martes, 18 de septiembre de 2018

Los esotéricos Orígenes de los pueblos Indoarios (I)

Édouard Schuré (1841-1929) es un escritor francés, nacido el 21 de enero de 1841 en Estrasburgo. Falleció en París el 7 de octubre de 1929. Es escritor, filósofo y musicólogo, autor de novelas, de piezas de teatro, de escritos históricos, poéticos y filosóficos. Se le conoce mundialmente sobre todo por su obra Los Grandes Iniciados, obra en la que me he basado para escribir este artículo.

Nació en una familia protestante. Huérfano de madre a la edad de 5 años y de padre a la edad de 14 años, vivió a continuación con su profesor de Historia del instituto Jean Sturm hasta la edad de 20 años.

 Tras su bachillerato, Édouard Schuré se inscribe en la Facultad de Derecho para contentar a su abuelo materno que era el decano; pero esta disciplina lo aburre considerablemente, por lo que pasa la mayoría de las tardes en la Facultad de Letras con jóvenes estudiantes y artistas enamorados como él de la literatura y el arte.

 Entre ellos su amigo músico Victor Nessler y el historiador Rudolf Reuss. Tras terminar sus estudios de derecho, decide dedicarse a la poesía. En 1861, obtuvo sin embargo su licencia en derecho.

Estudió a numerosos filósofos con gran interés, particularmente Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Schelling, Fichte, Schopenhauer y Nietzsche. Intuitivamente atraído por los misterios antiguos, leyó con gran intérés un libro que contiene una descripción detallada de los Misterios de Eleusis, lo que le causó una gran impresión. A la muerte de su abuelo, heredó lo suficiente para vivir de sus posesiones e ingresos.

 Abandonó rápidamente el derecho y se trasladó a Alemania con el fin de escribir una historia de Lied que ya había emprendido bajo la dirección de uno sus profesores del instituo, Albert Grün, un refugiado político alemán que lo inició en la literatura alemana y en la filosofía de Hegel. Alsaciano, Edouard Schuré posee una doble cultura lo que le da un espíritu abierto e incluso universal que se ampliará aún más a raíz de su encuentro con Margarita Albana.




En 1866, Schuré está aún en Berlín, frecuenta asiduamente los salones literarios que a ella le apasionan. El 18 de octubre de 1866, se casa con Mathilde Nessler (1866-1922) y el matrimonio se establece en París. Publica su Historia de Lied, lo que lo introduce en los círculos literarios. Se le recibe en los salones de la Condesa de Agoult, donde conoce a Renan, Michelet, Taine y Jules Ferry.

Dirá de sí mismo, como lo destaca G. Jeanclaude en su obra sobre Schuré: “Tres grandes personalidades actuaron de una manera soberana sobre mi vida: Richard Wagner, Margarita Albana y Rudolf Steiner. Si pudiera investigar el misterio de estas tres personalidades y hacer la síntesis, habría solucionado el problema de mi vida.”(En su Diario en 1910).

¿Éramos capaces de percibir realmente ángeles y arcángeles en tiempos remotos? ¿Quién era ese hombre que a principios del siglo XX describía, como la cosa más evidente del mundo, lo que había sucedido en la misteriosa Atlántida? Estos temas los trató Rudolf Steiner, que es considerado uno de los grandes maestros espirituales del siglo XX y un verdadero intelectual del ocultismo. Si hay que creer a Trevor Ravenscroft, uno de los discípulos de Steiner, el Dr.W.J.Stein convenció a Sir Winston Churchill de que Adolf Hitler estaba fascinado por lo oculto y creía en los poderes mágicos de los primeros habitantes de la Atlántida.

Pero entre Hitler y Steiner había una diferencia abismal. El primero simpatizaba con la magia negra; el segundo con la magia blanca. Y una de las obsesiones del nazismo era acabar con la vida de Steiner. Efectivamente, sufrió varios atentados de los que consiguió librarse y seguir adelante, hasta que finalmente optaron por quemar, la noche del 31 de diciembre de 1922, su obra arquitectónica más emblemática: el Goetheanum. El 1° de enero de 1924 -primer aniversario del incendio- Steiner fue víctima de un nuevo atentado y, aunque reunió fuerzas suficientes para superarlo, lo hizo ya con una vitalidad muy mermada.

Murió en 1925, no sin antes haber diseñado la maqueta del segundo Goetheanum. Eduardo Schuré, nos describe así su impacto en el primer encuentro que tuvo con Steiner: “Nunca jamás olvidaré la impresión extraordinaria que me hizo este hombre al entrar en mi despacho. Tuve, por primera vez en mi vida, la convicción de encontrarme frente a una de esas personas sublimes, que tienen la percepción directa del más allá. Yo había descrito intuitiva y poéticamente hombres parecidos en mi libro Los Grandes Iniciados“.

En 1973, Trevor Ravenscroft publico su enigmático libro “La lanza del destino”. En esta obra declara que Adolfo Hitler comenzó la segunda Guerra Mundial para capturar la lanza, presumiendo que el interés de Hitler en la reliquia, originada probablemente con su interés en la ópera “Parsifal” de 1882 —por el compositor preferido de Hitler, Ricardo Wagner— que refiere a un grupo de caballeros y su protección del santo Grial, así como la recuperación de la lanza.

Aunque un número de dudas de los historiadores en la obsesión de Hitler con la lanza, como fue divulgada por Trevor Ravenscroft y otros, el trabajo reciente del investigador y del autor Alec MacLellan tiene material descubierto de la fuente original de Ravenscroft que parece validar algunas de las aserciones más extrañas. Ravenscroft mantuvo que la lanza entró en territorios estadounidenses el 30 de abril de 1945; específicamente, bajo el control del tercer ejército conducido por el general George S. Patton.

Más adelante se cumple la leyenda de que la pérdida de la Lanza significaba la muerte, al suicidarse Hitler. Patton se fascinó por el arma antigua e hizo verificar su autenticidad, mas no pudo utilizar la lanza, pues tenía órdenes del general Dwight Eisenhower de que la regalía completa de Habsburgo incluyendo la lanza de Longinos debía ser devuelta al palacio de los Hofburg, en Viena.

Es interesante observar que George Patton, en su poema «A través de un cristal oscuro», curiosamente se postula como Longinos en el transcurso de alguna vida anterior. Ravenscroft procuró en varias ocasiones definir las “energías misteriosas” que la leyenda dice que provee la lanza.

Él encontró que la lanza poseía algún espíritu hostil y malvado, a los que él refirió como el Anticristo. En una mezcla de física cuántica, de cristianismo y de ideas de la nueva Era, de que la lanza trae al “Dios enojado del viejo testamento“, que transfiere de alguna manera una parte del poder de la crucifixión a la lanza.

Rudolf Steiner nació en 1861 en Kraljevec (Hungría) en el seno de una familia humilde, y a los 23 años salió de la Escuela superior Técnica de Viena, con un doctorado en filosofía y diplomas en química, biología y física, siguiendo el consejo de un maestro desconocido y misterioso con quien se había encontrado a los 18 años.

Este maestro no sólo le enseñó la manera correcta de ver más allá del tiempo y del espacio, sino que además le indicó sobre la necesidad de que adquiriera un conocimiento profundo de la mentalidad científica para poder rebatir, de este modo, el materialismo imperante. Steiner fue secretario general de la sección alemana de la Sociedad Teosófica, creada por la maestra Blavatsky. Dimitió porque quería difundir un conocimiento más acorde con la tradición esotérica occidental.

Lo llamó Antroposofía y nació así, en 1913, la Sociedad General Antroposófica, con sede en Dornach, Basilea (Suiza), al pie de las montañas del Jura, donde comenzó en 1914 la construcción de un gran edificio, según las más antiguas tradiciones arquitectónicas. Se llamó Goetheanum en homenaje a Goethe. La Antroposofía es la unión del conocimiento esotérico y la ciencia. Para que esa unión sea efectiva, la Antroposofía sistematiza la investigación de los mundos suprasensibles para poderlo utilizar en la vida práctica.

El propósito de la Antroposofía es que el ser humano tome conciencia de que existe otra realidad más allá de la estrictamente física, que esta otra realidad es susceptible de investigarse, y que el producto de esta investigación revierte tanto en la ciencia como en el arte y la filosofía.

Zend Avesta (o Zen Dawasta) es el nombre general de los libros sagrados de los parsis, adoradores del fuego o del sol, como se les llama por ignorancia.

Tan poco es lo que se ha comprendido de las grandes doctrinas que se hallan todavía en los varios fragmentos que componen todo cuanto ha quedado ahora de la colección de obras religiosas, que el Zoroastrismo es llamado indistintamente Culto del Fuego, mazdeísmo, o Magismo, Dualismo, Culto del Sol, etc.

 El Avesta, tal como está ahora coleccionado, tiene dos partes, conteniendo la primera el Vendîdâd, el Vispêrat y el Yazna; y la segunda, denominada Khorda Avesta, estando compuesta de breves oraciones llamadas Gâh, Nyâyish, etc. Zend significa “comentario” o “explicación”, y Avesta (del antiguo persa âbâsthâ, “ley”).

 El Avesta es una colección de textos sagrados de la antigua Persia, pertenecientes a la religión zoroastriana y redactadas en avéstico. El Avesta conservado hasta nuestros días es una colección de textos litúrgicos que apenas alcanza la cuarta parte del Avesta completo, tal y como fue compilado en la época sasánida. Una descripción del Gran Avesta, compuesto por 21 nask (libros), se nos ha trasmitido en los libros octavo y noveno del Denkard (enciclopedia de la religión).

Ya en el siglo XIX se descubrió que entre los textos llegados hasta nosotros hay una pequeña parte, que constituye el corazón de la liturgia, escrita en una lengua más antigua que el resto del Avesta. Estas partes son los gathas (cantos), en un tipo de versificación similar a la de los himnos védicos, y el Yasna Haptanhaiti, escrito en la misma lengua, pero en prosa. Estas partes más antiguas se vienen atribuyendo tradicionalmente a Zoroastro, pero la realidad histórica de este personaje es cuestionable y su autoría de las gathas no se ha podido probar.

No hay ninguna edición completa del Avesta. La más utilizada y mejor es la de Geldner, aunque la más antigua de Westergaard es algo más completa, si bien sólo utiliza los manuscritos disponibles en bibliotecas europeas. Traducciones fiables más o menos completas son sólo la de Darmesteter al francés y la de Wolff al alemán. No hay ninguna traducción fiable al español.

 Según el Zend Avesta, Zoroastro preguntó a Ormuzd, el gran creador: “¿Quién es el primer hombre que habló contigo?”. Ormuzd respondió: “Es el hermano Yima, el que estaba a la cabeza de los Valientes. Yo le he dicho que vele sobre los mundos que me pertenecen y le di una espada de oro, una espada de victoria.




Y Yima avanzó por el camino del Sol y reunió los hombres valerosos en el célebre Airyana-Vaéja, creado puro”. Zoroastro (en griego) o Zarathustra (en avéstico), castellanizado Zaratustra es el nombre del profeta fundador del mazdeísmo (o zoroastrismo). Se sabe poco o nada de él de manera directa, y las pocas referencias que se conocen están rodeadas de misterio y leyenda. Hay discrepancias sobre el lugar de nacimiento de Zoroastro. Según algunas corrientes nació en Rhages (cerca de Teherán, en Irán), según otras en Afganistán o Kazajistán.

Otras fuentes argumentan que Zaratustra es más bien un título dado a una serie de maestros (hasta cuatro), más que el nombre de uno concreto de ellos, y que el hombre al que solemos referirnos como Zoroastro habría sido el último de la serie.

 Mediante cálculos indirectos sobre vagas referencias a otros personajes coetáneos o posteriores, se estima que nació entre el principio del primer milenio y el siglo VI a. C. De cualquier manera, Zoroastro llegó hasta el rey Guhtasp, que gobernaba una tribu situada posiblemente en Balkh (al noroeste de Kabul), en Afganistán. Zoroastro convenció al rey y a su tribu de sus creencias.

De esta manera llegó a religión oficial una de las primeras religiones monoteístas—aunque en un marco dualista— de la Historia, denominada mazdeísmo (o zoroastrismo).

 El nombre de mazdeísmo procede del nombre de la deidad Ahura Mazda, que está enfrentado a un ente maligno que recibe el nombre de Angra Mainyu o Ahrimán, hermano gemelo de Ahura Mazda. El conflicto entre el Bien y el Mal marca la vida de los hombres. Como base escrita del mazdeísmo, Zoroastro dejó una obra, el Avesta, redactado en avéstico.

Fue transmitido durante mucho tiempo de manera oral. En tiempos del Imperio sasánida se recopilaron los textos que pasaron al Avesta. Los más importantes son los cánticos sagrados, llamados gathas. Es posible que date de tiempos de los sasánidas, entre el siglo IV y VI d. C., aunque recogen una tradición oral mucho más antigua.

Durante su vida, Zoroastro se mostró fuertemente en contra de las religiones politeístas presentes en la zona del valle del Indo, la meseta oriental del Gran Irán y las márgenes y oasis del río Oxus. Si bien logró algunos éxitos, no fue hasta después de su muerte cuando el mazdeísmo alcanzó una gran expansión en buena parte de Asia Occidental y Central, convirtiéndose en religión oficial de los aqueménidas o de los sasánidas hasta bien entrada la Alta Edad Media.

Las bases sentadas por el mazdeísmo y la polarización total del Bien y del Mal ejercieron una influencia importante en el judaísmo y a través de él en las religiones monoteístas surgidas en el Oriente Próximo a finales de la Edad Antigua (el cristianismo y el islamismo).

La expansión del islam erradicó por completo el mazdeísmo, que pervivió de manera meramente testimonial en algunas comunidades ocultas de Persia y en la isla de Ormuz (en el Golfo Pérsico), y en la región de Bombay (en India). Zaratustra fue empleado como figura literaria por el filósofo Friedrich Nietzsche en textos como Así habló Zaratustra o Ecce Homo, pero se trata de un simple álter ego del autor a la hora de exponer sus teorías, y no tiene ningún vínculo riguroso con la figura histórica. Según Plinio el Viejo, sólo un hombre en el mundo, Zoroastro, había nacido con una sonrisa en los labios, lo que auguraba su sabiduría divina. Ormuzd o Ahura Mazda es un término empleado en el Zend Avesta.

 Es el dios de los zoroastrianos o parsis modernos. Está simbolizado por el sol, por cuanto es la Luz de las luces. Esotéricamente, es la síntesis de sus seis Amshaspends o Elohim, y el Logos creador. En el sistema mazdeísta exotérico, Ahura-Mazda es el Dios supremo, y uno con el Dios supremo de la edad védica, Varuna, si leemos los Vedas literalmente.

Ormuzd significa literalmente: “Gran Rey”, o según Burnouf, “Maestro sabio”. Es el Principio del Bien, en contraposición a Ahrimán, su sombra, que es el Principio del Mal. Por corrupción, el nombre de Ormuzd se ha cambiado a Oromazes u Oromasio.

Según un Himno védico, “ ¡Oh, Agni!. ¡Fuego sagrado!. ¡Fuego purificador!. Tú que duermes en el leño y subes en llamas brillantes sobre el altar, tú eres el corazón del sacrificio, el vuelo osado de la plegaria, la chispa escondida en todas las cosas y el alma gloriosa del Sol”.

 Y he ahí lo que cantaba, hace cuatro o cinco mil años, delante de un altar de tierra donde flameaba un fuego de hierbas secas, un poeta védico “El Cielo es mi Padre, él me ha engendrado. Tengo por familia todo este acompañamiento celeste.

Mi Madre es la gran Tierra. La parte más alta de su superficie es su matriz; allí el Padre fecunda el seno de aquélla, que es su esposa y su hija”. Una adivinación profunda, una conciencia grandiosa respira en esas extrañas palabras.

Ellas encierran el secreto del doble origen de la humanidad. Anterior y superior a la tierra es el tipo divino del hombre; celeste es el origen de su alma. Pero su cuerpo es el producto de los elementos terrestres fecundados por una esencia cósmica.

 Los besos de Uranos y de la gran Madre significan, en el lenguaje de los Misterios, las lluvias de almas o de mónadas espirituales, que vienen a fecundar los gérmenes terrestres: los principios organizadores, sin los que la materia sólo sería una masa inerte y difusa.

 La parte más alta de la superficie terrestre, que el poeta védico llama la matriz de la Tierra, designa los continentes y las montañas, cuna de las razas humanas. En cuanto al cielo, Varuna, el equivalente hindú del Urano de los griegos, representa el orden invisible, hiperfísico, eterno e intelectual, que abraza todo el Infinito del Espacio y del Tiempo.

Vemos los orígenes terrestres de la humanidad según las tradiciones esotéricas confirmadas, en parte, por la ciencia antropológica y etnológica de nuestros días. Las cuatro razas que comparten actualmente el Globo son hijas de tierras y zonas distintas.

Por creaciones sucesivas, lentas elaboraciones de la tierra en su crisol, los continentes han emergido de los mares a intervalos de tiempo considerables, que los sacerdotes antiguos de la India llamaban ciclos antediluvianos. A través de millares de años, cada continente ha engendrado su flora y su fauna, coronada por una raza humana de color diferente.

 El continente austral, tragado por el último gran diluvio, fue la cuna de la raza roja primitiva, de la que los Indios de América no son más que los restos, derivados de los trogloditas que se salvaron en los picos de los montes, cuando el continente se hundió. El África es la madre de la raza negra llamada etiópica por los griegos.

El Asia ha elaborado la raza amarilla que se conserva en China. La última en nacer, la raza blanca, salió de los bosques de Europa, entre las tempestades del Atlántico y las brisas del Mediterráneo. Todas las variedades humanas resultan de las mezclas, de las combinaciones, de generaciones o selecciones de esas cuatro grandes razas.

En los ciclos anteriores, la roja y la negra han reinado sucesivamente por medio de potentes civilizaciones que han dejado huellas en las construcciones ciclópeas y en la arquitectura de México. Los templos de la India y Egipto tenían acerca de esas civilizaciones desvanecidas, cifras y tradiciones escasas.

En nuestro ciclo la raza blanca domina, y si se mide la antigüedad probable del Egipto y la India, se hará remontar su preponderancia a siete u ocho mil años.

Esa división de la humanidad en cuatro razas sucesivas y originarias, era admitida por los más antiguos sacerdotes de Egipto. Ellas están representadas por cuatro figuras de tipos y tez diferentes en las pinturas de la tumba de Setis I en Tebas. La raza roja lleva el nombre de Rot; la raza asiática, de piel amarilla, el de Aruc; la africana o negra, el de Halasiu; la líbico-europea o blanca, de cabellos rubios, es de Tamahu.

 Según las tradiciones brahmánicas, la civilización ha comenzado sobre la Tierra hace cincuenta mil años, con la raza roja, sobre el continente austral, cuando Europa entera y parte del Asia estaban aún bajo el agua. Esas mitologías hablan también de una raza de gigantes anterior. Se han encontrado en ciertas cavernas del Tibet, osamentas humanas gigantescas, cuya conformación semeja más al mono que al hombre.

Ellas se relacionan con una humanidad primitiva, intermedia, aun vecina de la animalidad, que no poseía ni lenguaje articulado, ni organización social, ni religión. Porque estas tres cosas brotan siempre a la par: y ese es el sentido de aquella notable tríada bárdica que dice: “Tres cosas son primitivamente contemporáneas: Dios, la luz y la libertad”.

Las tríadas bárdicas o galesas (en galés, Trioedd Ynys Prydein, literalmente “Tríadas de la isla de Bretaña“) son un grupo de textos relacionados que se encontraron en manuscritos medievales que preservan fragmentos de folclore, mitología e historia tradicional galesa en grupos de tres.

El texto incluye referencias al rey Arturo y a otros personajes semihistóricos de la Britania posromana, figuras míticas tales como Bran el Bendito, personajes innegablemente históricos tales como Alan IV de Britania, duque de Bretaña (quien es llamado Alan Fyrgan) e incluso caracteres de la Edad del Hierro como Casivellauno y Carataco.




 Algunas tríadas simplemente dan una lista de tres caracteres con algo en común (como “los tres bardos frívolos de la isla de Bretaña“), mientras que otros incluyen una explicación narrativa sustancial. La forma de tríada probablemente se originó entre los bardos o poetas como una ayuda nemotécnica al componer sus poemas e historias y, más tarde, se convirtió en un recurso retórico de la literatura galesa. El cuento medieval galés Culhwch ac Olwen tiene muchas tríadas incrustadas en su narrativa.

Con el primer balbuceo de la palabra nació la sospecha vaga de un orden divino. Es el soplo de Jehovah en la boca de Adán, el verbo de Hermes, la ley del primer Manú, el fuego de Prometeo. Un Dios palpita en la fauna humana.

La raza roja, ya lo hemos dicho, ocupaba el continente astral, hoy sumergido, llamado Atlántida por Platón, según las tradiciones egipcias. Un gran cataclismo le destruyó en parte y dispersó sus restos.

Varias razas polinésicas, al igual que los Indios de la América del Norte y los Aztecas que Hernán Cortés encontró en México, son los supervivientes de la antigua raza roja, cuya civilización, perdida para siempre, tuvo sus días de gloria y de esplendor materiales. Todos esos descendientes llevan en sus almas la incurable melancolía de las viejas razas que mueren sin esperanza.

Después de la raza roja, la raza negra dominó sobre el globo. Hay que buscar su tipo superior en el abisinio y el nubio, en quienes se conserva el molde de esta raza llegada a su apogeo. Los negros invadieron el sur de Europa en tiempos prehistóricos y fueron rechazados por los blancos. Su recuerdo se ha borrado completamente de nuestras tradiciones populares. 

Sin embargo, han dejado dos huellas indelebles: horror al dragón que fue el emblema de sus reyes y la idea de que el diablo es negro. Los negros devolvieron el insulto a la raza rival haciendo blanco a su diablo. En los tiempos de su soberanía, los negros tuvieron centros religiosos en el Alto Egipto y la Judea. Sus ciudades ciclópeas coronaban las montañas del Cáucaso, de África y del Asia central. Su organización social consistía en una teocracia absoluta.

En la cima, sacerdotes temidos como dioses; abajo, tribus revoltosas, sin familia reconocida, las mujeres esclavas. Esos sacerdotes tenían conocimientos profundos, el principio de la unidad divina del universo y el culto de los astros que, bajo el nombre de sabeísmo, se infiltró entre los pueblos blancos. Véanse los historiadores árabes, así como Abul-Ghari, historia genealógica de los Tártaros, y Mohammed-Mosen, historiador de los Persas.

El sabeísmo es una antigua religión de la Península Arábiga preislámica surgida en la región de Saba (actual Yemen) en el sur. El sabeísmo era una religión que rendía culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba adorar a un solo Dios denominado Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento llamados al-Illat. Cada tribu sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la Luna, Júpiter, Mercurio y Venus (que tenía un templo en Sanaa).

También creían en espíritus totémicos de cada tribu y en los djins. Sus profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo igual que sus primos mandeos.

En la Kaaba, el altar de La Meca, habían muchos ídolos sabeos que fueron destruidos tras la conquista islámica de la ciudad. Los sabeos se dispersaron por todo el Medio Oriente e incluso se afirma (especialmente por parte de la Fe Bahai) que esta era la religión de Abraham antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia hacia la “Gente del Libro” en el Corán, aduciendo que estos eran los judíos, cristianos y sabeos (es decir las religiones monoteístas), los cuales tenían derecho a practicar su credo aunque pagando un impuesto.

Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de Gente del Libro fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y los zoroastrianos. Sin embargo, a diferencia de los mandeos y zoroastrianos que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos antiguos desaparecieron gradualmente siendo absorbidos por el Islam.

Un genio, del árabe جن yinn, es un ser fantástico de la mitología semítica. No debe confundirse esta palabra con otra idéntica que procede del latín genius.

En ocasiones en vez de genio se usa el término árabe, usualmente transcrito jinn o djinn, de acuerdo con la transcripción francesa o inglesa. En las tradiciones más antiguas, los genios eran los espíritus de pueblos desaparecidos, que actuaban de noche y se escondían al despuntar el día.

Otras tradiciones dicen que son seres de fuego. En todos los casos se trata de seres con características de duendes y otros seres mitológicos elementales de la naturaleza, que pueden, según su talante, atacar o ayudar al ser humano.

El islam incorporó parcialmente la antigua creencia en los genios, y de este modo son hoy en día personajes presentes en las tradiciones de todos los pueblos del área islámica. Es prácticamente seguro, sin embargo, que esos genios no responden únicamente a los genios semíticos originales, ya que la extensión del mensaje del Corán impuso un mismo nombre a muchas manifestaciones distintas propias de los países islamizados.

Así, en lugares donde el mazdeísmo hizo mella antes que el islam los genios son protagonistas de diversas prácticas mágicas alejadas de la ortodoxia sunní; para los tuareg, son tentadores del desierto y ladrones nocturnos, así como para los musulmanes de la India pueden ser molestos invasores del hogar que deben ser expulsados usando ciertas suras del Corán, en una ceremonia no muy distinta del exorcismo católico.

El islam considera a los genios seres creados de fuego sin humo, dotados como el ser humano de libre albedrío y que pueden obedecer a Dios o bien a Iblís, el demonio, a quien a veces se describe como tal, es decir como ángel caído, y a veces es considerado genio. En el Corán podemos leer: “Hemos creado al hombre de barro, de arcilla moldeable; Antes, del fuego ardiente habíamos creado a los genios”. Los genios son, pues, la tercera clase de seres creada por Dios, junto a los hombres y los ángeles. La creencia en esta tercera raza marca una diferencia respecto a las otras dos religiones monoteístas (cristianismo y judaísmo).

Los genios, a diferencia de los ángeles, comparten el mundo físico con los seres humanos y son tangibles, aunque sean invisibles o adopten formas diversas. Los genios y los humanos pueden casarse y procrear. Por esta razón, la jurisprudencia islámica medieval llegó a regular las condiciones relativas a matrimonio, descendencia y herencia entre genios y humanos.

Fueron muchos los pensadores musulmanes medievales que dudaron de la existencia de los genios (no así de la de los ángeles) o directamente la negaron, como Avicena, Al-Farabi o Ibn Jaldún. La creencia popular en los genios sigue estando muy extendida en las áreas rurales de algunos países islámicos y es muy frecuente su aparición en la literatura popular.

En occidente son conocidos sobre todo los genios malignos del tipo ifrit, a través de los cuentos de Las mil y una noches y sus adaptaciones cinematográficas. Una muestra a la vez de la creencia popular en los genios y de que pueden ser seres dignos de devoción e imitación la encontramos en Marruecos, donde, en el marco del muy popular culto a los morabitos o santones, se inscribe el culto a un personaje que no es humano sino genio.

Se trata del morabito Sidi Shamharush, situado en la aldea del mismo nombre en el Atlas, y al cual acude la gente de la zona en peregrinación para ganarse la baraka o bendición divina por intercesión del santón. El culto es similar al que se prodiga a otros morabitos, salvo por el hecho de que en este caso no gira alrededor de una tumba, ya que Sidi Shamharush no está muerto: vive de día bajo la forma de perro negro y por la noche adopta apariencia humana.

Pero entre la ciencia de los sacerdotes negros y el fetichismo grosero de las masas no había punto intermedio, arte idealista, mitología sugestiva. Por lo demás, una industria ya existente, el arte de manejar piedras colosales y de fundir los metales en hornos inmensos en que se hacía trabajar a los prisioneros de guerra.

En esta raza poderosa por la resistencia física, la energía pasional y la capacidad de asimilación, la religión fue, pues, el reino de la fuerza por el terror.

La Naturaleza y Dios no aparecieron casi a la conciencia de esos pueblos-niños más que bajo la forma del dragón, del terrible animal antediluviano que los reyes hacían pintar en sus banderas y los sacerdotes esculpían en la puerta de sus templos.

 Si el sol de África ha incubado la raza negra, se diría que los hielos del polo ártico han visto la florescencia de la raza blanca. Son los Hiperbóreos de que habla la mitología griega. 

Esos hombres de cabellos rojos, de ojos azules, vinieron del Norte a través de las selvas, iluminadas por auroras boreales, acompañados por perros y renos, mandados por jefes temerarios y animados, empujados por mujeres videntes. Cabellos de oro y ojos de azul: colores predestinados.

Esa raza debía inventar el culto del sol y del fuego sagrado y traer al mundo la nostalgia del cielo. Tan pronto ella se rebela contra éste hasta quererle escalar, como se prosternará ante sus esplendores en una adoración absoluta.

Como las otras, la raza blanca tuvo que libertarse del estado salvaje antes de adquirir conciencia de sí misma. Tiene ella por signos distintivos el gusto de la libertad individual, la sensibilidad reflexiva que crea el poder de la simpatía, y el predominio del intelecto, que da a la imaginación un sello idealista y simbólico. La sensibilidad anímica trajo la afección, la preferencia del hombre por una mujer; de ahí la tendencia de esta raza a la monogamia, el principio conyugal y la familia.

La precisión de libertad, unida a la sociabilidad, creó el clan con su principio electivo. La imaginación ideal creó el culto de los antepasados, que forma la raíz y el centro de la religión de los pueblos blancos.

El principio social y político, se manifiesta el día que un cierto número de hombres semisalvajes, ante el ataque de enemigos, se reúnen instintivamente y eligen al más fuerte y más inteligente entre ellos, para defenderles y mandarles: aquel día la sociedad nació. El jefe es un rey en germen; sus compañeros, nobles futuros; los viejos deliberantes, pero incapaces de andar, de la fatiga, forman ya una especie de Senado o asamblea de ancianos.

Pero ¿Cómo nació la religión? Se ha dicho que era el temor del hombre primitivo ante la Naturaleza. Pero el temor nada de común tiene con el respeto y el amor: aquél no liga el hecho a la idea, lo visible a lo invisible, el hombre a Dios. Mientras que el hombre sólo tembló ante la Naturaleza, no fue aún un hombre.

Lo fue sólo el día que asió el lazo que le relacionaba al pasado y al porvenir, a algo de superior y bienhechor, y donde él adoró esa misteriosa incógnita. Pero ¿cómo adoró él por vez primera?




El escritor francés Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825), en su “Histoire philosophique du genre humain”, lanza una hipótesis eminentemente genial y sugestiva sobre el modo de establecer el culto a los antepasados en la raza blanca: “En un clan belicoso, dos guerreros rivales se querellan.

Furiosos, van a matarse, ya han llegado a las manos. En ese momento, una mujer con el cabello en desorden se interpone entre los dos y los separa. Es la hermana de uno y la mujer del otro. Sus ojos arrojan llamas, su voz tiene el acento del mando. Ella dice en frases entrecortadas, incisivas, que ha visto en la selva al Antepasado de la raza, el guerrero victorioso de tiempos remotos, el heroll que se le ha aparecido.

Él no quiere que dos guerreros hermanos luchen, sino que se unan contra el enemigo común.”Es la sombra del gran Abuelo, el heroll me lo ha dicho, clama la mujer exaltada; ¡Él me ha hablado!. ¡Le he visto!” Lo que ella dice, lo cree. Convencida, convence.

 Emocionados, admirados y como abrumados por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran a esa mujer inspirada como una especie de divinidad. Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza blanca”.

En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan del hecho maravilloso. La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa profetizando en nombre del gran Abuelo.

Pronto esta mujer y otras semejantes, de pie sobre las rocas, en medio dé los claros del bosque, al ruido del viento y del océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en las brumas flotantes de las transparencias lunares. El último de los grandes celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas.

Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu. He ahí el comienzo de la religión. Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una melodía grave y significativa.

Todos los que han visto una verdadera sonámbula, han quedado admirados de la singular exaltación intelectual que se produce en su sueño lúcido. Para aquellos que no han sido testigos de tales fenómenos y que duden de ellos, citaremos un pasaje del célebre David Strauss, que no puede ser sospechoso de superstición.

El vio en casa de su amigo el doctor Justinus Kerner a la célebre “vidente de Prévorst” y la describe así: “Poco después, la visionaria cayó en un sueño magnético. Contemplé por vez primera el espectáculo de ese estado maravilloso, y, puedo decirlo, en su más pura y bella manifestación.

Era una cara con expresión de sufrimiento, pero elevada y tierna como inundada de un rayo celeste: una palabra pura, solemne, musical, una especie de recitado”; una abundancia de sentimientos que desbordaban y que se hubieran podido comparar a bandas de nubes, tan pronto luminosas como sombrías, resbalando sobre su alma, o también a brisas melancólicas y serenas impregnadas en las cuerdas de una maravillosa arpa eoliana”.

 De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo vemos brotar la religión y el culto, los sacerdotes y la poesía.

En Asia, en el Irán y en la India, donde los pueblos de raza blanca fundaron las primeras civilizaciones arias, mezclándose a pueblos de color diferente, los hombres adquirieron pronto supremacía sobre las mujeres en cuestiones de inspiración religiosa. Allí no oímos hablar más que de sabios, de rishis, de profetas. La mujer rechazada, sometida, ya no es sacerdotisa más que del hogar. Pero en Europa la huella del papel preponderante de la mujer se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante millares de años.

Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa del Edda, en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, y hasta en las Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo. La Vidente prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos.

 Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo en el comienzo de su lucha, varias veces secular, contra los negros. Pero la corrupción rápida y los enormes abusos de esta institución eran inevitables.

Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el terror. Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento esencial de su culto.

Los instintos heroicos de su raza los favorecían. Los Blancos eran valientes; sus guerreros despreciaban la muerte; a la primera llamada venían voluntariamente y por bravata a colocarse bajo el cuchillo de las sanguinarias sacerdotisas. Por medio de hecatombes humanas se lanzaban los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores de los antepasados.

Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus manos un formidable instrumento de dominio.

Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior. Dejada al azar de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el valor en ferocidad, la idea sublime del sacrificio en instrumento de tiranía, en explotación pérfida y cruel.

Pero la raza blanca estaba aún en su infancia violenta y loca. Apasionada en la esfera anímica, debía atravesar otras muchas y sangrientas crisis. Acababa de ser despertada por los ataques de la raza negra, que comenzaba a invadir el sur de Europa. Lucha desigual al principio. Los Blancos medio salvajes, salidos de sus bosques y habitaciones lacustres, no tenían otro recurso que sus arcos, sus lanzas y sus flechas con puntas de piedra.

 Los Negros tenían armas de hierro, armaduras de bronce, todos los recursos de una civilización industriosa y sus ciudades ciclópeas. Aplastados en el primer choque, los Blancos llevados cautivos empezaron a ser en masa esclavos de los Negros, que les forzaron a trabajar la piedra y a llevar el mineral a sus hornos. Pero algunos cautivos escapados llevaron a su patria los usos, las artes y fragmentos de ciencia de sus vencedores.

Aprendieron ellos de los Negros dos cosas capitales: la fundición de los metales y la escritura sagrada, es decir, el arte de fijar ciertas ideas por medio de signos misteriosos y jeroglíficos sobre pieles de animales, sobre piedra o corteza de fresnos; de ahí las runas de los celtas.

El metal fundido y forjado era el instrumento de la fuerza; la escritura sagrada fue el origen de la ciencia y de la tradición religiosa. La lucha entre la raza blanca y la raza negra osciló durante siglos desde los Pirineos al Cáucaso y desde el Cáucaso al Himalaya. La salvación de los Blancos se debió a sus selvas, donde, como las fieras, podían esconderse para salir de nuevo en el momento oportuno.

Enardecidos, aguerridos, mejor armados de siglo en siglo, los arrojaron de las costas de Europa e invadieron a su vez todo el norte de África y el centro de Asia, ocupada por tribus diversas. La mezcla de las dos razas se operó de dos modos distintos, por colonización pacífica o por conquista belicosa.

Fabre d’Olivet, ese maravilloso vidente del pasado prehistórico de la humanidad, parte de esa idea para emitir una visión luminosa sobre el origen de los pueblos llamados semíticos y de los pueblos arios. Allí donde los colonos blancos se habían sometido a los pueblos negros aceptando su dominación y recibiendo de sus sacerdotes la iniciación religiosa, allí se formaron los pueblos semíticos, como los Egipcios anteriores a Menes, los Árabes, los Fenicios, los Caldeos y los Judíos.

Las civilizaciones arias, al contrario, se formaron allí donde los Blancos habían reinado sobre los Negros por la guerra o la conquista, como los Iranios, los Hindúes, los Griegos, los Etruscos.

Agreguemos a esto que bajo la denominación de pueblos arios comprendemos también a todos los pueblos blancos que habían quedado en estado salvaje y nómada en la antigüedad, tales como los Escitas, los Getas, los Sármatas, los Celtas y más tarde los Germanos. Por este medio pudiera explicarse la diversidad fundamental de las religiones y también de la escritura en esas dos grandes categorías de naciones.

Entre los Semitas, donde la intelectualidad de la raza negra dominó al principio, se nota, sobre la idolatría popular, una tendencia al monoteísmo, el principio de la unidad del Dios oculto, absoluto y sin forma que fue uno de los dogmas esenciales de los sacerdotes de la raza negra y de su iniciación secreta.

 Entre los Blancos vencedores, o conservadores puros, se nota, al contrario, la tendencia al politeísmo, a la mitología, a la personificación de la divinidad, que proviene de su amor a la Naturaleza y de su culto apasionado por los antepasados. La diferencia principal entre la manera de escribir de los Semitas y los Arios, se explicará por la misma causa.

¿Por qué todos los pueblos semitas escriben de derecha a izquierda, y los arios de izquierda a derecha?.

La razón que de ello da Fabre d’Olivet es tan curiosa como original, y evoca ante nuestros ojos una verdadera visión de ese pasado perdido. Todo el mundo sabe que en los tiempos prehistóricos no había escritura vulgar. El uso de ella no se generalizó hasta la escritura fonética o arte de figurar por letras el sonido mismo de las palabras. Pero la escritura jeroglífica, o arte de representar las cosas por signos cualesquiera, es tan vieja como la civilización humana.

 Y siempre en esos tiempos primitivos, fue el privilegio del sacerdocio, como función religiosa y primitivamente como inspiración divina. Cuando en el hemisferio austral, los sacerdotes de la raza negra o meridional trazaban sobre pieles de animales o sobre tablas de piedra sus signos misteriosos, tenían por costumbre volverse hacia el polo sur; su mano se dirigía hacia el Oriente, fuente de luz. Escribían, pues, de derecha a izquierda. Los sacerdotes de la raza blanca o Septentrional aprendieron la escritura de los Negros y comenzaron por escribir como ellos.

Pero cuando el sentimiento de su origen se hubo desarrollado con la conciencia nacional y el orgullo de la raza, inventaron signos propios y en lugar de volverse hacia el Sur, hacia el país de los Negros, dieron cara al Norte, el país de los Antepasados, continuando la escritura hacia Oriente. Sus caracteres corren, pues, de izquierda a derecha.

De ahí la dirección de las runas célticas, del zend, del sánscrito, del griego, del latín y de todas las escrituras de las razas arias. Ellas corren hacia el Sol, fuente de la vida terrestre; pero miran al Norte, patria de los antepasados y fuente misteriosa de las auroras celestes. La corriente semita y la corriente aria: he ahí los dos ríos por donde nos han llegado todas nuestras ideas, mitologías y religiones, artes, ciencias y filosofías.

Cada una de estas corrientes lleva consigo una concepción opuesta de la vida, cuya reconciliación y equilibrio sería la verdad misma. La corriente semítica contiene los principios absolutos y superiores: la idea de la unidad y de la universalidad en nombre de un principio supremo que conduce, en su aplicación, a la unificación de la familia humana.

La corriente aria contiene la idea de la evolución ascendente en todos los reinos terrestres y supraterrestres, y conduce, en su aplicación, a la diversidad infinita de los desarrollos, en nombre de la riqueza de la Naturaleza y de las aspiraciones múltiples del alma.




El genio semita desciende de Dios al hombre; el genio ario sube del hombre a Dios. El uno se representa por el arcángel justiciero, que desciende sobre la tierra armado de la espada y del rayo; el otro por Prometeo, quien tiene en la mano el fuego robado del cielo y mide el Olimpo con la mirada para transferirlo luego a la tierra.

Nosotros llevamos esos dos genios en nuestro interior. Pensamos y obramos por turno bajo el imperio de uno u otro. Pero están entretejidos, no fundidos en nuestra intelectualidad.

 Ellos se contradicen y se combaten en nuestros íntimos sentimientos y en nuestros pensamientos sutiles, como en nuestra vida social y en nuestras instituciones.

Ocultos bajo formas múltiples, que se podrían resumir bajo los nombres genéricos de espiritualismo y naturalismo, dominan nuestras discusiones y nuestras luchas. Irreconciliables e invencibles los dos, ¿quién los unirá?. Y sin embargo, el avance, la salvación de la humanidad dependen de su conciliación y de su síntesis. Por tal razón, en este libro quisiéramos remontarnos hasta la fuente de las dos corrientes, al nacimiento de los dos genios.

Sobre las luchas históricas, las guerras religiosas, las contradicciones de los textos sagrados, pasaremos al interior de la conciencia misma de los fundadores y de los profetas que dieron a las religiones su movimiento inicial. Ellos tuvieron la intención profunda y la inspiración de lo alto, la luz viva que da la acción fecunda. Sí, la síntesis preexistía en ellos.

El rayo divino palideció y se oscureció entre sus sucesores; pero reaparece, brilla, cada ver que desde un punto cualquiera de la historia un profeta, un héroe o un vidente remonta a su foco. Porque sólo desde el punto de partida se divisa el objetivo. Desde el Sol radiante, el curso de los planetas.

Tal es la revelación en la historia, continua, graduada, multiforme como la Naturaleza; pero idéntica en su manantial, una como la verdad, inmutable como Dios. Remontando el curso de la corriente semita, llegamos por Moisés a Egipto, cuyos templos poseían, según Manetón, una tradición de 30.000 años. Remontando el curso de la corriente aria, llegamos a la India, donde se desenvolvió la primera grande civilización resultante de una conquista de la raza blanca. La India y Egipto fueron dos madres de religiones.

Los dos países tuvieron el secreto de la gran iniciación. Entraremos en sus santuarios. Pero sus tradiciones nos hacen remontar más alto aun, a una época anterior, donde los dos genios opuestos de que hemos hablado nos aparecen unidos en una inocencia primera y en una armonía maravillosa. Es la época aria primitiva. Gracias a los admirables trabajos de la ciencia moderna, gracias a la filología, a la mitología, a la etnología comparada, hoy nos es permitido entrever esa época.

 Ella se dibuja a través de los himnos védicos, que no son, sin embargo, más que su reflejo, con una sencillez patriarcal y una grandiosa fuerza de líneas, Edad viril y grave que se parece a la edad de oro que soñaron los, poetas. El dolor y la lucha existen sin embargo; pero hay en los hombres una confianza, una fuerza, una serenidad, que la humanidad no ha vuelto jamás a encontrar.

En la India el pensamiento se hará profundo, los sentimientos se afinarán. En Grecia las pasiones y las ideas se cubrirán con el prestigio del arte y el vestido mágico de la belleza. Pero ninguna poesía sobrepuja a ciertos himnos védicos en elevación moral, en alteza y amplitud intelectual.

Hay allí el sentimiento de lo divino en la Naturaleza, de lo invisible que la rodea y de la grande unidad que penetra el todo. ¿Cómo nació civilización semejante?. ¿Cómo se desarrolló tan alta intelectualidad en medio de guerras de raza y de la lucha contra la Naturaleza?.

Aquí se detienen las investigaciones y las conjeturas de la ciencia contemporánea. Pero las tradiciones religiosas de los pueblos, interpretadas en su sentido esotérico, van más lejos y nos permiten adivinar que la primera concentración del núcleo ario en el Irán se hizo por una especie de selección operada en el seno mismo de la raza blanca, bajo la égida de un conquistador y legislador, que dio a su pueblo una religión y una ley conformes con el genio de la raza.

En efecto, el libro sagrado de los Persas, el Zend-Avesta, habla de ese antiguo legislador bajo el nombre de Yima, y Zoroastro, al fundar una religión nueva, apela a ese predecesor como al primer hombre a quien habló Ormuzd, el Dios vivo, como Jesucristo apeló a Moisés. — El poeta persa Firdousi llama a ese mismo legislador Djem, el conquistador de los Negros —. En la epopeya india, en el Rámáyana, él aparece con el nombre de Rama, vestido de rey indio, rodeado de los esplendores de una civilización avanzada; pero conserva sus dos caracteres distintos de conquistador, renovador e iniciado. —

En las tradiciones egipcias la época de Rama es designada por el reino de Osiris, el señor de la luz, que precede al reino de Isis, la reina de los misterios —. En Grecia, en fin, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionisos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Orfeo dio ese nombre a la Inteligencia divina y el poeta Nonnus cantó la conquista de la India por Dionisos, según se contiene en las tradiciones de Eleusis.

Como los radios de un mismo círculo, todas esas tradiciones designan un centro común. Siguiendo su dirección, se puede llegar a él. Entonces por encima de los Vedas, sobre el Irán de Zoroastro, en el alba crepuscular de la raza blanca se ve salir de los bosques de la antigua Escitia al primer creador de la religión aria, ceñido con su doble tiara de conquistador y de iniciado, llevando en su mano el fuego místico, el fuego sagrado que iluminará a todas las razas. A Fabre d’Olivet pertenece el honor de haber encontrado ese personaje y de trazar la vía luminosa que a él conduce. 

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