martes, 18 de septiembre de 2018

Los esotéricos Orígenes de los pueblos Indoarios ( y II)

Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua Escitia, que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares polares.

Los Negros habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: “la tierra emergida de las olas”. ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas!.

En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño de su tierra.

Había inventado los cuchillos y hachas de sílex, el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados, hasta la muerte: el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio.

Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques.

 La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existían. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos, elevaban a sus antepasados menhires monstruosos. Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo.

De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados. Los Semitas encontraron al Dios único — el Espíritu Universal —, en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el fondo de sus bosques.

Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta. Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos.

Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas.

Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre de lasvictimas corría sin cesar sobre los dólmenes, al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas feroces. Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram (Rama), que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario.

 El joven druida era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias. Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas.

Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado “el que sabe”; el pueblo le nombraba “el inspirado de la paz”.




Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. Él vio en esto la pérdida de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo?. Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego.

De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación.

Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente.

Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la dio. Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el muérdago y desapareció.

Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia.

De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad.

Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós. Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria, instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año y que llamó la Noche-Madre (del nuevo Sol), o la grande renovación.

En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo.

Pero Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros.

Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte. Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fue execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.

Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón.

 Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus.

Los pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los amigos de Ram.

Una guerra formidable era inminente. Ante tal eventualidad, Ram vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo un nuevo sueño.

El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal.

Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío.

Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata.

En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?. Es la copa de la Vida y del Amor.

 Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Ram hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento. Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado.

 En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad. — “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el Genio respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.

En este sueño, como bajo una luz fulgurante, Ram vio su misión y el inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus de Europa, decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia.

Anunció a los suyos que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían invocados, no ya por sacerdotisas sanguinarias sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí; el fuego visible del altar, símbolo y conducto del fuego celestial invisible, uniría a la familia, al clan, a la tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la tierra.

Pero para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo; preciso era que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego renovador. Esta proposición fue acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido de aventuras.




Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia.

A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los Negros. En recuerdo de esas victorias, las colonias blancas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso. Ram se mostró digno de su alta misión. El allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos, preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio del genio de Ram, rayos luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus inspirados de segundo orden para arrancarla del estado salvaje.

 Pero Ram, que, él primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un inspirado directo y de primer orden. Ram hizo amistad con los Turianos, viejas tribus escíticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los Negros, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese a ser para todos los otros el foco luminoso.

 Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice Zoroastro. Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fue el padre del cultivo del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más tarde.

Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación del hombre por el hombre era la fuente de todos los males.

En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus jueces.

 La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia, creado por él, fue el nuevo papel que dio a la mujer. Hasta entonces, el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable de su choza, que él oprimía y maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar; maga fascinadora y terrible cuyos oráculos temía, y ante quien temblaba su alma supersticiosa.

El sacrificio humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía el cuchillo en el corazón de un tirano feroz.

Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Ram la convirtió en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposó, invocando con él el alma de los antepasados.

Como todos los grandes legisladores, Ram no hizo más que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año. La primera fue de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al amor del esposo y la esposa.

La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban entonces frutas a los niños en signo de regocijo. La más santa y más misteriosa de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Ram la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebido en la primavera y a las almas de los muertos, a los antepasados.

Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños. En esa noche santa, los antiguos Arios se reunían en los santuarios del Ailyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques.

Con hogueras y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar, la germinación de la Naturaleza en el corazón del invierno, la palpitación de la vida en el fondo de la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse el nuevo sol en la gran Noche-Madre. Ram ligaba de este modo la vida humana al ciclo de las estaciones, a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido divino.

Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama “el jefe de los pueblos, el muy afortunado monarca”. Por la misma razón el poeta indio Valmiki, que transporta el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal”. “Rama, el de los ojos de loto azul — dice Valmiki —, era el señor del mundo, el dueño de su alma y del amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena del amor”.

Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya, la raza blanca no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India, centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza amarilla.

El Zend-avestahabla de esta marcha de Rama sobre la India. Es muy digno de notarse que el Zend-avesta, el libro sagrado de los parsis, aunque considerando a Zoroastro como el inspirado de Ormuzd, el profeta de la ley de Dios, lo presenta como continuador de un profeta mucho más antiguo. Bajo el simbolismo de los antiguos templos, se encuentra aquí el hilo de la gran revelación de la humanidad que liga entre sí a los verdaderos iniciados.

He aquí este pasaje importante: ” Zarathustra (Zoroastro) preguntó a Ahura-Mazda (Ormuzd, el Dios de la luz): Ahura-Mazda, tú, santo y muy sagrado creador de todos los seres corporales y muy puros.

 ¿Quién es el primer hombre con quien primero has hablado, tú que eres Ahura-Mazda?.

Entonces Ahura-Mazda respondió: “Es el hermoso Yima, el que estaba a la cabeza de una agrupación digna de elogios, ¡Oh, puro Zarathustra!”. Y yo le dije: “Vela sobre los mundos que son míos vuélvelos fértiles en su cualidad de protector”.

Y yo le traje las armas de la victoria, yo que soy Ahura-Mazda. Una lanza de oro y una espada de oro. Entonces Yima (el Noé persa) se elevó hasta las estrellas hacia el Mediodía, sobre el camino que sigue el Sol. Él marchó sobre esta tierra que había vuelto fértil. Ella fue de un tercio más considerable que antes. Y el brillante y bello Yima reunió la asamblea de los hombres más virtuosos en el célebre Airyana-Vacia”.

La epopeya india la convierte en uno de sus temas favoritos. Rama fue el conquistador de la tierra que cierra el Himavat, la tierra de los elefantes, los tigres y las gacelas. Himavates el monte sagrado de los ascetas y lugar donde viven todos los seres mitológicos.

Se cree que se encuentra en el Himalaya. Él ordenó el primer choque y condujo el primer empuje de esta lucha gigantesca en que dos razas se disputaban inconscientemente el cetro del mundo. La tradición poética de la India, reforzada por las tradiciones ocultas de los templos, ha simbolizado en ello la lucha de la magia blanca y la magia negra.

En su guerra contra los pueblos y los reyes del país de los Djambous, como se le llamaba entonces, Ram o Rama, como le llamaron los orientales, desplegó medios milagrosos en apariencia, porque están por encima de las facultades ordinarias de la humanidad, y que los grandes iniciados deben al conocimiento y manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza.

Aquí la tradición le representa como haciendo brotar manantiales de un desierto, allá encontrando recursos inesperados en una especie de maná cuyo uso enseñó; por otra parte, haciendo cesar una epidemia con la planta llamada hom, elamomosde los Griegos, la perseade los Egipcios, de la que sacó un jugo salutífero. Esta planta llegó a ser sagrada entre sus sectarios, y reemplazó al muérdago de la encina, conservado por los celtas de Europa.

Rama usaba contra sus enemigos de toda clase de prodigios. Los sacerdotes de los Negros no reinaban ya más que por medio de un bajo culto.

Tenían ellos la costumbre de alimentar en sus templos enormes serpientes y pterodáctilos, raros supervivientes de animales antediluvianos, que hacían adorar como a dioses y que aterrorizaban a la multitud.

 A esas serpientes daban de comer la carne de los cautivos (de ahí vienen las tradiciones sobre dragones). A veces Rama aparecía de improviso en esos templos, con antorchas, arrojando, aterrorizando, domando y sojuzgando a serpientes y sacerdotes.

A veces se mostraba en el campo enemigo, exponiéndose sin defensa a aquellos que buscaban su muerte, y volvía a partir sin que ninguna persona hubiese osado tocarle. Cuando se interrogaba a los que le habían dejado huir, respondían que habiendo encontrado su mirada, se habían sentido petrificados; o bien, mientras que hablaba, una montaña de bronce se había interpuesto entre ellos y él, y habían cesado de verle.

En fin, como coronamiento de su obra, la tradición épica de la India, atribuye a Rama la conquista de Ceilán, último refugio del mago negro Rávana, sobre quien el mago blanco hace llover una lluvia de fuego, después de haber echado un puente sobre un brazo de mar con un ejército de monos, el cual se puede reducir a alguna tribu primitiva de bimanos salvajes, inducida y entusiasmada por este gran encantador de las naciones.

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste.

Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los ante pasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado. Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo.

Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna.

Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad.

 Era Sita.qie le dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”.




Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas,Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad.

 Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme”. En Grecia, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionysos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta.

Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo.

Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: “Ráma! ¡Rama!”. Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — “¡A mí!” — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat. Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis.

Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible”.

Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real.

Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen.Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios.

 A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido.

El primero se relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada.

Los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica

1. El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja.

2. El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse.

3. Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios. —

4. Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho.

5. Leo, los combates contra sus enemigos. —

 6. La Virgen alada, la victoria. —

7. Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos. —

8. Escorpio, la revolución y la traición.

9. Sagitario, la venganza que emplea. —

10. Capricornio. —

11. Acuario. —

12. Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. —

Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas.

Estos signos leídos en el orden inverso marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad. Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad.

Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes de los Indos. Por su genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado en el centro del Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía irradiar en todos sentidos.

Las colonias de los Arios primitivos se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es la que más se aproxima a los Arios primitivos.

Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen para nosotros un triple valor.

En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan en seguida la clave de la India.

En fin, nos muestran una primera cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias. Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte externa y del núcleo de la religión védica.

Los brahmanes consideran a los Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La palabra Veda significa saber.

Los sabios de Europa han sido justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación.

Al principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un profundo sistema religioso y metafísico. El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la ciencia moderna está próxima a descubrir.

Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del sacrificio.

Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la familia.

El estado de alma del poeta védico está igualmente alejado del sensualismo helénico, según los cultos populares de Grecia, no de la doctrina de los iniciados griegos, que representa a los dioses cósmicos con hermosos cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como presente en todas partes.

Para el poeta védico, la Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás del cual se mueven fuerzas imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus metáforas.

Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar. Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida atmosférica, en “el gran transparente de los aires”.

Cuando ellos invocan a Varuna (el Urano de los griegos), el Dios del cielo inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo.

Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y lo que será. Desde las cumbres del cielo, donde reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los hombres.




Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse del peso de su falta. Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa. Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción de la santidad”.

Agreguemos que esta religión se eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo. Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de los Vedas.

Con la noción de Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por excelencia.

Según A. Barth, en su obra “ Les religions de l’Inde”: “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las cosas.

Sus nacimientos son infinitos: bien que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado.

Él es el hermano mayor de los dioses,pontífice en el cielo como en la tierra, y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como protector, huésped y amigo de los hombres.

Amo y generador del sacrificio, Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica. Soma es el compañero de Agni.

En realidad es el brebaje de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador.

De allí es de donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres. Los dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los bienaventurados.

Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su vuelo a la oración. Alma del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”.

La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales del universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía viva. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a nuestros ojos, la Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas transformaciones.

Lo que prueba indudablemente que Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol simboliza el principio masculino. La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios. De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda.

Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza.

Esta idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en el mundo, la síntesis esotérica del politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo. De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada por Krishna y predicada por Jesús Cristo.

El sacrificio del fuego con sus ceremonias y sus plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del gran acto cosmogónico.

 Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la fórmula de invocación que acompaña al sacrificio.

Por esta razón, consideran a la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y creador de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia.

Para el sacerdote védico y brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden.

En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la afirman tan alta y claramente como es posible hacerlo. “Es una parte inmortal del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo glorioso formado por ti”.

Los poetas védicos no indican solamente el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el alma? “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y vuelven a venir”.

He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los arcanos. ¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica del universo?

No hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales anteriores y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de miras en la comprensión de la Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos.

Como un hermoso cristal de roca, la conciencia del poeta védico refleja el sol de la eterna verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la teosofía universal. Los principios de la doctrina permanente son todavía más visibles aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras religiones semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de los poetas védicos y de la transparencia de esa religión primitiva, tan alta y tan pura.

En aquella época, la distinción entre los misterios y el culto popular no existía. Pero leyendo atentamente los Vedas, detrás del padre de familia o el poeta oficiante de los himnos, se ve ya otro personaje más importante: el Rishi, el sabio, el iniciado, de quien ha recibido la verdad. Se ve también que esa verdad se ha transmitido por una tradición ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la raza aria. He ahí, pues, al pueblo ario lanzado en la carrera de conquista y civilización, a lo largo del Indus y del Ganges.

El genio invisible de Rama, la inteligencia de las cosas divinas, Deva Nahousha, reina sobre él. Agni, el fuego sagrado, circula por sus venas. Una aurora rosada envuelve a esta edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La familia está constituida, la mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces compone y canta ella misma los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien otoños”, dice un poeta.

Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá. El rey habita en un castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra va montado en un carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con una tiara, y resplandece como el dios Indra.

Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su autoridad, se verá elevarse cerca del palacio espléndido delMaharaja, o gran rey, la pagoda de piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses, gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas. Por el momento las castas existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta.

 El guerrero es sacerdote y el sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante del jefe o del rey. Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran porvenir. Cabellos y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos.

Ese muní, ese solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde se dedica a la meditación y a la vida ascética. De cuando en cuando viene para amonestar al jefe o al rey. Frecuentemente le rechazan, le desobedecen; pero le respetan y le temen.

 Ejerce ya un poder temible. Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y este munícasi desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada, habrá una lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el mendigo descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad. La historia de esa lucha es la del brahmanismo, como más tarde será la del buddhismo, y en ella se resume casi toda la historia de la India.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...