.

Y así pasaron a ser conocidos colectivamente por el nombre más fácil de pronunciar de Dinosauria, es decir, de dinosaurios. Ese nombre se debe a la inspiración de Richard Owen, un brillante especialista en anatomía y paleontología, a quien en su tiempo se le llamó el Cuvier inglés. Su ascensión hasta tan altas cumbres profesionales fue muy rápido. Fue él quien dio nombre a los dos fósiles descubiertos más recientemente: elCladeidon, del triásico, y el Cetiosaurus, del jurásico.

En la reunión anual de la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias, celebrada en Plymouth el 2 de agosto de 1841. Owen expresó muchos reparos con respecto a los reptiles fósiles, en particular sobre elIguanodon, el Megalosauros y el Hylaeosaurus. Eran, indudablemente, criaturas gigantescas pero, ¿se trataba de lagartos gigantes? Aunque ya Mantell había conjeturado que eran algo distintos de los otros reptiles arcaicos, eran muchos los científicos que los consideraban simplemente como lagartos excesivamente desarrollados.

En su escrutinio de los fósiles, Owen observó muchas características que, así se lo dijo a su audiencia en Plymouth, le «ofrecían suficientes motivos para establecer una tribu o suborden distinto de reptiles saurios» para los cuales propuso el nombre dinosaurios {Dinosaurio). Owen acuñó ese nombre a partir del griegodeinos, que significa «terrible» o «espantosamente grande» y sauros que significa lagarto o reptil.

Dinosaurio, el terrible lagarto. Owen estableció sus razones para una nueva clasificación de la vida animal extinguida. Su principal argumento era que, a diferencia de otros saurios gigantes, aquéllos eran criaturas terrestres más que acuáticas.

Otra diferencia era que, en contraste con otros reptiles, tenían la característica común de poseer cinco vértebras fundidas en el cinturón pélvico. Sus enormes esqueletos, ya que aún no habían sido descubiertos los pequeños dinosaurios, sugerían que tenían cuerpos más masivos y pesados que los alargados lagartos y mosasaurios.

A Owen le recordaban a los mamíferos paquidermos. «De la forma y el tamaño de las costillas -dijo- se deduce que su tronco era más ancho y grueso en sus proporciones que el de los saurios modernos y, sin duda, se alzaba del suelo apoyado en extremidades proporcionalmente más anchas y en especial más largas, de modo que el aspecto general del Megalosaurus en vida debía de parecerse proporcionalmente a los grandes mamíferos cuadrúpedos que ahora pueblan la Tierra, y que debieron de ocupar en la era olítica (los tiempos antiguos cuando ciertas rocas, como la piedra caliza, se sedimentaron) el lugar que hasta entonces tenían los grandes reptiles del extinguido orden de los dinosaurios»

Owen propuso que los cálculos de sus dimensiones se basaran en el tamaño y el número de las vértebras, un método que aún se sigue empleando en la actualidad.

Eso nos da una longitud para el Iguanodon de ocho metros, y de nueve metros para el Megalosaurus.

Aunque creía que las especies habían cambiado con el paso del tiempo, Owen estaba convencido de que cada uno de los animales dentro de uno de los grandes grupos eran variaciones de un mismo tema, del «arquetipo ideal» y de que la «mente divina que había planeado el arquetipo también conocía anticipadamente todas sus modificaciones».

 Su evolución planeada era antitética a las ideas de Jean Baptiste Lamarck, contemporáneo de Cuvier. Lamarck creía en la evolución, pero no en la extinción; las especies no desaparecían sino que iban cambiando gradualmente, transformándose en algo diferente y, a su juicio, mejor.

Aunque Darwin aún tenía que publicar su teoría, la evolución era ya materia discutida en el campo científico. Aquellos que seguían creyendo que Dios había creado las especies en sus formas presentes e invariables, o los que, como Owen, creían que Dios «preconocía» todas las modificaciones, dirigieron el ataque contra el esquema de Lamarck sobre las cosas.

En 1809 Lamarck había postulado la existencia de una tendencia intrínseca de todos los organismos hacia la perfección, por lo que se desarrollaban progresivamente desde las formas más simples hacia las más complejas. Ésta era la tendencia «observada» en la naturaleza. Pero no era ésa la forma como Owen la veía cuando contempló los fósiles de lo que él llamaría dinosaurios.

Si de veras existía como afirmaba Lamarck un ascenso de la simplicidad a la complejidad, argüía Owen, los principales reptiles que en la actualidad poblaban el mundo no serían unas criaturas comparativamente tan pequeñas. Los fósiles del Iguanodon y del Megalosaurus, afirmaba, revelaban que los dinosaurios eran «la cumbre de la creación reptiliana» y la «más cercana aproximación a los mamíferos».

 Pero, ¿dónde estaban los dinosaurios? Muertos hacía ya mucho tiempo, y todos y cada uno de los tipos de reptiles que los habían sucedido eran criaturas mucho más simples y menos evolucionadas que ellos. Si esto era evolución, se trataba de una evolución retrógrada. Owen estaba exponiendo un punto débil en la teoría de Lamarck, en su concepto de la evolución.

Con satisfacción, porque sabía la importancia de su argumento, Owen subrayó enfáticamente la superioridad de los dinosaurios sobre otros reptiles. Adrián J. Desmond, en The Hot-Blooded Dinosaurs, escribió: «Literalmente Owen pobló su tierra mesozoica con dinosaurios como una estrategia contra los evolucionistas».

Owen siguió adelante y declaró que los dinosaurios no se habían desarrollado a partir de un orden más bajo de reptiles, sino que habían sido creados por Dios. Más aún, Dios los había colocado en la Tierra en un tiempo particular del mesozoico porque reinaban condiciones especiales que les eran muy favorables. Debido a la abundancia de grandes reptiles y a la ausencia de todo mamífero de importancia, Owen llegó a la conclusión de que la atmósfera mesozoica era deficiente en oxígeno.

Razonó que los reptiles, al ser animales de sangre fría y menos energéticos, requerían menos oxígeno que los mamíferos de sangre caliente. Posiblemente, una «vigorización» de la atmósfera, con más oxígeno, hizo la Tierra inhabitable para los dinosaurios.

Ésta parece ser la primera teoría para explicar la extinción de los dinosaurios, aunque, ciertamente, no habría de ser la última. Hacia el final de su informe, Owen introdujo algunas ideas provocativas sobre el metabolismo de los dinosaurios. Los dinosaurios, dijo, es posible que tuvieran una vida más vigorosa que la que se asocia con los reptiles.

Su «estructura torácica» indicaba que debieron de tener un corazón con cuatro cámaras, más parecido al de los mamíferos y las aves que al corazón con tres cámaras de reptiles. «Su superior adaptación a la vida terrestre», dijo Owen, era una prueba más de que tenían que «disfrutar de la función de un órgano central de la circulación altamente organizado en un grado bastante aproximado al que ahora caracteriza a los vertebrados de sangre caliente». Richard Owen había presentado el primer informe inteligible y generalizado sobre los dinosaurios.




Posiblemente sólo un hombre de su arrogancia se hubiera atrevido a sacar tan amplias deducciones de tan pocos huesos, que representaban los restos parciales de no más de nueve géneros de reptiles arcaicos. Sin embargo, cualesquiera que fueran sus motivos, pese a la debilidad de algunas de sus pruebas, aquel día de 1841, Owen «creó» el dinosaurio.

Apropiadamente Owen aisló al dinosaurio y lo separó de la tipificación usual de los reptiles. Pero casi nada de lo que se sabe sobre ellos parece indicar que constituyan un grupo natural único. Desde el pasado siglo XIX, por el contrario, la mayor parte de los científicos han llegado a la conclusión de que los llamados dinosaurios consisten en dos grupos separados que estaban emparentados muy lejanamente. Estos grupos eran los saurischias y los ornitichias.

Como los nombres sugieren, ambos grupos tenían anatomías claramente diferenciadas que posiblemente los hacían no estar más relacionados entre sí de lo que puedan estarlo con otros miembros del árbol genealógico de los reptiles, como los cocodrilos o los pterosaurios. Conjuntamente, los saurischias y los ornitichias, los crocodílidos y los pterosaurios son miembros de un amplio conjunto conocido como archisaurios. Estos cuatro órdenes se desarrollaron a partir de los más primitivos de ellos, los tecodontes.

De los archisaurios, sólo algunos crocodílidos -los aligátores y los cocodrilos del Ganges, así como los auténticos cocodrilos- han sobrevivido hasta la actualidad. Los archisaurios son descritos diversamente como un superorden o una subclase de los reptiles. El Tyrannosaurus rex era un lagártido (saurischia), bípedo (pterópodo), y un animal carnívoro (camosauria). No hay nada que indique que fuese realmente un dinosaurio.

Los Homo sapiens son (somos) vertebrados que alimentan a sus hijos con leche procedente de las glándulas mamarias de sus hembras (mamíferos), desarrollan a sus hijos in útero tienen manos y pies con cinco dedos, dotados de uñas en vez de garras, como los primates, tienen visión dirigida hacia adelante y gran cerebro, poseen extremidades superiores especializadas para la manipulación y son bípedos para de ese modo poder cazar utilizando armas que sostienen en sus extremidades anteriores.

Los dinosaurios, tanto sauriquianos como omitisquianos, comparten una característica que falta en los demás reptiles. Todos se alzan en posición «completamente erecta» con sus patas traseras soportando el peso de cuerpo por detrás.

En esto son más parecidos a los mamíferos primates que a los reptiles. La mayor parte de los restantes reptiles son reptadores, con sus extremidades proyectándose a los lados del cuerpo. Los actuales cocodrilos se colocan en una postura semierecta sólo cuando quieren correr trotando, lo cual no es frecuente.

 La estructura de los miembros que soportaban a los dinosaurios en su postura erecta les permitió, también, a muchos de ellos, desarrollarse en auténticos bípedos, es decir, a mantenerse de pie sobre sus dos patas traseras. En este aspecto eran muy distintos de los restantes reptiles y más parecidos a los primates.

Alan Charig, un paleontólogo británico, encuentra en esto «cierta justificación» para el uso del término popular «dinosaurio», para denominar tanto al sauriquiano como al omitisquiano. Un escultor, Benjamín Waterhouse Hawkins trataba de «revivir el mundo antiguo».

Trabajando en estrecha colaboración con Owen, Hawkins dio forma con cemento, piedra, ladrillos y hierro a reproducciones de tamaño natural de anfibios, cocodrilos y plesiosáuridos extinguidos, así como a tres dinosaurios a los que dedicó su mayor atención, el Iguanodon yel Megalosaurus Con ello Hawkins creó la falsa ilusión de que el hombre moderno sabía más sobre aquellas bestias de lo que en realidad conocía.

Sospechosamente, algunas de las reproducciones parecían ranas y tortugas aumentadas de tamaño. El Iguanodon tenía el aspecto de un rinoceronte reptil, pues Hawkins perpetuó el error de Mantell poniendo un cuerno sobre el hocico de aquella criatura. Se representó al Iguanodon y al Megalosaurus como si fueran animales que anduvieran a cuatro patas, pues los científicos aún no habían descubierto su sorprendente bipedalidad, que se creía patrimonio de los primates.

 La revista Punch, en un artículo titulado «Diversión en un fósil», ignoraba la naturaleza herbívora del Iguanodon al declarar: «Nos congratulamos de la compañía (de los científicos) en la era en la que vivimos, porque si hubiera sido en un período geológico anterior es muy posible que hubieran ocupado el interior del Iguanodon, pero no para cenar allí».

¿Por qué los dinosaurios fascinan tanto a la humanidad?

Uno de los temas principales de la mitología son los héroes Beowulf, Sigfrido o San Jorge luchando contra un dragón. Es el combate contra fuerzas misteriosas. Casi invariablemente el símbolo del terror es un animal enorme, fundamentalmente un reptil.

Los dinosaurios tienen tanto parecido con los míticos dragones que tal vez inspiraron su leyenda.

Encuentros entre seres prehumanos y dinosaurios en un pasado remoto debieron de dejar cicatrices indelebles en la psique humana. Algunas de las primeras descripciones de los grandes reptiles alimentaron la creencia en el parecido entre dinosaurios y dragones.

En 1840, un año antes del informe de Owen, un geólogo británico llamado Thomas Hawkins publicó The Book of Great Sea Dragons, que estaba basado, sin demasiada conexión, en los descubrimientos de Cuvier, Anning, Buckland y Mantell. Las ilustraciones del libro mostraban reptiles monstruosos de la tierra, las aguas y el aire luchando en siniestros paisajes.

 Esas ilustraciones le recuerdan a un escritor, L. Sprague de Camp, la leyenda de los dragones medievales de tal modo que, al verlas, «uno casi espera ver aparecer en escena a un caballero armado de punta en blanco». Paleontólogos e incluso científicos, analistas de la conducta, parecen encontrarse perdidos a la hora de explicar el porqué de la influencia que los dinosaurios ejercen sobre la psique humana.

Debe de ser alguna razón elemental puesto que son los niños los que con más facilidad se sienten subyugados por los dinosaurios y a una edad muy temprana. Los dinosaurios son enormes y terroríficos, alimentan las fantasías.

El tamaño y la ferocidad pueden ser un factor de su popularidad porque los dinosaurios de pequeño tamaño apenas si son mencionados. Y todas esas criaturas fueron reales lo que, al parecer, las hace más terribles y excitantes que las criaturas imaginarias de los cómics. Parece evidente que los dinosaurios satisfacen una necesidad humana de misterio y aventuras.

En su libro Huntingfor Dinosaurs, publicado en 1969, Zofia Kielan-Jaworowska, una eminente paleontóloga polaca, escribió: “Ningún científico familiarizado con la aventura intelectual de estudiar animales de un pasado remoto, tendrá la menor vacilación en afirmar que el viajar millones de años en el pasado, que es lo que significa el estudio de la paleontología, resulta mucho más fascinante que el más exótico de los viajes geográficos que estamos en condiciones de realizar en la actualidad.

El estudio de animales que vivieron en la Tierra hace millones de años no es, simplemente, el estudio de su anatomía, sino en primer lugar, y sobre todo, un estudio del transcurso de la evolución en la Tierra y de las leyes que la gobiernan“.

El estudio de la evolución de animales que habitaron la Tierra durante millones de años y el compararla con la historia de la humanidad -tan breve a escala geológica- coloca la posición del hombre en el mundo de los seres vivos en su auténtica perspectiva y ayuda a contrarrestar las ideas antropocéntricas.

De todos los animales prehumanos, las criaturas a las que Owen llamó dinosaurios, y que Hawkins revivió en piedra, se hicieron irresistibles para el público y, también, para un número cada vez mayor de científicos.

En noviembre de 1859, veintitrés años después del regreso del Beagle, Charles Darwin hizo pública la teoría que lo inmortalizó y revolucionó la biología y todas las ciencias relacionadas con ella, incluyendo la paleontología.

Previendo la controversia que sus ideas habrían de provocar y deseoso de evitar el combate intelectual, Darwin retrasó la publicación de su teoría de la evolución. Posiblemente la hubiera aplazado aún más de no haberse enterado en 1858 de que otro naturalista inglés, Alfred Russell Wallace, había llegado de modo independiente a las mismas conclusiones y estaba dispuesto a publicarlas.

Ningún científico, ni siquiera Darwin, que estaba ya a punto de retirarse, podía permanecer impasible y sin hacer nada mientras que otro se apuntaba la gloria de una idea en la cual tenía absoluta prioridad. En vista de ello Darwin se apresuró a publicar, a finales de 1859, su obra maestra On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favored Races in the Struggle for Life.

Aunque algunos otros científicos habían especulado con la tradición y el dogma en defensa de la evolución, nadie antes que Darwin y después de Wallace, había concebido una explicación plausible de cómo se desarrollaba esa evolución. Ni siquiera Lamarck, el más destacado de los evolucionistas de principios del siglo XIX. El mecanismo que hacía funcionar la evolución, como creía Darwin, era la selección natural. Ésta fue la idea más profunda y original de Darwin.

La selección natural, en oposición a la selección artificial, ya por aquel entonces ampliamente practicada por los criadores de animales y plantas, era cuestión de la «supervivencia de los más aptos», una frase que Darwin no utilizó en la primera edición de su libro, pero que acabaría por caracterizar su teoría.

Partiendo de sus experiencias como naturalista del Beagle y de su lectura de los puntos de vista de Thomas Malthus sobre la población, Darwin hizo dos importantes observaciones: que los organismos individuales, dentro de una misma especie, tienen caracteres distintos, y que la mayor parte de los organismos tienen más descendencia de la que logra sobrevivir.

Los organismos que adquieran las características que resulten más adaptadas al ambiente sobrevivirán y se reproducirán, dedujo Darwin, y aquellos que no lo hagan morirán. Con el paso del tiempo, y con herencias acumulativas, una especie puede llegar a modificarse hasta el punto de convertirse en algo distinto, una nueva especie diferenciada.

En la metáfora botánica de Darwin, el árbol de la vida crece y cambia con la apariencia de «frescos pimpollos y éstos, si son vigorosos, se ramifican y por todas partes cubren con sus fuertes ramas a las otras más débiles». Ésta es la evolución de las especies por selección natural, de acuerdo con Darwin.

Pero ¿dónde se hallaban en los fósiles las formas transicionales entre los ascendientes y los descendientes de los organismos? Darwin, en Origin of Species,reconoce la debilidad en este caso de la selección natural y define a esa ausencia de fósiles de las formas intermedias como «probablemente la más grave y más obvia de las muchas objeciones que podrán ser presentadas en contra de mis opiniones».

 Los huecos en el registro de los fósiles eran inevitables porque los fósiles sólo se forman en circunstancias excepcionales. Muchos organismos, indudablemente, llegaron y se fueron sin dejar una huella fósil de su paso y las huellas de otros pueden haber sido destruidas por catástrofes geológicas muy diversas.

 Pero Darwin estaba seguro, o quería creerlo así, de que algunas de las formas transitorias cruciales están enterradas y que con el tiempo y si se hacen mayores esfuerzos, acabarán por ser descubiertas. Al fin y al cabo, la Paleontología es una ciencia muy joven. «El eslabón perdido» («The mising link») era otra frase, como la de la supervivencia de los más aptos, que se apoderó del interés del público.

El eslabón tenía que ser hallado o la teoría jamás llegaría a ser aceptada entre muchos científicos como entre el público. Los huesos del hombre de Neanderthal, la primera forma extinguida del hombre que llegó a ser estudiada, fueron encontrados en las cercanías de Düsseldorf, en 1856, pero los profesionales no supieron qué hacer con ellos.

 Incluso los partidarios de Darwin encontraron que el hombre de Neanderthal, aunque prehistórico, era demasiado humano como para considerarlo como el eslabón entre el hombre y el mono. Un eslabón perdido, que no seguiría perdido por mucho tiempo.

Menos de dos años después de la publicación de la obra de Darwin, unos canteros de Baviera hicieron uno de los descubrimientos paleontológicos más fascinantes de todos los tiempos.

Hallaron los restos fósiles de algo que tenía todo el aspecto de un reptil, posiblemente de un pequeño dinosaurio, que, en algunos aspectos, tenía cierto parecido con un ave, ya que poseía plumas.

 Darwin estableció la hipótesis de que las aves debieron de desarrollarse a partir de reptiles, y existía la prueba, al menos así parecía, en el reptil-ave conocido como el Archaeopteryx. Los partidarios de la teoría de la evolución casi no podían creer su suerte.

El descubrimiento tuvo lugar en el valle de Altmühl cerca de la ciudad alemana de Solnhofen.

Desde los tiempos del Imperio romano, el valle había sido conocido por sus piedras calizas de color amarillento grisáceo, de belleza y resistencia casi marmóreas. Los canteros de Altmühl fueron descubriendo un número cada vez mayor de fósiles, algunos de ellos bastante extraños.




El pterodáctilo descrito por Cuvier provenía de aquellas canteras. Otros saurios voladores habían sido igualmente preservados en la piedra, así como exquisitos especímenes de insectos, gambas, cangrejos, peces, cocodrilos y tortugas marinas. Las canteras eran una verdadera mina de fósiles para los paleontólogos. La piedra caliza de Solnhofen se había formado con los sedimentos acumulados hace 150 o 160 millones de años, a lo largo de las orillas norteñas de un mar del jurásico.

El surgimiento de Europa como continente quedaba todavía a millones de años de distancia en el futuro. En aquel lugar y en aquel tiempo del jurásico, los pterosauriosplaneaban con la apariencia de enormes pelícanos pardos, a los que se parecían no sólo en su aspecto sino quizá también en la forma como se zambullían en el agua para cazar los peces.

Gigantescas libélulas volaban en enjambres sobre las tierras pantanosas y las grandes charcas. A lo largo de las orillas de los ríos y los lagos, cubiertas de helechos, cicádeas y arbustos de tejo, abundaban los Compsognathus, dinosaurios del tamaño de una gallina, que corrían en persecución de pequeños mamíferos y reptiles.

Y también hacían acto de presencia aquellas criaturas parecidas a las aves, los Archaeopteryx, no mayores que cornejas. F. Wemer Barthel, un geólogo crecido en la región de Solnhofen, cree que el fango fue arrastrado por tormentas hasta pequeñas bahías y lagunas y se asentó allí, detrás de una barrera de arrecifes.

Las mismas tormentas, sin duda, habrían hecho caer muchas de aquellas criaturas voladoras en las lagunas, donde quedarían atrapadas en el espeso fango que en aquel tiempo formaban el lecho espeso del que se desarrollaría aquella piedra caliza de grano fino y uniforme.

Al extraer la piedra de esos antiguos lechos arcillosos, los canteros trabajaban cuidadosamente para sacar las losas de piedra enteras, con tanta atención como si se tratara de piedras preciosas, por lo que tenían muchas más posibilidades de encontrar fósiles raros. John Ostrom, el paleontólogo de Yale que había visitado casi todas aquellas canteras, vio los métodos poco corrientes que allí se practicaban y que aún se siguen practicando. La mayoría de las canteras, en todas partes, están actualmente muy mecanizadas, lo que no ocurría con las canteras de Solnhofen.

 «Todos los trabajadores de la cantera tenían los ojos muy abiertos para descubrir cualquier trofeo fósil que, quizá, podía esconderse a los ojos de los propietarios de las canteras, y ser vendidos a un coleccionista, complementando así su escaso salario». Ostrom dijo: «Ésa es la razón por la cual en la actualidad contamos con esos especímenes increíbles del Archaeopteryx».

Fue de ese modo como los trabajadores, a finales de 1860 o principios de 1861, vieron las débiles impresiones de una pluma en uno de los bloques pétreos de Solnhofen. El descubrimiento resultó sorprendente en dos aspectos: es muy raro que texturas suaves, como las de las plumas, se conserven. Y hasta entonces nadie había encontrado el menor signo indicador de que en un período tan antiguo como el mesozoico hubiera vivido algún tipo de ave.

Los aires pertenecían al pterosaurio y se suponía que las aves no aparecieron hasta después de la extinción de este saurio volador. Pero allí, en las piedras calizas de Solnhofen, del período jurásico, estaba la impresión de una pluma solitaria de unos sesenta milímetros de longitud. Que se sepa, hasta ahora las aves son las únicas criaturas que tienen plumas.

Por lo tanto aquella huella fósil debió de ser dejada por el ave primitiva. La pluma fósil fue puesta a disposición de Hermann von Meyer, en Frankfurt. Era uno de los paleontólogos más respetados de Alemania. Von Meyer era el autor del libro en cinco volúmenes Fauna del mundo antiguo, que incluía sus descripciones de muchos nuevos géneros y especies de los pterosauriosdescubiertos en las canteras de Solnhofen.

Era, además, autor de un precavido aditamento a la ley de Cuvier sobre la correlación de las partes. «Yo encuentro -escribió Von Meyer- que en una o en varias partes una criatura presenta correspondencias limitando con la similitud con otra criatura sin estar emparentada con ella». Los ictiosaurios, por ejemplo, pueden parecerse a los delfines en ciertos aspectos y los pterosaurios pueden parecer aves o murciélagos, pero simplemente se trata de una convergencia y no realmente de un parentesco.

El reconocimiento del fenómeno de las convergencias podría haber evitado más de un disgusto a muchos paleontólogos. Eso era algo que había que tener en cuenta a la hora de examinar la pluma fósil. Von Meyer se acercó a aquel objeto con bastante escepticismo, pero finalmente llegó a la conclusión de que no se trataba de un engaño.

En su informe, publicado en una revista científica alemana en agosto de 1861, declaró la autenticidad de la pluma, muy antigua y posiblemente de ave. Advirtió que «no terna necesariamente que provenir de un ave» y que podría ser de «un animal con plumas con diferencias esenciales con nuestras aves».

Un mes más tarde, antes de que el mundo científico tuviera tiempo de reaccionar ante esa primera información, Von Meyer anunció otro descubrimiento mucho más sensacional. Un esqueleto sin cabeza había sido encontrado en las pizarras de Solnhofen y en él había claras impresiones de plumas. El fósil, desde luego, tenía todo el aspecto de ser uno de los eslabones perdidos preconizados por Darwin. Von Meyer le dio el nombre, neutro desde un punto de vista taxonómico, de Archaeopteryx lithographica («plumífero arcaico de la pizarra litográfica»).

El fósil llegó a manos de Andreas Wagner, de la Universidad de Munich. Aquella «criatura mestiza», observó, tenía las plumas de un ave, pero su cola era la de un reptil. Y esto le preocupaba. Wagner, un antidarwinista, se daba cuenta de lo que los evolucionistas podían hacer con ese descubrimiento y, consecuentemente, decidió golpear primero con una identificación y un nombre que desalentara a los que pensaran en hacer interpretaciones darwinianas a base del eslabón perdido.

En un reportaje basado en el dibujo y en rumores, Wagner llamó al espécimen un reptil, quizá una especie de pterosaurio, y le dio el nombre deGriphosaurus problematicus, el «problemático lagarto grifo», lo cual era una declaración afirmativa, pero no una descripción taxonómica.

 En la mitología griega el grifo era una criatura fabulosa medio pájaro y medio león. Wagner afirmó: «La primera contemplación delGriphosaurus podrá causamos ciertamente la impresión de que tenemos ante nosotros una criatura intermedia, en la que se está operando una transformación, el paso del saurio al ave».

Richard Owen, que por aquel entonces era superintendente del Museo Británico, leyó el informe de Wagner y, en 1862, envió a George Waterhouse a Pappenheim con autorización para pagar quinientas libras esterlinas por el fósil. Después de que en octubre de 1862 llegara a Londres el espécimen, Owen lo examinó con la mayor atención y detalle. Tampoco él era amigo del darwinismo.

Owen creía en «la creación continua» que imitaba la evolución, pero no podía aceptar la teoría de Darwin sobre la selección natural, porque implicaba la ausencia de un designio predeterminado. Sin embargo Owen era, también, un experto anatónomo. Con una sola mirada pudo ver que aquella criatura poseía, como había dicho Wagner, «una combinación de características tan raras y sorprendentes como nadie podría imaginarse».

Con la excepción de la cabeza, que faltaba, el esqueleto estaba completo y extraordinariamente bien conservado. Tenía algunas características de reptil: una larga cola huesuda; tres dedos con garras al final de sus manos delanteras, o alas; costillas y vértebras de saurio. Pero estaba claro que tenía algunas plumas, semejantes a las de las aves, que se agrupaban en las alas de la forma como ocurre en las aves modernas.

Para Owen aquellas alas inclinaban la balanza. Esto, informó a la Royal Society en noviembre, era «inequívocamente» un ave antigua, pero no debía ser considerada como prueba de la existencia del eslabón perdido darwiniano.

 No volvió a discutir el asunto. Por su parte los evolucionistas concedieron a la criatura «importancia extrema» para documentar la teoría de Darwin. Aquel fósil era sin duda el eslabón perdido entre los reptiles y las aves. Finalmente, el darwinista Thomas Henry Huxley se sumó a la batalla y se aseguró de que el mundo conociera la importancia del Archaeopteryx.

Pese a que terna reservas sobre algunos aspectos de la teoría de Darwin, Huxley publicó un comentario favorable del libro de Darwin y se dirigió a Oxford en junio de 1860 para la primera batalla.

Su presa era nada menos que el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, cuyas maneras untuosas le habían ganado el apodo de Soapy Sam. Wilberforce se disponía a dirigir el ataque antidarwinista en la sesión final de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia.

Darwin esquivó el encuentro alegando que se hallaba gravemente enfermo, pero Huxley estaba allí, sentado en el estrado no lejos de Wilberforce. Entre los asistentes, unos setecientos, muchos mostraban sus simpatías por el obispo, pero no así un reducido grupo de graduados de Oxford.

Según recordó Huxley, Wilberforce habló «durante una hora y media con su inimitable estilo de vaciedad y desconsideración». Posiblemente había sido entrenado por Owen, pero los relatos de la época difieren sobre cuál fue la línea de razonamiento que desarrolló en sus esfuerzos por rechazar la teoría de la evolución de Darwin.

Sin embargo, todos están de acuerdo en que en su discurso, el obispo hizo una injuriosa alusión a los antepasados simiescos de Huxley, lo que llevó a éste a inclinarse hacia uno de los que se sentaban a su lado para murmurarle: «El Señor lo ha entregado en mis manos». Cuando Huxley subió al estrado desarmó por completo al obispo y se ganó el respeto, si no la completa conversión de la audiencia.

 En una carta a un amigo hizo este relato de su discurso: “Hablé tratando de causar el efecto de que había escuchado con gran atención el discurso del señor obispo, pero que me había sido imposible descubrir ni un nuevo argumento, ni un solo factor original en él, excepto en la cuestión surgida sobre mis predilecciones personales en cuestión de antepasados.

A mí no se me hubiera ocurrido sacar a discusión un tópico así, pero estaba dispuesto a enfrentarme con el reverendo señor obispo incluso en este terreno. Si se me pusiera ante la disyuntiva de elegir, dije yo, entre tener por abuelo a un miserable mono o a un hombre altamente dotado por la naturaleza y que poseyendo grandes medios e influencia empleara esas facultades y esa influencia para introducir el ridículo en una grave discusión científica, afirmo, sin vacilación, mi preferencia por el mono“.

La respuesta, de acuerdo con Huxley, desató «unas risas incontenibles» y grandes aplausos, tras los cuales la audiencia «escuchó el resto de mi disertación con la mayor atención».

 Más tarde Huxley incorporó al Archaeopteryx en sus ataques contra Wilberforce, Owen y otros que no se atrevían a compartir los puntos de vista de Darwin sobre el curso de la vida. Huxley estaba intrigado por las muchas características reptilianas del espécimen. Sin la impresión de la pluma, probablemente habría sido erróneamente identificado como un reptil, como había ocurrido con otros Archaeopteryx fósiles.

Unos años más tarde, en 1867, Huxley publicó un informe estableciendo la relación evolutiva entre las aves y los reptiles. Citó catorce rasgos anatómicos que se daban tanto en las aves como en los reptiles, pero no en los mamíferos, en apoyo de su caso, en defensa de clasificar a los dos juntos en una nueva categoría taxonómica a la que dio el nombre de saurópsidos.

Más aún, arguyó Huxley, las criaturas más próximas, intermedias entre aves y reptiles, el eslabón de conexión que se había perdido, eran algunos tipos de dinosaurios. Huxley sentía que no había razón alguna para que los evolucionistas siguieran a la defensiva en relación a los huecos en el registro de fósiles, una vez que ya se disponía del Archaeopteryx.

Expuso sus ideas sobre el tema en una conferencia popular pronunciada en febrero de 1868. Aquellos que mantienen la doctrina de la evolución, dijo el evolucionista Huxley al comenzar su discurso, «conciben que hay motivos para creer que el mundo, con todo lo que existe en él y sobre él, no comenzó a existir en la condición en que hoy lo contemplamos, ni siquiera en una forma que se aproxime en absoluto a esta condición». Continuó después con un sucinto compendio de Hutton, Lyell y Darwin, todo en uno.

 Los evolucionistas, dijo, «mantienen que la conformación y composición presentes de la corteza terrestre, la distribución de las tierras y las aguas y las formas infinitamente diversificadas de animales y plantas que constituyen su población presente, son meramente los términos finales de una inmensa serie de cambios que han venido ocurriendo en el transcurrir de un tiempo inconmensurable por la acción de causas más o menos idénticas a las que actúan en el momento presente».

Pero ¿cómo es, preguntó Huxley en ese momento, si todos los animales «han surgido por graduales modificaciones de un mismo tronco común», que existan esos grandes «saltos», esos huecos que se dan entre peces y mamíferos o reptiles y aves, por ejemplo? «Nosotros, los que creemos en la evolución, replicamos diciendo que esos huecos fueron antaño inexistentes, que las formas que conectaban unas especies con otras existieron en épocas previas de la historia de la Tierra, pero que ahora están extinguidas».

Como resultaba de todo punto natural, Huxley citó el Archaeopteryx como su primera prueba. Se mostró de acuerdo con Owen en que se trataba de un ave, pero era un ave de tipo transicional. Allí estaban las plumas y el hueso de la pechuga típico de las aves, pero también la larga cola ósea de un reptil así como otras características físicas de los reptiles que se repetían en su esqueleto.

Otro animal fósil de la misma cantera de Solnhofen, aunque contemporáneo del Archaeopteryx, fue presentado posteriormente por Huxley para robustecer su caso, no sólo en defensa del eslabón de unión existente entre los reptiles y las aves, sino de modo más específico para establecer el eslabón dinosaurio-ave. Se trataba del pequeño dinosaurio que Andreas Wagner describió en 1861 y al que dio el nombre de Compsognathus.

Huxley ya se había fijado mentalmente en el Compsognathus como un eslabón perdido antes de que se uniera a los otros evolucionistas en apoyo de Archaeopteryx como tal eslabón. Si el Archaeopteryx era un ave que tenía el aspecto de un dinosaurio, el Compsognathus era un dinosaurio que, en cierto modo, parecía un ave.

Tenía menos de dos tercios de un metro de longitud, el más pequeño de los dinosaurios jamás identificados y no mucho menor que el Archaeopteryx. Para Huxley resultaban del mayor interés los miembros traseros del animal, largos y delicados.

El dinosaurio, por lo que parece, había sido un animal bípedo. Su articulación del pie y la del tobillo tenían un notable parecido con las de las aves. «Es imposible mirar la conformación de este extraño reptil -le contó Huxley a su audiencia- y dudar de que andaba o saltaba en una posición erecta o semierecta, más o menos como un ave, con las que debía de tener un extraordinario parecido gracias a su cuello largo, su diminuta cabeza y sus pequeños miembros anteriores». Puesto que se trataba de especies contemporáneas, Huxley reconoció que el Archaeopteryx no podía ser descendiente del Compsognathus.

Pero encontrar un ave parecida a un reptil y un reptil parecido a un ave que vivieron en la misma época, aproximadamente, en el jurásico, cerraba el hueco evolutivo entre los reptiles y las clases avícolas, lo que Huxley ofreció en apoyo a su clasificación saurópsida y de la teoría de la evolución de Darwin. Del énfasis puesto por Huxley en la relación de parentesco entre los reptiles y las aves en su defensa de la teoría de Darwin surgió una nueva apreciación de los dinosaurios. Los descubrimientos anteriores fueron interpretados de nuevo.

Ése fue el primero de los muchos «redescubrimientos» que haría la paleontología de los dinosaurios. Recientes hallazgos, particularmente en Norteamérica, adquirieron un nuevo significado. Los primeros fósiles hallados en Norteamérica e identificados como de dinosaurios, se excavaron en Montana y New Jersey en la década de 1850-1860.

Una expedición cartográfica del Ejército de los Estados Unidos, trabajando en las tierras bañadas por el río Judith, en la actual Montana, dio con una serie de dientes, en una capa perteneciente al período cretáceo.

 Esos fósiles fueron examinados en 1858 por Joseph Leidy, profesor de Anatomía de la Universidad de Pennsylvania y director de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia. Leidy se pronunció anunciando que aquélla era la primera prueba de que los dinosaurios también habían vivido en América durante el mesozoico. Uno de los especímenes era un herbívoro al que dio el nombre de Trachodon, lo que significa «diente rudo».

Actualmente se sabe que era uno de los dinosaurios de pico de pato que también son conocidos como Anatosaurus o «lagarto pato». Algunos hallazgos de otra criatura, en el río Judith, inspiraron a Leidy a dar a aquel carnívoro el nombre de Deinodon horridus, «el más horrible de los dientes terroríficos».

En el verano del mismo año, William Parker Foulke, un miembro de la Academia de Ciencias Naturales, se enteró de la existencia de algunos huesos fósiles en una pequeña cantera en Haddonfield, en New Jersey, cerca de Filadelfia. Investigó a fondo una buena cantidad de grandes huesos, un esqueleto casi completo de una criatura de seis a ocho metros de longitud.

Después de un cuidadoso examen, Leidy llegó a la conclusión que Foulke había encontrado un dinosaurio al que dio el nombre de Hadrosaurus foulkii, en honor de la ciudad y su descubridor.

Se trataba de uno de los dinosaurios de pico de pato que los últimos descubrimientos demostrarían que fueron los más abundantes durante el período cretáceo en Norteamérica. Leidy dedujo de sus dientes que aquel Hadrosaurus parecía estar emparentado con el Trochodon de Montana y el Iguanodon de Inglaterra.




Esto hacia pensar que los dinosaurios posiblemente habían habitado todo el mundo. Lo que más sorprendió a Leidy fue la enorme desproporción existente entre el tamaño de las extremidades anteriores y posteriores del animal. El fémur era casi dos veces más largo que el húmero del brazo superior. Si los huesos no hubieran sido hallados juntos hubiese podido creer que pertenecían a dos animales distintos.

En su informe a la Academia, Leidy dijo: «La gran desproporción de tamaño existente entre las partes delanteras y las traseras del esqueleto del Hodrosaurus, me llevó a sospechar que este gran lagarto herbívoro extinguido debía de tascar y ramanear manteniéndose erecto, como el canguro, sosteniéndose sobre sus extremidades posteriores y su rabo». Huxley supo ver la importancia del descubrimiento de Leidy. No todos los dinosaurios andaban y corrían a cuatro patas. El dinosaurio rinocerino de Owen había llevado a interpretar erróneamente la realidad.

Algunos de los dinosaurios eran bípedos, otro parecido generalizado entre las aves y los primates, y los dinosaurios. Seguidamente Huxley examinó de nuevo alIguanodon de Mantell y se dio cuenta de que sus cuartos traseros y su pie con tres dedos eran «sorprendentemente parecidos» a los de las aves.

El Iguanodon, contrariamente a la imagen de cuadrúpedo con la que se lo representó, tenía que haber sido capaz de mantener una postura erecta y de saltar o correr sobre sus patas traseras, una observación que posteriormente sería confirmada. Una colección de huellas fósiles, algunas de las cuales tenían medio metro de longitud, llegaron a las manos de Edward Hitchcock en 1835.

Se trataba de un geólogo y presidente del Amherst College. Puesto que no se halló ningún esqueleto que pudiera asociarse con las huellas, Hitchcock sólo podía imaginar cómo habían sido aquellos animales.

Llegó a la conclusión de que el valle de Connecticut tuvo que ser poblado en alguna ocasión por ciertas aves extraordinarias con patas de tres dedos y de un tamaño varias veces superior al de un avestruz. «Debieron de ser los gobernantes gigantes de aquel valle», dijo Hitchcock. Nadie supo entonces que lo que se había descubierto eran huellas de dinosaurio.

Algunos dinosaurios fueron bípedos y tenían pies parecidos a los de las aves, tal como elHadrosaurus, Iguanodon y Compsognathus parecían indicar. «La importante verdad que revelan esas huellas -afirmó Huxley-, es que al comienzo de la época mesozoica existían animales bípedos que tenían pies de ave y andaban en la misma postura erecta o semierecta».

Había algo que daba que pensar: los dinosaurios eran más antiguos de lo que hasta entonces se había imaginado y poseían algunos rasgos propios de las aves o semejantes a ellas aun antes de la época del Archaeopteryx.

El tiempo probaría que Huxley tenía razón con respecto a las huellas. Con los nuevos descubrimientos de huesos, casi todas las huellas de Nueva Inglaterra se atribuyen en la actualidad a una variedad de dinosaurio del triásico. En el Dinosaur State Park, en Rocky Hifl, Connecticut, unas dos mil huellas bien conservadas se creen procedentes de criaturas tales como el Stegomosuchus, el Dilophosaurus y el Coelophysis, el último de los cuales, según piensan algunos científicos, ocupa un lugar destacado en la línea principal de ascendencia de las aves.

Resultaba suficiente para el propósito inmediato de Huxley el haber demostrado de este modo la confusa similitud entre las huellas de las aves y las de los dinosaurios. Las aves surgieron a partir de los dinosaurios u otros reptiles arcaicos, declaró Huxley con mayor certeza que nunca, y una de las criaturas de la transición, uno de los eslabones de conexión, era el ave parecida a un reptil de las canteras calizas de Solnhofen, elArchaeopteryx.

El Archaeopteryx que en la actualidad se encuentra en el museo de Londres no tenía cabeza y algunos de los antidarwinistas se aferraron a ello con todas sus fuerzas. Si elArchaeopteryx hubiese tenido un pico sin dientes, como todos deseaban creer, entonces hubiera sido seguramente un ave, aunque antigua. Incluso Huxley dudaba de que el ave primitiva tuviera dientes, aunque otros que habían examinado el fósil creyeron ver los restos de un maxilar superior con cuatro dientes.

 Si hubiera sido una boca de reptil con dientes, entonces Huxley y sus aliados se hubieran sentido reforzados en su hipótesis de que se trataba de un eslabón evolutivo entre reptiles y aves. Aquel pájaro sería de mucho más valor si hubieran podido encontrar otro con cabeza. El siguiente descubrimiento se produjo en 1877, también en la región de Solnhofen, y aquel esqueleto estaba aún más completo y era más espléndido que el primero.

Alan Feduccia, un zoólogo norteamericano, escribió en 1980 para decir que este fósil deArchaeopteryx «posiblemente será el más importante espécimen de la historia natural, tal vez comparable con el valor de la piedra Rosetta». Su cabeza estaba intacta, una cabeza de Huxley. El cráneo era de ave con una boca que se desarrollaba hacia adelante adquiriendo forma de pico, pero en las mandíbulas había dientes afilados de reptil.

En contraste con el espécimen de Londres este esqueleto estaba articulado en una pose natural con las alas extendidas. Los brazos y manos de tipo dinosaurio, estaban adornadas con una gran cantidad de plumas casi idénticas en detalle a las de las aves modernas y había más plumas a ambos lados de su larga cola de reptil. En esta ocasión, el Archaeopteryx se parecía aún más al eslabón perdido. El fósil fue clasificado como si fuera un género especial, Archaeomis siemensi.

Sin embargo, estudios posteriores demostraron que el segundo espécimen pertenecía probablemente al mismo género, si no a la misma especie que el primer Archaeopteryx. Entre los paleontólogos el segundo Archaeopteryx, en la actualidad propiedad del Museo de la Universidad Humboldt, en Berlín, es mencionado generalmente como el espécimen de Berlín.

Desde entonces han sido identificados otros esqueletos de Archaeopteryx. John Ostrom, mientras se hallaba en Europa para estudiar los especímenes de Londres, Berlín y Maxberg, también visitó el Museo Teyler, en Harlem, Países Bajos.

Allí encontró un espécimen que había sido clasificado como unpterosaurio, pero que no lo era en absoluto. De inmediato se dio cuenta de que las piernas y los pies eran demasiado largos para un pterosaurio de aquella era. Los tres dedos de las garras eran de distinta longitud mientras que una de las características del pterosaurio es que son igualmente largos. Ostrom se sintió picado en su curiosidad y consiguió permiso para sacar el fósil de la vitrina en que se exhibía para poder inspeccionarlo más de cerca y detalladamente.

Cuando colocó la losa de piedra caliza bajo una luz fuerte pudo ver leves impresiones de plumas, algo que nadie había descubierto previamente cuando se realizó el hallazgo, porque no existía razón que los pudiera llevar a sospechar la existencia de algo tan extraño. Los pterosaurios eran reptiles voladores, o planeadores, con alas de membranas de piel, no de plumas. Ostrom le preguntó al director del museo de Teyler si podía prestarle el fósil para llevárselo a su casa, en Yale, y poder estudiarlo con detalle.

Explicó su sospecha de que en realidad el pterosauriopodía ser un Archaeopteryx, algo que cualquier director de museo se sentiría satisfecho de oír. Hermann von Meyer, que lo investigó, observó que la «membrana de las alas» tenía una extraña apariencia, distinta a la de otros pterosaurios que él había visto. Pero se limitó a informar que se trataba de una especie distinta de pterosaurio.

Ostrom, de vuelta en Yale en el otoño de 1970, confirmó su primera impresión de que se trataba de un nuevo fósil de Archaeopteryx y anunció el redescubrimiento, para decirlo así, de un nuevo ejemplar.

Aunque el espécimen de Teyler «está en estado fragmentario y es mucho menos espectacular» que los ejemplares de Londres y de Berlín, dijo Ostrom, tiene garras bien conservadas que ofrecen «nuevas evidencias importantes que no están conservadas en ninguno de los otros especímenes».

Una especie de vaina o cubierta córnea, en cierto modo semejante a una uña humana, rodeaba las garras. Así, pues, ahora se dispone de cinco especímenes de esta rara ave primitiva: los ejemplares de Londres, Berlín, Maxberg, Teyler y Eichstatt, así como la pluma solitaria que se conserva en el museo de Munich. Othniel Charles Marsh declaró en 1877 que Huxley, realmente, había establecido el puente entre reptiles y aves. El Compsognathus y el Archaeopteryx, dijo, sirven como «escalones de piedra por los cuales los evolucionistas de hoy día conducen al dudoso hermano para cruzar los vacíos restos del golfo, que antaño pareció insalvable».

Durante varios años, la hipótesis de que las aves eran descendientes directas de los reptiles gozó de amplio apoyo. El Archaeopteryx es, todavía, el mejor ejemplo conocido del tipo de criaturas predecidas por la teoría de Darwin: una especie que representa un paso intermedio entre dos grandes clases de organismos.

El descubrimiento del Archaeopteryx, que tuvo lugar poco después de que Darwin publicara su libro The Origin of Species, elevó el estudio de los dinosaurios a un plano más amplio y más elevado. Pasaron a ser considerados algo más que monstruosas curiosidades.

Era más que posible que los dinosaurios fueran figuras claves en algunas evoluciones trascendentales en el curso de la vida en la Tierra. Desde el Oeste americano llegaron, en 1877, tres mensajes sobre descubrimientos de huesos poco corrientes que habrían de convertirse en objeto de controversia y en la más enconada de las rivalidades en la historia de la paleontología.

 Pusieron en movimiento expediciones exploradoras que descubrieron algunos de los más ricos cementerios de dinosaurios del mundo y llevarían al descubrimiento de unas criaturas del pasado tan populares como el Brontosaurus y el Diplodocus, el Stegosaurus y el Triceratop.

 Los nuevos hallazgos revelaron, por encima de toda duda, que los dinosaurios vivieron en gran número en el mesozoico y que existieron en una variedad insospechada de formas y tamaños.En noviembre de 1877 se recuperaron unas treinta toneladas de restos de dinosaurios.

Había huesos muy raros y esqueletos parciales deCamarasaurus, Laosaurus, Dipiodocus, Barosaurus y Stegosaurus. El reparto de papeles entre los dinosaurios se iba haciendo cada vez más definido. Los fósiles eran abundantes y mezclados.

Charles F. Stemberg era uno de los cazadores de dinosaurios más destacados, entre los que trabajaron en las excavaciones para Cope o Marsh, y que continuaron realizando el mismo trabajo después de que los dos eternos rivales abandonaron.

Al igual que la mayor parte de aquellos buscadores de fósiles, Stemberg era un hombre del Oeste, amante de la vida en el campo, al aire libre. En respuesta a la llamada de los fósiles, se convirtió en una especie de cowboy o de buscador de oro, salvo que en vez de oro buscaba fósiles. Stemberg descubrió una momia de dinosaurio. Se trataba de uno de los dinosaurios de pico de pato conocidos por el nombre de trachodontes.

Cuando el animal murió, hacía unos sesenta y cinco millones de años, el cuerpo se momificó bajo condiciones de extrema sequedad, en las que las humedades se evaporaron antes de que las bacterias hubieran llegado a producir la descomposición. De algún modo logró escapar a los carroñeros y rápidamente se cubrió con arenisca y se fosilizó posteriormente. Y se quedó allí, piel, tendones y trozos de carne petrificados hasta que los hombres de Stemberg dieron con él.

Las praderas del oeste del Mississippi están llenas de los pequeños montículos de los habitáculos de la hormiga carpintera roja. Excavando el interior de sus hogares subterráneos las hormigas encontraban trozos de huesos y de piedras que sacaban y dejaban fuera. Acumulaban aquellos fragmentos encima de sus montículos. También se dice que esas hormigas se salen de su camino para buscar objetos pequeños y duros que llevan de vuelta a sus montículos para fortalecerlos. Los científicos no están seguros de por qué motivo las hormigas hacen esto.

Es posible que ese material tosco y duro proteja los hormigueros contra la lluvia y la erosión del viento. También es factible que las piedrecitas y los pequeños huesos sirvan para el almacenaje del calor solar, que ayude a la incubación de los huevos de las hormigas y a las larvas que ocupan el interior de los montículos. Pero lo único que verdaderamente le importaba a Hatcher era que muchos de los hormigueros contenían una buena cantidad de pequeños huesos fósiles y de dientecitos. Las hormigas habían realizado la mayor parte de su trabajo.

 Hatcher utilizaba una pequeña criba de las que sirven para cerner la harina para separar los huesos de la tierra polvorienta. Los actuales paleontólogos se alegran cuando descubren la presencia de hormigueros y los registran hasta el punto de haber encontrado en ellos miles de pequeños huesos de mamíferos que han revelado muchas cosas de esos diminutos contemporáneos de los últimos dinosaurios.

Cuando Bamum Brown llegó en 1897 al Museo Americano, éste no poseía ni un solo fósil de dinosaurio. Cuando murió Brown en 1963 -sólo le faltaba una semana para celebrar su nonagésimo aniversario- el museo tenía una de las más extensas e importantes colecciones del mundo, lo que se debía, en gran parte, a las numerosas exploraciones a gran escala realizadas a lo largo de sesenta años.

 Su descubrimiento más impresionante fue el de los primeros esqueletos de Tyrannosaurus rex, el mayor carnívoro que cazó sobre la tierra firme. Brown realizó su hallazgo más sensacional en el peñasco de dura piedra caliza amarillenta que cruzaba un arroyo.

Brown encontró los primeros huesos de lo que, según se vio después, era el esqueleto completo de un Tyrannosaurus rex. Las partes mayores del esqueleto, como la pelvis, incrustada en la piedra, que pesaba en su conjunto unas dos toneladas, significó una auténtica prueba para demostrar la capacidad estratégica de Brown.

Dado que resultaba demasiado pesada para poder ser llevada por el carro, construyó una especie de trineo con tablones deslizantes y alquiló un tiro de cuatro caballos para arrastrarla. Costó todo un día de trabajo trasladar la pelvis desde el lugar en que fue hallada, en el valle del arroyo del Infierno, hasta la carretera.

Allí comenzaba el transporte durante doscientos kilómetros de distancia hasta la estación de Miles City. Cinco años más tarde, en 1908, Brown descubrió su segundoTyrannosaurus. De regreso al museo de Nueva York, los huesos de los dos especímenes de tiranosaurio fueron ensamblados con el máximo cuidado para que el mundo pudiera contemplar el terrorífico aspecto que debieron de tener los más poderosos carnívoros terrestres que jamás vivieron.

Esas criaturas, que existieron en los últimos millones de años del cretáceo, tenían cabezas enormes, de más de un metro de longitud, desde el frente hasta la parte de atrás.

 Las mandíbulas apenas si eran algo más cortas y estaban llenas de dientes y colmillos de sable de quince centímetros de longitud y de dos centímetros y medio de anchura. Esos animales se erguían sobre sus dos patas traseras que terminaban en pies semejantes a los de las aves, con tres dedos dirigidos hacia adelante, armados con fuertes espolones, las armas de las que se valían para apresar sus presas.




 Entre los más valiosos especímenes encontrados por Brown se cuentan un esqueleto casi completo de un dinosaurio con cuernos, el Monoclonius, y otro del dinosaurio de pico de pato y con cresta llamado Corythosaurus.

Y lo que era más interesante para los paleontólogos, Brown estuvo en condiciones de extraer fósiles de distintos estratos del cretáceo y con ello reveló nuevas pruebas del desarrollo y la evolución del dinosaurio durante los últimos millones de años de su existencia.

Un año después de los sorprendentes descubrimientos de 1877 en el Oeste americano, los trabajadores que estaban abriendo una nueva galería de más de trescientos metros en una mina de carbón belga, encontraron un rico yacimiento de huesos. Habían hecho un túnel hasta llegar a una capa cretácea que profundizaba atravesando los depósitos carboníferos formados por los bosques pantanosos del más antiguo período carbonífero.

 Una profunda barranca debió de abrirse a través del carbón, unos cien millones de años antes, y en ella cayeron muchos dinosaurios indefensos cuyos cuerpos serían pronto cubiertos por las tierras pantanosas y las aguas de las inundaciones.

El barro se petrificó y los huesos se fosilizaron apresados en él. Los fósiles se quedaron allí hasta que los seres humanos de la era industrial necesitaron carbón. Los mineros, sin querer, destruyeron un esqueleto antes de darse cuenta de que habían dado con un cementerio prehistórico.

Seguidamente y durante los tres años siguientes los paleontólogos del Museo Real de Historia Natural en Bruselas trabajaron en la sombría oscuridad de la galería minera en Bemissart, cerca de la frontera francesa. Extrajeron de allí más de treinta esqueletos, virtualmente completos, de Iguanodon.

Nunca antes se habían encontrado tantos especímenes de un solo género de dinosaurios en un mismo lugar, una circunstancia que ofrecía a los científicos la rara oportunidad de estudiar las variaciones de una especie y de recrear las vidas y el hábitat de los dinosaurios.

Louis Dollo fue un paleontólogo que hizo una carrera ilustre gracias a esos Iguanodon de Bemissart. En el término de un año, Dollo ensambló y montó su primer esqueleto y comenzó a publicar sucintas interpretaciones sobre cuál debió de haber sido el aspecto y la vida de aquellos animales.

Trabajando con esqueletos completos, Dollo pudo informar con certeza que elIguanodon se erguía y se movía sobre sus patas traseras y con las manos delanteras libres para coger hojas y ramas de los árboles, así como otras plantas comestibles. El Iguanodon no era un cuadrúpedo, sino un bípedo, como había postulado Huxley.

De adulto el Iguanodon era un animal fuerte, grande, que posiblemente llegaría a pesar siete toneladas, con unos diez metros de longitud y cinco de altura. Dollo mostró, además, que la protuberancia ósea, que Mantell había tomado por un cuerno semejante al que va sobre el hocico del rinoceronte, era una gran garra, una especie de espolón, que iba en la punta del dedo pulgar del Iguanodon.

Posiblemente era una de las armas defensivas del colosal herbívoro. Al examinar la cola delIguanodon, Dollo descubrió una ordenación de tendones osificados que cruzaban las vértebras y supuso que su misión consistía en dar rigidez a la cola que debía de tener consecuentemente una fuerza que anteriormente no se había supuesto.

Una cola rígida podría haber sido el arma de combate más efectiva del dinosaurio. Bastante tiempo después los científicos llegaron a la conclusión de que aquella cola debía de servir también para que el animal pudiera mantener el equilibrio cuando corría saltando sobre sus dos patas traseras.En sus estudios del dinosaurio, Dollo avanzaba en un terreno al que dio el nombre de paleontología etológica.

 Miraba más allá de los huesos para ver cómo habían vivido los dinosaurios. Naturalmente que la anatomía de aquellos animales era una de las claves más importantes, puesto que de ella se podía deducir su postura, sus posibles hábitos alimenticios y su defensa contra los depredadores.

 Además, Dollo quiso recrear el medio ambiente en el que había vivido el dinosaurio. Informó sobre los fósiles de los animales, insectos y plantas que compartieron el mundo del Iguanodon. Estudió los sedimentos para deducir cuál debió de ser el clima y el paisaje de aquel período de la antigüedad. Dollo fue pionero en muchos de los métodos que se desarrollarían con creciente sofisticación en el siglo XX y que nos han dado una increíble visión del pasado.

En lo que se refiere a los Iguanodon de Bemissart, de acuerdo con la recreación documentada de Dollo, debieron de haber pastado en un extenso delta fluvial que, en aquella era, cubría Bélgica, el norte de Francia y el sur de Inglaterra, entonces unidas, hace unos cien millones de años, en el cretáceo.

El delta se abría en un amplio mar que se extendía a través del sur de Europa hasta Asia, el mar Thetis. El clima era tropical. Las coniferas crecían sobre el suelo cubierto de helechos. Entre los cocodrilos, tortugas, ranas y grandes insectos voladores, losiguanodon vivían en gran número y pastaban, siempre alertas, vigilando cualquier señal que pudiera anunciar la presencia de los dinosaurios carnívoros depredadores.

El Iguanodon posiblemente se defendía del ataque de los carnívoros con sus garras y con su cola flagelante o, quizá, huían a refugiarse en las aguas. Algunos de ellos, por una razón ignorada, quedaron atrapados en la barranca profunda que les sirvió de tumba.

Louis Dollo llegó a ser profesor en la Universidad de Bruselas y amplió sus estudios a otros dinosaurios, entre los que se incluían elTriceratops y el Stegosaurus. Para el momento de su muerte, en 1931, ya se habían desenterrado muchos otros dinosaurios en Europa, desde Escocia hasta Transilvania, desde los Países Bajos a España y Portugal.

Pero ninguno de los descubrimientos hechos en Europa, antes o después de su muerte, admite comparación con los esqueletos de Iguanodonencontrados en la mina de carbón de Bemissart. En su búsqueda de dinosaurios, como en otras muchas cuestiones, los europeos no podían limitarse a su propio continente. Los colonos británicos en África del Sur enviaban en ocasiones a Londres huesos misteriosos para que fueran estudiados.

El primero de ellos, identificado como perteneciente a un dinosaurio, fue un espécimen de un prosaurópodo del triásico, y fue descrito por Owen, en 1854, que le dio el nombre de Massospondylus.

En un principio se pensó que esos animales, cuya longitud más común era de unos cuatro metros, podrían ser los antepasados directos de los grandessaurópodos del jurásico, cuadrúpedos gigantescos como los Brontosaurus. Alan Charing afirma que ahora son muchos los especialistas que creen que los prosaurópodos eran una rama colateral del árbol de la familia de los saurópodos que se extinguió a finales del triásico.

 «Los antepasados del triásico de las mayores bestias que jamás corrieron por la Tierra todavía tienen que ser descubiertos», dijo Charing. Otras reliquias que llegaron a Londres procedentes de África del Sur, en 1866, frieron identificadas por Huxley como una nueva especie deprosaurópodos del triásico, el Euskelosaurus.

Muy poco más se oyó hablar de los dinosaurios africanos hasta que Robert Broom comenzó a informar de sus exploraciones a principios de 1900. Broom, médico escocés, que estudiaba los orígenes de los mamíferos, había trabajado durante años en Australia investigando la anatomía de algunos mamíferos primitivos como el ovíparo monotremes y los marsupiales antes de que se trasladaran a África del Sur.

Allí, su interés recayó de modo principal en los restos fósiles de algunas raras criaturas conocidas como reptiles de aspecto de mamíferos. De algunos de esos animales, que vivieron en el período pérmico y triásico, se desarrollaron los pequeños mamíferos que lucharon por sobrevivir durante la era de los reptiles. Tal vez fueros los ancestros del hombre.

 Años antes de que se estableciera que África fue la cuna de la especie humana, Broom encontró, en el Gran Karoo, una cuenca árida situada en el extremo sur del continente, numerosas pruebas de la existencia de los primeros antepasados del primer mamífero. Mientras cazaba con trampas por el Karoo, halló algunos huesos de dinosaurio sobre los cuales envió su primer informe en 1904. Broom describió los huesos de un Brontosaurus, el Algoasaurus, que vivió a principios del período cretáceo. Esto dio ánimos a los paleontólogos para empezar la caza de dinosaurios en África.

Muy pronto encontraron todos los huesos que habían confiado en hallar, en un lugar llamado Tendaguru. Los lechos de fósiles de la región demostraron ser aún más ricos que todos los encontrados en el hemisferio sur. En 1907, un ingeniero de minas alemán, W. B. Sattler, que trabajaba a cien kilómetros en el interior del país, a partir de Lindi, un puerto marítimo del África Oriental Alemana, que en la actualidad se llama Tanzania.

 Cerca de Tendaguru, una colina que se alza frente a una pradera cubierta de hierba y de árboles pequeños, Sattler encontró varias piezas de huesos largos que yacían sobre el suelo y que reconoció como fósiles. Eberhard Fraas, una autoridad en reptiles fósiles, que se hallaba por casualidad en la colonia, de visita, fue llevado al lugar del hallazgo para que identificara aquellos huesos. Por todas partes que dirigió su vista entre la alta hierba, pudo ver más huesos, que habían sido puestos al descubierto por la erosión.

Después de recoger algunas muestras regresó a su casa, en Stuttgart, e hizo correr la voz de la existencia de un fabuloso yacimiento de huesos de dinosaurio que simplemente esperaba la llegada de alguien con pico y pala. Se pudo reunir el suficiente dinero para financiar una expedición a Tendaguru. Bajo la dirección de Wemer Janensch, el encargado de la sección de reptiles en el Museo de Berlín, paleontólogos alemanes y cientos de personas de la localidad, trabajaron en aquel lugar durante cuatro años a partir de 1909.

Fue una empresa monumental, mucho más que cualquiera de las expediciones en busca de dinosaurios en el Oeste americano. En primer lugar allí no había ferrocarril y el campamento estaba a dos días de distancia, en buque fluvial, de Dar-es-Salaam, al sur de Lindi, un campamento caluroso muy poco recomendable para los visitantes europeos. Desde Lindi era precisa una marcha de cuatro días, en el calor tropical del interior, para llegar a Tendaguru.

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