Algunos autores, como René Alleau, en Hitler y las sociedades secretas, han creído ver el origen de esta «mediumnidad» de Hitler en una iniciación del Führer por parte de su fiel discípulo Rudolf Hess.
Para René Alleau, sería en Landsberg, con ocasión de su detención después del «putsch» fracasado de Múnich, donde Rudolf Hess, alemán de origen egipcio, habría impulsado a Hitler a la práctica de métodos ocultos.
Seguramente Hitler estaba ya familiarizado con semejantes prácticas debido a su formación mística anterior y a su afiliación al grupo Thule, y no debía desconocer la declaración gnóstica de 1908 de los teósofos, que se acerca a un punto de absoluta identidad con el credo nazi de Paul Ernst: «Hay uno de nuestros dogmas sobre el cual quiero insistir.
Se trata del dogma de la salvación femenina. La obra del Padre se ha cumplido, y la del Hijo, también. Queda la del Espíritu, que es la única que puede determinar la salvación definitiva de la Humanidad terrestre y preparar, por esta vía, la reconstitución del espíritu.
Ahora bien, el Espíritu, el Paráclito, como lo denominaban los cátaros, corresponde a lo que hay de femenino en la divinidad, y nuestras enseñanzas precisan que ésta es la única cara de Dios verdaderamente accesible a nuestra razón. ¿Cuál será exactamente la naturaleza de este nuevo y próximo mesías?». Este nuevo mesías imperial debía ser el señor del III Reich, adepto de esta magia negra a la que había sido iniciado, muy temprano, Adolf Hitler.
Poco importa saber si éste era el objetivo de los grupos teosóficos de entonces, o si su misión fue pervertida por la aparición del nazismo. La lección principal de este tipo de cosas es que la práctica del ocultismo y de la magia son cosas eminentemente peligrosas y que no deben estar al alcance de todos. Sobre este punto se puede afirmar que la primera víctima del nazismo fue Rudolf Steiner, quien se encontraba, podríamos decir, en la trayectoria de pensamiento de aquellos discípulos teósofos tan especiales que fueron los miembros del grupo Thule.
No sabemos si Rudolf Steiner representaba la verdadera corriente de la teosofía. Pero, al igual que para la francmasonería, existían en Alemania, a principios del siglo XX, dos corrientes opuestas en el seno de la teosofía: una corriente racista y dominadora, que se oponía a la Cábala hebraica, y una corriente humanitaria, de la que el antropósofo Rudolf Steiner era el dirigente.
Esta corriente, que aún perdura en Europa, afirma que existe una forma blanca y una forma negra de investigación mágica. A la forma blanca de esta magia se incorporan los discípulos de Steiner. Estos últimos afirman que las sociedades neopaganas proceden del mundo subterráneo del mal, del polo maléfico, del que uno puede preguntarse quiénes son los jefes.
Parece que René Guénon, en 1921, en su célebre obra El teosofismo, historia de una seudorreligión, pensaba del mismo modo, ya que escribía: «Pero, ¿no habrá quizá, detrás de todos estos movimientos, alguna cosa, por lo demás espantosa, que sus jefes tal vez no conocen y de la que son, por tanto, solamente simples instrumentos?».
Esta lucha entre la magia negra de la teosofía neopagana nazi y la magia blanca de Rudolf Steiner, o antroposofía, nos viene relatada por un iniciado en la obra capital de este testigo preferente que fue Rauschning: «Cierto día que el Führer estaba de benévolo humor, una mujer de su séquito, que no carecía de presencia de ánimo, se arriesgó a darle un consejo:
“Mi Führer —dijo—, no escojáis la magia negra. Tenéis, todavía hoy, la posibilidad de elegir entre la magia blanca y la magia negra. Pero en el instante en que os hayáis decidido por la magia negra, ésta no saldrá ya jamás de vuestro destino. No escojáis la vía mala del éxito rápido y fácil. Aún tenéis abierta para vos la vía que conduce al imperio de los espíritus puros.
No os dejéis apartar de este buen camino por criaturas ligadas al barro, que se aprovechan de vuestra fuerza creadora”». Y Rauschning, que no ha comprendido nada, prosigue: «Esta mujer inteligente expresaba, a su manera, las aprensiones que preocupaban a toda persona que estaba en contacto con Hitler: todos se daban cuenta de que el Führer se abandonaba a influencias maléficas de las cuales no era dueño». La guerra entre la magia blanca steineriana y la magia negra hitleriana se desarrolló mucho antes de la toma del poder por los nazis.
Ésta es, realmente, la prueba del peligro que representaba la antroposofía para sus adversarios. Hay que hacer notar que esta lucha pasó completamente inadvertida a los ojos de los europeos de entonces. Esto debería servir de advertencia para los que, incluso en nuestros días, rehúsan admitir la existencia de fuerzas ocultas que luchan en la sombra. Lo que sorprende a un observador de este fenómeno ideológico es que las primeras formaciones de las SA nazis dispersaron con gran violencia las conferencias de los teósofos steinerianos.
Las amenazas de muerte, que parece se llevaron a cabo después del acceso al poder por los hitlerianos, y los golpes de mano contra los locales de los discípulos de Steiner se multiplicaron, hasta culminar, en 1924, con el incendio de la sede de este grupo. Nos referimos al Goethaneum, erigido en Suiza por Steiner.
Este último, con sus miembros dispersos, sus archivos carbonizados, y no hallando ya apoyo frente al odio que se le testimoniaba, había de sucumbir, en 1925, a su pesadumbre. Sin embargo, la lucha de estas dos magias no debía detenerse aquí. Parece, efectivamente, que los discípulos de la «Rosa Blanca», organización de resistencia cuya red fue desmantelada por la Gestapo en plena guerra, habían sido una emanación de este movimiento.
La «Rosa», recordémoslo, era el símbolo del conocimiento: éste es el motivo por el que fue escogido por los gnósticos rosacrucianos.La Rosa Blanca (en alemán: Die weiße Rose) fue un grupo de resistencia organizado en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, que abogaba por la resistencia no violenta contra el régimen.
Fue fundado en junio de 1942 y existió hasta febrero de 1943. Los miembros de la Rosa Blanca, todos ellos cristianos militantes, redactaron, imprimieron y distribuyeron seis hojas en las que se animaba a la resistencia contra el nazismo.
“Mi Führer —dijo—, no escojáis la magia negra. Tenéis, todavía hoy, la posibilidad de elegir entre la magia blanca y la magia negra. Pero en el instante en que os hayáis decidido por la magia negra, ésta no saldrá ya jamás de vuestro destino. No escojáis la vía mala del éxito rápido y fácil. Aún tenéis abierta para vos la vía que conduce al imperio de los espíritus puros.
No os dejéis apartar de este buen camino por criaturas ligadas al barro, que se aprovechan de vuestra fuerza creadora”». Y Rauschning, que no ha comprendido nada, prosigue: «Esta mujer inteligente expresaba, a su manera, las aprensiones que preocupaban a toda persona que estaba en contacto con Hitler: todos se daban cuenta de que el Führer se abandonaba a influencias maléficas de las cuales no era dueño». La guerra entre la magia blanca steineriana y la magia negra hitleriana se desarrolló mucho antes de la toma del poder por los nazis.
Ésta es, realmente, la prueba del peligro que representaba la antroposofía para sus adversarios. Hay que hacer notar que esta lucha pasó completamente inadvertida a los ojos de los europeos de entonces. Esto debería servir de advertencia para los que, incluso en nuestros días, rehúsan admitir la existencia de fuerzas ocultas que luchan en la sombra. Lo que sorprende a un observador de este fenómeno ideológico es que las primeras formaciones de las SA nazis dispersaron con gran violencia las conferencias de los teósofos steinerianos.
Las amenazas de muerte, que parece se llevaron a cabo después del acceso al poder por los hitlerianos, y los golpes de mano contra los locales de los discípulos de Steiner se multiplicaron, hasta culminar, en 1924, con el incendio de la sede de este grupo. Nos referimos al Goethaneum, erigido en Suiza por Steiner.
Este último, con sus miembros dispersos, sus archivos carbonizados, y no hallando ya apoyo frente al odio que se le testimoniaba, había de sucumbir, en 1925, a su pesadumbre. Sin embargo, la lucha de estas dos magias no debía detenerse aquí. Parece, efectivamente, que los discípulos de la «Rosa Blanca», organización de resistencia cuya red fue desmantelada por la Gestapo en plena guerra, habían sido una emanación de este movimiento.
La «Rosa», recordémoslo, era el símbolo del conocimiento: éste es el motivo por el que fue escogido por los gnósticos rosacrucianos.La Rosa Blanca (en alemán: Die weiße Rose) fue un grupo de resistencia organizado en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, que abogaba por la resistencia no violenta contra el régimen.
Fue fundado en junio de 1942 y existió hasta febrero de 1943. Los miembros de la Rosa Blanca, todos ellos cristianos militantes, redactaron, imprimieron y distribuyeron seis hojas en las que se animaba a la resistencia contra el nazismo.
Era una red de resistencia muy particular y cuyos jóvenes miembros fueron decapitados en la prisión de Moabitt. Este grupo, ejecutado junto con los organizadores del fracasado atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, incluía al joven hijo del principal iniciador de Hitler Karl, Haushofer. Albrecht Haushofer, antes de perecer bajo el hacha del verdugo, debía dejar un poema cuya belleza y profundidad podrían servir de punto final a esta lucha.
Entre las sociedades secretas que pululaban en Alemania recién terminada la Primera Guerra Mundial, algunas son típicamente representativas de lo que llegará a ser la gnosis nazi. Entre éstas, la sociedad del Vril y el grupo Thule, denominado también Thulegesellschaft, son las que realmente parecen haber dado origen al movimiento hitleriano. En los orígenes de la sociedad del Vril, o Logia Luminosa, se encuentra al escritor francés Louis Jacolliot (1837-1890).
Éste había nutrido su inspiración en los pensadores esotéricos, entre ellos en Swedenborg, el iluminado sueco, en Jacob Boehme, el alquimista del siglo XV y uno de los fundadores de la secta Rosacruz, así como en Saint-Martin, el Papa del iluminismo francés del siglo XIX. Jacolliot pasó gran parte de su vida en Asia, y más concretamente en la India, donde sirvió largos años como diplomático.
Entre las obras de este escritor citemos algunos títulos significativos: Krishna y Cristo, Las tradiciones indoasiáticas, Reyes, sacerdotes y castas. Jacolliot ve el principio de toda acción humana transcendente en el Vril, formidable reserva de energía de la que el hombre no utiliza más que una ínfima parte. Cosa curiosa, el Vril existe en la India en tanto que secta esotérica, y, hace algunos años todavía, contaba con unos dos millones de adeptos repartidos por el Estado de Maisur.
Estas sectas adoran el Sol, y, cada mañana, saludan el nacimiento del día. Sus templos muestran, en los ángulos, inscripciones con motivos de cruces gamadas. La sociedad del Vril, fundada en Alemania a comienzos de siglo, tenía en este país lazos estrechos con los círculos teosóficos, y, fuera de él, con la «Golden Dawn» británica, fundada por Samuel Liddell “MacGregor” Mathers, famoso mago y una de las figuras más influyentes en el Ocultismo moderno.
Entre los miembros berlineses de la sociedad de Vril destaca el nombre de Karl Haushofer. Nacido en 1869, este personaje dará mucho que hablar hasta su muerte en 1946. Efectuó numerosos viajes a Oriente, principalmente al Japón, donde estudió el budismo, y a la India. En 1918, Karl Haushofer se instaló en Múnich, refugio de todas las sociedades secretas racistas, y fue uno de los primeros en adherirse al partido obrero alemán, fundado el mismo año por el obrero cerrajero Antón Drexler, partido que se transformó en el NSDAP, bajo el impulso de Adolf Hitler.
Entre las sociedades secretas que pululaban en Alemania recién terminada la Primera Guerra Mundial, algunas son típicamente representativas de lo que llegará a ser la gnosis nazi. Entre éstas, la sociedad del Vril y el grupo Thule, denominado también Thulegesellschaft, son las que realmente parecen haber dado origen al movimiento hitleriano. En los orígenes de la sociedad del Vril, o Logia Luminosa, se encuentra al escritor francés Louis Jacolliot (1837-1890).
Éste había nutrido su inspiración en los pensadores esotéricos, entre ellos en Swedenborg, el iluminado sueco, en Jacob Boehme, el alquimista del siglo XV y uno de los fundadores de la secta Rosacruz, así como en Saint-Martin, el Papa del iluminismo francés del siglo XIX. Jacolliot pasó gran parte de su vida en Asia, y más concretamente en la India, donde sirvió largos años como diplomático.
Entre las obras de este escritor citemos algunos títulos significativos: Krishna y Cristo, Las tradiciones indoasiáticas, Reyes, sacerdotes y castas. Jacolliot ve el principio de toda acción humana transcendente en el Vril, formidable reserva de energía de la que el hombre no utiliza más que una ínfima parte. Cosa curiosa, el Vril existe en la India en tanto que secta esotérica, y, hace algunos años todavía, contaba con unos dos millones de adeptos repartidos por el Estado de Maisur.
Estas sectas adoran el Sol, y, cada mañana, saludan el nacimiento del día. Sus templos muestran, en los ángulos, inscripciones con motivos de cruces gamadas. La sociedad del Vril, fundada en Alemania a comienzos de siglo, tenía en este país lazos estrechos con los círculos teosóficos, y, fuera de él, con la «Golden Dawn» británica, fundada por Samuel Liddell “MacGregor” Mathers, famoso mago y una de las figuras más influyentes en el Ocultismo moderno.
Entre los miembros berlineses de la sociedad de Vril destaca el nombre de Karl Haushofer. Nacido en 1869, este personaje dará mucho que hablar hasta su muerte en 1946. Efectuó numerosos viajes a Oriente, principalmente al Japón, donde estudió el budismo, y a la India. En 1918, Karl Haushofer se instaló en Múnich, refugio de todas las sociedades secretas racistas, y fue uno de los primeros en adherirse al partido obrero alemán, fundado el mismo año por el obrero cerrajero Antón Drexler, partido que se transformó en el NSDAP, bajo el impulso de Adolf Hitler.
Con todo, el papel de Karl Haushofer, fundador de la geopolítica, no fue tan importante como se ha querido dar a entender. Es en el grupo Thule donde hay que buscar la inspiración auténtica del nazismo. La Thulegesellschaft, para repetir su denominación alemana, fue creada en agosto de 1918 por iniciativa del barón Von Sebottendorf, extraño personaje.
El propio grupo Thule no era más que una emanación de una sociedad secreta mucho más importante titulada Orden de los Germanos (Germanenorden) fundada en 1912, y de la que Sebottendorf era uno de los dirigentes, puesto que desde enero de 1918 se le había confiado la dirección de la provincia bávara de la Orden. Nacido en Sajonia en 1875, Sebottendorf había realizado, antes de la guerra de 1914, numerosos viajes al Próximo Oriente.
Durante la guerra de los Balcanes de 1912-1913, dirigió la organización de la Media Luna Roja y fue elevado a la jefatura de la Orden del Rosario (Rosenkranz). Sea lo que fuera, la influencia de este personaje era considerable, ya que, después de la derrota de 1918, podía amenazar impunemente al jefe de la policía muniquesa con desencadenar pogromos que derribarían al Gobierno en caso de que un miembro del grupo Thule fuera molestado.
Dentro de este caldo de cultivo de las sectas racistas y ocultistas, surgió el DAP (Partido Obrero Alemán), fundado por Antón Drexler, movimiento que debía hallar su expresión definitiva en el NSDAP y su gran inspirador, Adolf Hitler. La Thulegesellschaft amparaba una red de grupos que se inspiraban en la misma doctrina racista y antisemita de base ocultista.
Entre estos grupos había la Unión del Martillo, la cual contaba entre sus miembros influyentes a Gottfried Feder, uno de los futuros jefes del partido nazi. Las reuniones tenían lugar en Múnich, eje de los movimientos secretos y contrarios a la República de Weimar, régimen político y periodo histórico que tuvo lugar en Alemania tras su derrota al término de la Primera Guerra Mundial, y que se extendió entre los años 1919 y 1933.
En este círculo de iniciados, se descubre igualmente la presencia de Hans Frank, el abogado nazi futuro gobernador general de Polonia, de siniestra memoria, que en esta época gravitaba alrededor de una sociedad de heráldica e investigaciones genealógicas dirigida por el doctor W. Daumenlang, quien había encontrado de nuevo, en el blasón de los Hohenzollern, laHakenkreuz, o cruz gamada, bajo la forma de rueda solar.
Por lo que se refiere al Völkischer Beobachter, el órgano de Prensa que más tarde, bajo el impulso de Alfred Rosenberg, se convertida en el periódico oficial del partido nazi, acababa de ser adquirido por Sebottendorf en nombre de la Thulegesellschaft. Dietrich Eckart, que fue durante largo tiempo el mentor de Hitler, facilitó la operación de compra del periódico proporcionando una suma muy importante cuyo origen permanece en el misterio.
En su obra Bevor Hitler kam (Antes de que Hitler venga), aparecida en Alemania en 1933, el fundador de la Thulegesellschaft recuerda cuál fue la fuente esotérica de su doctrina, que demuestra que los fundadores del partido nazi no desdeñaban extraer del Islam, religión en pleno movimiento, accesible al esoterismo procedente de Egipto, parte de su inspiración gnóstica.
El propio grupo Thule no era más que una emanación de una sociedad secreta mucho más importante titulada Orden de los Germanos (Germanenorden) fundada en 1912, y de la que Sebottendorf era uno de los dirigentes, puesto que desde enero de 1918 se le había confiado la dirección de la provincia bávara de la Orden. Nacido en Sajonia en 1875, Sebottendorf había realizado, antes de la guerra de 1914, numerosos viajes al Próximo Oriente.
Durante la guerra de los Balcanes de 1912-1913, dirigió la organización de la Media Luna Roja y fue elevado a la jefatura de la Orden del Rosario (Rosenkranz). Sea lo que fuera, la influencia de este personaje era considerable, ya que, después de la derrota de 1918, podía amenazar impunemente al jefe de la policía muniquesa con desencadenar pogromos que derribarían al Gobierno en caso de que un miembro del grupo Thule fuera molestado.
Dentro de este caldo de cultivo de las sectas racistas y ocultistas, surgió el DAP (Partido Obrero Alemán), fundado por Antón Drexler, movimiento que debía hallar su expresión definitiva en el NSDAP y su gran inspirador, Adolf Hitler. La Thulegesellschaft amparaba una red de grupos que se inspiraban en la misma doctrina racista y antisemita de base ocultista.
Entre estos grupos había la Unión del Martillo, la cual contaba entre sus miembros influyentes a Gottfried Feder, uno de los futuros jefes del partido nazi. Las reuniones tenían lugar en Múnich, eje de los movimientos secretos y contrarios a la República de Weimar, régimen político y periodo histórico que tuvo lugar en Alemania tras su derrota al término de la Primera Guerra Mundial, y que se extendió entre los años 1919 y 1933.
En este círculo de iniciados, se descubre igualmente la presencia de Hans Frank, el abogado nazi futuro gobernador general de Polonia, de siniestra memoria, que en esta época gravitaba alrededor de una sociedad de heráldica e investigaciones genealógicas dirigida por el doctor W. Daumenlang, quien había encontrado de nuevo, en el blasón de los Hohenzollern, laHakenkreuz, o cruz gamada, bajo la forma de rueda solar.
Por lo que se refiere al Völkischer Beobachter, el órgano de Prensa que más tarde, bajo el impulso de Alfred Rosenberg, se convertida en el periódico oficial del partido nazi, acababa de ser adquirido por Sebottendorf en nombre de la Thulegesellschaft. Dietrich Eckart, que fue durante largo tiempo el mentor de Hitler, facilitó la operación de compra del periódico proporcionando una suma muy importante cuyo origen permanece en el misterio.
En su obra Bevor Hitler kam (Antes de que Hitler venga), aparecida en Alemania en 1933, el fundador de la Thulegesellschaft recuerda cuál fue la fuente esotérica de su doctrina, que demuestra que los fundadores del partido nazi no desdeñaban extraer del Islam, religión en pleno movimiento, accesible al esoterismo procedente de Egipto, parte de su inspiración gnóstica.
Así, Sebottendorf no dudaba en escribir: «El Islam no es una religión petrificada. Por el contrario, su vitalidad es mayor que la del cristianismo. ¿De dónde puede venir su fuerza?
De su fuente oculta, de un agua viva que en los primeros tiempos de la Iglesia lo fecundaba todo, y que suscitó en la Edad Media las floraciones más maravillosas».
Sólo se puede comprender esta inmersión en las fuentes de las grandes religiones, zoroastrismo, maniqueísmo, budismo, islamismo, intentando situarse en el especialísimo enfoque de los nuevos señores de Alemania.
A sus ojos, era preciso encontrar por todos los medios «el hilo del conocimiento perdido», y para conseguirlo había que utilizar las corrientes esotéricas tradicionales, que son las únicas que permiten reconstituir, página tras página, el «Gran libro de la mitología aria». «Es necesario —señala Sebottendorf— demostrar que la francmasonería oriental aún conserva fielmente en nuestra época las antiguas enseñanzas de la sabiduría, olvidadas por la francmasonería moderna, cuya constitución en 1717 representó una separación de la vía justa».
Según su propia visión, Sebottendorf se creía llamado a cumplir una misión: «Al revelar la fuente de estos misterios, no se me puede reprochar ninguna profanación ni sacrilegio. Éste es el camino que las órdenes de derviches acostumbran a utilizar, con objeto de adquirir fuerzas especiales mediante técnicas particulares.
La mayoría de ellos son hombres que aspiran a la suprema iniciación, aquella de donde proceden los que se han formado y preparado en sus misiones de jefes espirituales del Islam… Esta suprema iniciación es la base práctica de la francmasonería y constituía la obra de los alquimistas y rosacrucianos.
Mas para responder a la acusación de una posible traición por mi parte, tengo que declarar que este texto ha sido escrito a petición de los jefes de la Orden. La razón de ello es la siguiente: una vasta organización de la incredulidad, de dimensiones monstruosas, quiere someter al mundo civilizado. Las instituciones religiosas están tan profundamente minadas que ni siquiera pueden rehacerse ni oponer una resistencia unificada. Si no aparecen jefes espirituales en Occidente, el caos puede arrastrar a todos al abismo.
En semejante peligro, los hermanos musulmanes se acordaron de que la tradición afirma que hubo un tiempo en que se conocía en Europa la ciencia suprema… La angustia del momento hizo desaparecer toda objeción a la publicación (de esta obra)». En esta iniciación, Sebottendorf reivindica como a su maestro al dirigente de la Unión del Martillo, Theodor Fritsch (1825- 1933), autor del Manual de la cuestión judía, que obtuvo en su tiempo cierto éxito. El libro de Fritsch evocaba los grandes mitos del pasado.
De su fuente oculta, de un agua viva que en los primeros tiempos de la Iglesia lo fecundaba todo, y que suscitó en la Edad Media las floraciones más maravillosas».
Sólo se puede comprender esta inmersión en las fuentes de las grandes religiones, zoroastrismo, maniqueísmo, budismo, islamismo, intentando situarse en el especialísimo enfoque de los nuevos señores de Alemania.
A sus ojos, era preciso encontrar por todos los medios «el hilo del conocimiento perdido», y para conseguirlo había que utilizar las corrientes esotéricas tradicionales, que son las únicas que permiten reconstituir, página tras página, el «Gran libro de la mitología aria». «Es necesario —señala Sebottendorf— demostrar que la francmasonería oriental aún conserva fielmente en nuestra época las antiguas enseñanzas de la sabiduría, olvidadas por la francmasonería moderna, cuya constitución en 1717 representó una separación de la vía justa».
Según su propia visión, Sebottendorf se creía llamado a cumplir una misión: «Al revelar la fuente de estos misterios, no se me puede reprochar ninguna profanación ni sacrilegio. Éste es el camino que las órdenes de derviches acostumbran a utilizar, con objeto de adquirir fuerzas especiales mediante técnicas particulares.
La mayoría de ellos son hombres que aspiran a la suprema iniciación, aquella de donde proceden los que se han formado y preparado en sus misiones de jefes espirituales del Islam… Esta suprema iniciación es la base práctica de la francmasonería y constituía la obra de los alquimistas y rosacrucianos.
Mas para responder a la acusación de una posible traición por mi parte, tengo que declarar que este texto ha sido escrito a petición de los jefes de la Orden. La razón de ello es la siguiente: una vasta organización de la incredulidad, de dimensiones monstruosas, quiere someter al mundo civilizado. Las instituciones religiosas están tan profundamente minadas que ni siquiera pueden rehacerse ni oponer una resistencia unificada. Si no aparecen jefes espirituales en Occidente, el caos puede arrastrar a todos al abismo.
En semejante peligro, los hermanos musulmanes se acordaron de que la tradición afirma que hubo un tiempo en que se conocía en Europa la ciencia suprema… La angustia del momento hizo desaparecer toda objeción a la publicación (de esta obra)». En esta iniciación, Sebottendorf reivindica como a su maestro al dirigente de la Unión del Martillo, Theodor Fritsch (1825- 1933), autor del Manual de la cuestión judía, que obtuvo en su tiempo cierto éxito. El libro de Fritsch evocaba los grandes mitos del pasado.
Fritsch ejerció una influencia notable sobre las teorías de la Orden de los Germanos, fundada en 1912, la cual agrupaba a ciertas logias de la francmasonería prusiana (racista), así como a asociaciones antisemitas declaradas. «En mayo de 1914, en Thale —relata Sebottendorf—, los militantes de la Germanenorden formaron una alianza secreta, la primera logia antisemita, destinada a combatir, en tanto que sociedad consciente, a la alianza secreta judía». La Orden de los Germanos se titulaba igualmente «Alianza para el deber del arte original alemán y para el conocimiento», lo que dice mucho acerca de sus objetivos secretos.
El grupo Thule se convirtió en una filial particularmente activa de la sociedad nativa, ya que los principales intelectuales nazis debían surgir de él, apropiándosele numerosos ritos, principalmente el del saludo «Sieg Heil», según los testimonios del propio Sebottendorf. Lo que hace suponer que decía la verdad es la prohibición de su libro, decretado por el Gobierno nazi en 1934. Se supone que decía demasiadas cosas. He aquí, según Ray Petitfrére, en su obra La mística de la cruz gamada, cuáles eran las reglas de la Germanenorden animada por el barón alemán: «1° La Orden sólo aceptaba como miembro a todo alemán capaz de demostrar la pureza de su sangre hasta la tercera generación.
Las mujeres (como en los Iluminados de Baviera) sólo eran admitidas en el grado de amistad, y no debían tener relaciones conyugales más que con un alemán de sangre pura. 2° Debía concederse una importancia especial a la propaganda racista. Era preciso aplicar al hombre las experiencias que se habían realizado en el reino vegetal y animal, y había que demostrar que la causa fundamental de toda miseria consistía en la mezcla de las razas».
En vísperas de la guerra de 1914, un centenar de logias se habían formado ya en todas partes a través de Alemania, agrupando a varios millares de miembros. Naturalmente, toda la organización era secreta.
En diciembre de 1917, bajo el impulso de Von Sebottendorf, se decidió la publicación de las Noticias generales de la Orden, destinada solamente a los iniciados, y de lasRunas, accesibles a los titulares del grado de amistad. En esta ocasión, Von Sebottendorf asumió la dirección del importante cargo de jefe para Baviera; y el mismo Sebottendorf escribe estas líneas reveladoras: «Esta elección fue importante, ya que Baviera se convertía así en la cuna del movimiento nacionalsocialista».
En las publicaciones de la Orden figuraba en lugar preeminente la cruz gamada, acompañada del símbolo del dios Wotan. En cuanto a la denominación «Thule», que sucedió a la «Orden de los Germanos» hasta el punto de absorberla por completo, resulta muy evocador el mito del continente hiperbóreo.
Este nombre forzosamente tenía que atraer a Sebottendorf, siempre a la búsqueda de símbolos mágicos. Por lo demás, el hombre era muy versado en astrología, ya que hizo numerosos horóscopos para altas personalidades. Por su iniciativa, a partir de 1918 las logias se reunían todos los sábados, que es el día de Saturno, astro ligado al destino de Adolf Hitler, nacido bajo el signo de Aries, que transcribió el signo astrológico en su firma.
El grupo Thule se convirtió en una filial particularmente activa de la sociedad nativa, ya que los principales intelectuales nazis debían surgir de él, apropiándosele numerosos ritos, principalmente el del saludo «Sieg Heil», según los testimonios del propio Sebottendorf. Lo que hace suponer que decía la verdad es la prohibición de su libro, decretado por el Gobierno nazi en 1934. Se supone que decía demasiadas cosas. He aquí, según Ray Petitfrére, en su obra La mística de la cruz gamada, cuáles eran las reglas de la Germanenorden animada por el barón alemán: «1° La Orden sólo aceptaba como miembro a todo alemán capaz de demostrar la pureza de su sangre hasta la tercera generación.
Las mujeres (como en los Iluminados de Baviera) sólo eran admitidas en el grado de amistad, y no debían tener relaciones conyugales más que con un alemán de sangre pura. 2° Debía concederse una importancia especial a la propaganda racista. Era preciso aplicar al hombre las experiencias que se habían realizado en el reino vegetal y animal, y había que demostrar que la causa fundamental de toda miseria consistía en la mezcla de las razas».
En vísperas de la guerra de 1914, un centenar de logias se habían formado ya en todas partes a través de Alemania, agrupando a varios millares de miembros. Naturalmente, toda la organización era secreta.
En diciembre de 1917, bajo el impulso de Von Sebottendorf, se decidió la publicación de las Noticias generales de la Orden, destinada solamente a los iniciados, y de lasRunas, accesibles a los titulares del grado de amistad. En esta ocasión, Von Sebottendorf asumió la dirección del importante cargo de jefe para Baviera; y el mismo Sebottendorf escribe estas líneas reveladoras: «Esta elección fue importante, ya que Baviera se convertía así en la cuna del movimiento nacionalsocialista».
En las publicaciones de la Orden figuraba en lugar preeminente la cruz gamada, acompañada del símbolo del dios Wotan. En cuanto a la denominación «Thule», que sucedió a la «Orden de los Germanos» hasta el punto de absorberla por completo, resulta muy evocador el mito del continente hiperbóreo.
Este nombre forzosamente tenía que atraer a Sebottendorf, siempre a la búsqueda de símbolos mágicos. Por lo demás, el hombre era muy versado en astrología, ya que hizo numerosos horóscopos para altas personalidades. Por su iniciativa, a partir de 1918 las logias se reunían todos los sábados, que es el día de Saturno, astro ligado al destino de Adolf Hitler, nacido bajo el signo de Aries, que transcribió el signo astrológico en su firma.
Añadamos que el signo oficial de la Thulegesellschaft, el que decoraba las logias, representaba la cruz gamada atravesada por dos lanzas. La derrota de 1918 favoreció a los grupos esotéricos racistas, que se aprovecharon de la desesperación de numerosos alemanes.
Así ocurre que el 9 de noviembre de 1918, es decir, dos días antes del armisticio, Sebottendorf pronuncia el discurso siguiente, que es muy significativo: «Tengo la intención de comprometer a laThulegesellschaft en este combate —dijo— durante todo el tiempo que conserve el Martillo de Hierro…
Hago juramento de ello sobre esta cruz gamada, sobre este signo que para nosotros es sagrado, con objeto de que tú lo oigas. ¡Oh, Sol triunfante!, y mantendré mi fidelidad ante ti. Tened confianza en mí, como yo la tengo en vosotros… Nuestro Dios es el padre del combate, y su runa es la del águila…, que es el símbolo de los arios. Igualmente, para indicar la facultad de combustión espontánea del águila, se la representará en rojo…
Éste es nuestro símbolo, el águila roja, que nos recuerda que es preciso pasar por la muerte para poder revivir». Fijémonos en la adhesión al simbolismo del águila, que será recogida por los nazis, juntamente con la cruz gamada, así como la creencia neognóstica en la encarnación de las almas, en medio de este delirio esotérico destinado a impresionar a los oyentes. En su libro Bevor Hitler kam, Sebottendorf publicó la lista completa de todos los miembros del partido nazi que hablan pertenecido al grupo Thule.
Entre los jefes del movimiento hitleriano, se destacan los nombres siguientes: Adolf Hitler; que formaba parte del grupo como hermano visitador; RudolfHess, nacido el 26 de abril de 1894 en Alejandría (Egipto). Frecuenta las Universidades suizas, donde hasta 1914, aprende lenguas extranjeras. Enrolado voluntariamente por toda la duración de la guerra, termina su campaña como oficial de aviación.
Uno de los primeros adeptos al partido nazi, participa en el «putsch» de Múnich y comparte la cautividad de Hitler en la prisión de Landsberg. Ministro de Estado en 1933, y delfín designado por el Führer a partir de 1937, hasta su huida a Inglaterra en 1941; Alfred Rosenberg, nacido el 12 de enero de 1893.
Colaborador de D. Eckart y redactor jefe del Völkischer Beobachter en 1924. Reichsleiter del partido nazi, ideólogo oficial, ministro y jefe de los Servicios Exteriores del NSDAP. Autor, entre otras obras, de la famosa El mito del siglo XX; Rudolf vonSebottendorf, de verdadero nombre, Glauer. Fue adoptado en 1911 por el barón Von Sebottendorf, del que tomó su nombre tras su muerte. Expulsado de Alemania como indeseable, ya que era súbdito turco desde 1911, regresó a Turquía en 1924, De 1929 a 1931, recorrió México y América.
Falleció, ahogado, en 1945; Max Aman, que se convertirá en el director de las ediciones del partido nazi; Anton Drexler, fundador y presidente del partido obrero alemán, que se transformará en partido nacionalsocialista obrero alemán; DietrichEckart, redactor jefe del Völkischer Beobachter y consejero de Hitler. Muerto en 1923; Hans Frank, Doctor en Derecho, abogado y consejero jurídico del NSDAP, más tarde gobernador general de la Polonia ocupada (1940);
Así ocurre que el 9 de noviembre de 1918, es decir, dos días antes del armisticio, Sebottendorf pronuncia el discurso siguiente, que es muy significativo: «Tengo la intención de comprometer a laThulegesellschaft en este combate —dijo— durante todo el tiempo que conserve el Martillo de Hierro…
Hago juramento de ello sobre esta cruz gamada, sobre este signo que para nosotros es sagrado, con objeto de que tú lo oigas. ¡Oh, Sol triunfante!, y mantendré mi fidelidad ante ti. Tened confianza en mí, como yo la tengo en vosotros… Nuestro Dios es el padre del combate, y su runa es la del águila…, que es el símbolo de los arios. Igualmente, para indicar la facultad de combustión espontánea del águila, se la representará en rojo…
Éste es nuestro símbolo, el águila roja, que nos recuerda que es preciso pasar por la muerte para poder revivir». Fijémonos en la adhesión al simbolismo del águila, que será recogida por los nazis, juntamente con la cruz gamada, así como la creencia neognóstica en la encarnación de las almas, en medio de este delirio esotérico destinado a impresionar a los oyentes. En su libro Bevor Hitler kam, Sebottendorf publicó la lista completa de todos los miembros del partido nazi que hablan pertenecido al grupo Thule.
Entre los jefes del movimiento hitleriano, se destacan los nombres siguientes: Adolf Hitler; que formaba parte del grupo como hermano visitador; RudolfHess, nacido el 26 de abril de 1894 en Alejandría (Egipto). Frecuenta las Universidades suizas, donde hasta 1914, aprende lenguas extranjeras. Enrolado voluntariamente por toda la duración de la guerra, termina su campaña como oficial de aviación.
Uno de los primeros adeptos al partido nazi, participa en el «putsch» de Múnich y comparte la cautividad de Hitler en la prisión de Landsberg. Ministro de Estado en 1933, y delfín designado por el Führer a partir de 1937, hasta su huida a Inglaterra en 1941; Alfred Rosenberg, nacido el 12 de enero de 1893.
Colaborador de D. Eckart y redactor jefe del Völkischer Beobachter en 1924. Reichsleiter del partido nazi, ideólogo oficial, ministro y jefe de los Servicios Exteriores del NSDAP. Autor, entre otras obras, de la famosa El mito del siglo XX; Rudolf vonSebottendorf, de verdadero nombre, Glauer. Fue adoptado en 1911 por el barón Von Sebottendorf, del que tomó su nombre tras su muerte. Expulsado de Alemania como indeseable, ya que era súbdito turco desde 1911, regresó a Turquía en 1924, De 1929 a 1931, recorrió México y América.
Falleció, ahogado, en 1945; Max Aman, que se convertirá en el director de las ediciones del partido nazi; Anton Drexler, fundador y presidente del partido obrero alemán, que se transformará en partido nacionalsocialista obrero alemán; DietrichEckart, redactor jefe del Völkischer Beobachter y consejero de Hitler. Muerto en 1923; Hans Frank, Doctor en Derecho, abogado y consejero jurídico del NSDAP, más tarde gobernador general de la Polonia ocupada (1940);
Todos estos nombres nos ilustran sobre el sustrato del grupo Thule y los verdaderos orígenes del nazismo. Veremos ahora cómo nació el partido nacionalsocialista, o nazi, después de los prometedores inicios del grupo esotérico.
Cuando fue desmovilizado, tras cuatro años de guerra en el barro de las trincheras, Hitler sintió la derrota de Alemania como una injusticia y una traición, que inmediatamente imputó a los socialistas y a los judíos. Decidido, según sus propias palabras, «a entrar en la política», a partir de setiembre de 1919 se entregó a la búsqueda de un movimiento político nuevo capaz de conciliar el nacionalismo y las aspiraciones sociales de las capas populares.
Con motivo de una reunión en una cervecería de Múnich, Hitler descubrió el pequeño partido fundado por Antón Drexler. La Thulegesellschaft había intervenido ya en este núcleo político que constituía el partido obrero alemán, introduciendo en él a uno de sus agentes en la persona de Karl Harrer, miembro influyente del grupo esotérico, en el mes de marzo de 1919. Este periodista había realizado entonces la fusión del círculo político de trabajadores con el nuevo partido.
Cuando Hitler penetró en la sala de reunión de la cerveceria «Sterneckbräu», Gottfried Feder, miembro eminente de la Thulegesellschaft, estaba hablando. Feder, que había de convertirse en el responsable de economía del NSDAP, se percató al instante de la presencia de Hitler, no sólo por lo que este personaje tenía de insólito, sino, sobre todo, porque aquella cara no le era desconocida.
Feder había dado, algún tiempo antes, cursos de política destinados al Ejército, cursos que Hitler había seguido regularmente antes de ser desmovilizado. En realidad, el joven Adolf Hitler tenía ya sus partidarios desde hacía algún tiempo. Pero su virulenta intervención, en el curso de la reunión, contra el discurso de un autonomista bávaro, atrajo la atención sobre él. Antón Drexler invitó a Hitler a participar, a partir de entonces, en las sesiones de su comité.
Hitler aceptó la invitación y se inscribió unos días más tarde en el DAP en calidad de miembro n.° 7, número sagrado. Pero fue Dietrich Eckart, escritor y periodista de nombradía, ya inscrito en el partido de Drexler y miembro de laThulegesellschaft, quien «lanzó» realmente a Hitler, proporcionándole los fondos necesarios para sostener una primera campaña de propaganda. Eckart tomó a Hitler bajo su protección e hizo de él su pupilo político.
Le presentó, así, al capitán Roehm, oficial político de la Reichswehr y que disponía de numerosos apoyos en las esferas dirigentes del Ejército, principalmente por medio de su jefe jerárquico, el general Von Epp. Roehm aportaba de este modo a Hitler la benévola tolerancia de los medios militares y del Gobierno bávaro, sumamente valiosa en tales comienzos políticos. Toda la operación estaba muy bien planeada.
Cuando fue desmovilizado, tras cuatro años de guerra en el barro de las trincheras, Hitler sintió la derrota de Alemania como una injusticia y una traición, que inmediatamente imputó a los socialistas y a los judíos. Decidido, según sus propias palabras, «a entrar en la política», a partir de setiembre de 1919 se entregó a la búsqueda de un movimiento político nuevo capaz de conciliar el nacionalismo y las aspiraciones sociales de las capas populares.
Con motivo de una reunión en una cervecería de Múnich, Hitler descubrió el pequeño partido fundado por Antón Drexler. La Thulegesellschaft había intervenido ya en este núcleo político que constituía el partido obrero alemán, introduciendo en él a uno de sus agentes en la persona de Karl Harrer, miembro influyente del grupo esotérico, en el mes de marzo de 1919. Este periodista había realizado entonces la fusión del círculo político de trabajadores con el nuevo partido.
Cuando Hitler penetró en la sala de reunión de la cerveceria «Sterneckbräu», Gottfried Feder, miembro eminente de la Thulegesellschaft, estaba hablando. Feder, que había de convertirse en el responsable de economía del NSDAP, se percató al instante de la presencia de Hitler, no sólo por lo que este personaje tenía de insólito, sino, sobre todo, porque aquella cara no le era desconocida.
Feder había dado, algún tiempo antes, cursos de política destinados al Ejército, cursos que Hitler había seguido regularmente antes de ser desmovilizado. En realidad, el joven Adolf Hitler tenía ya sus partidarios desde hacía algún tiempo. Pero su virulenta intervención, en el curso de la reunión, contra el discurso de un autonomista bávaro, atrajo la atención sobre él. Antón Drexler invitó a Hitler a participar, a partir de entonces, en las sesiones de su comité.
Hitler aceptó la invitación y se inscribió unos días más tarde en el DAP en calidad de miembro n.° 7, número sagrado. Pero fue Dietrich Eckart, escritor y periodista de nombradía, ya inscrito en el partido de Drexler y miembro de laThulegesellschaft, quien «lanzó» realmente a Hitler, proporcionándole los fondos necesarios para sostener una primera campaña de propaganda. Eckart tomó a Hitler bajo su protección e hizo de él su pupilo político.
Le presentó, así, al capitán Roehm, oficial político de la Reichswehr y que disponía de numerosos apoyos en las esferas dirigentes del Ejército, principalmente por medio de su jefe jerárquico, el general Von Epp. Roehm aportaba de este modo a Hitler la benévola tolerancia de los medios militares y del Gobierno bávaro, sumamente valiosa en tales comienzos políticos. Toda la operación estaba muy bien planeada.
No faltan más que dos personajes para reconstituir el «puzzle» original de la empresa. Rudolf Hess y Alfred Rosenberg aportaron al naciente movimiento el refuerzo de sus conocimientos «secretos».
Estos dos personajes tuvieron, desde 1920 a 1925, una enorme influencia sobre Hitler, a quien predicaron el evangelio del grupo Thule. Hess y Rosenberg fueron presentados a Hitler por Dietrich Eckart, el cual aparece así decididamente como el eje de la primera aventura hitleriana. Rudolf Hess había nacido en Egipto en 1896.
Hess recibió una sólida educación escolar y universitaria en Suiza, antes de alistarse en el Ejército, en 1914, para terminar la guerra como oficial de aviación. Nacionalista ardiente y atraído por el placer de lo insólito, Hess se inscribió en el grupo Thule, Fue él quien presentó a Hitler al célebre político Karl Haushofer, antiguo general y profesor en la Universidad de Múnich.
Si añadimos a esta lista a Max Amann, el antiguo sargento mayor de Hitler en el frente y miembro también de la Thulegesellschaft, que se convertirá en el editor y hombre de negocios del partido, tenemos ya a los principales protagonistas en el origen de la primera aventura hitleriana. Todas estas personas pertenecían a sociedades secretas, grupo Thule o sociedad del Vril. No resulta, por tanto, sorprendente encontrarlas a cada paso mezcladas con la ejecución de los ritos de la nueva religión de la cruz gamada.
Disponiendo a partir de aquel momento de una base política, de unos apoyos financieros importantes y de un aparato secreto, que podía guiar Hitler, el partido nazi iba a convertirse en la máquina de guerra de estos nuevos gnósticos, máquina que tenía en su cabeza un formidable detonador, Adolf Hitler, único hombre que poseía las cualidades suficientes para despertar otra vez a Alemania de su sueño letárgico y hacer de ella el instrumento dócil de sus proyectos mágicos. En su lecho de muerte, en 1923, Dietrich Eckart aconsejó a sus íntimos:
«Seguid a Hitler. Él bailará, pero soy yo quien ha escrito la música. Le hemos dado los medios para comunicarse con ellos. No sintáis mi muerte: yo habré influido sobre la Historia más que ningún otro alemán». La personalidad de Hitler fue siempre un enigma, incluso a los ojos de sus más próximos colaboradores. Con mayor motivo, los historiadores que quieren bosquejar un retrato fidedigno del jefe del III Reich se enfrentan a una situación embarazosa. Se ha descrito, alternativamente, a Hitler como un loco, un genio, un criminal, un poseso, o incluso un pequeño burgués.
Como toda personalidad excepcional, Hitler tenía un alma compleja, inasequible, que escapaba a cualquier juicio tajante. Las nociones del bien y del mal no tienen ya ningún sentido cuando se aplican a semejante personaje, cuya extraña singularidad atrae siempre a las multitudes ávidas de misterio. Lo que es cierto es el aspecto profético, místico y visionario de este moderno mago negro, que puede, asimismo, presentar al mundo la faz repelente de un cínico, de un ser duro e insensible, capaz de enviar a la muerte sin el menor escrúpulo a todos cuantos pudieran estorbarle.
Estos dos personajes tuvieron, desde 1920 a 1925, una enorme influencia sobre Hitler, a quien predicaron el evangelio del grupo Thule. Hess y Rosenberg fueron presentados a Hitler por Dietrich Eckart, el cual aparece así decididamente como el eje de la primera aventura hitleriana. Rudolf Hess había nacido en Egipto en 1896.
Hess recibió una sólida educación escolar y universitaria en Suiza, antes de alistarse en el Ejército, en 1914, para terminar la guerra como oficial de aviación. Nacionalista ardiente y atraído por el placer de lo insólito, Hess se inscribió en el grupo Thule, Fue él quien presentó a Hitler al célebre político Karl Haushofer, antiguo general y profesor en la Universidad de Múnich.
Si añadimos a esta lista a Max Amann, el antiguo sargento mayor de Hitler en el frente y miembro también de la Thulegesellschaft, que se convertirá en el editor y hombre de negocios del partido, tenemos ya a los principales protagonistas en el origen de la primera aventura hitleriana. Todas estas personas pertenecían a sociedades secretas, grupo Thule o sociedad del Vril. No resulta, por tanto, sorprendente encontrarlas a cada paso mezcladas con la ejecución de los ritos de la nueva religión de la cruz gamada.
Disponiendo a partir de aquel momento de una base política, de unos apoyos financieros importantes y de un aparato secreto, que podía guiar Hitler, el partido nazi iba a convertirse en la máquina de guerra de estos nuevos gnósticos, máquina que tenía en su cabeza un formidable detonador, Adolf Hitler, único hombre que poseía las cualidades suficientes para despertar otra vez a Alemania de su sueño letárgico y hacer de ella el instrumento dócil de sus proyectos mágicos. En su lecho de muerte, en 1923, Dietrich Eckart aconsejó a sus íntimos:
«Seguid a Hitler. Él bailará, pero soy yo quien ha escrito la música. Le hemos dado los medios para comunicarse con ellos. No sintáis mi muerte: yo habré influido sobre la Historia más que ningún otro alemán». La personalidad de Hitler fue siempre un enigma, incluso a los ojos de sus más próximos colaboradores. Con mayor motivo, los historiadores que quieren bosquejar un retrato fidedigno del jefe del III Reich se enfrentan a una situación embarazosa. Se ha descrito, alternativamente, a Hitler como un loco, un genio, un criminal, un poseso, o incluso un pequeño burgués.
Como toda personalidad excepcional, Hitler tenía un alma compleja, inasequible, que escapaba a cualquier juicio tajante. Las nociones del bien y del mal no tienen ya ningún sentido cuando se aplican a semejante personaje, cuya extraña singularidad atrae siempre a las multitudes ávidas de misterio. Lo que es cierto es el aspecto profético, místico y visionario de este moderno mago negro, que puede, asimismo, presentar al mundo la faz repelente de un cínico, de un ser duro e insensible, capaz de enviar a la muerte sin el menor escrúpulo a todos cuantos pudieran estorbarle.
Sabidos son sus dones prodigiosos como orador que predicaba el nuevo evangelio de los arios, resucitando con una intuición inquietante la elocuencia medieval de los profetas místicos y de los iluminados. Él mismo, en Mein Kampf, habla del poder mágico del verbo.
Cuando se dirigía a las multitudes, Hitler entraba verdaderamente en trance, estableciendo una comunicación mediúmnica con su auditorio, proyectando su fluido hacia la masa, de la cual, en reciprocidad, recogía su impulso, como un acumulador recoge la corriente eléctrica. Era realmente elTrommel, el tambor de Alemania, como le gustaba titularse a sí mismo.
«Este hombre —escribe Otto Strasser, en su obra Hitler y yo—, que, como una membrana sensible, registra las vibraciones del corazón humano, ha sabido, con una intuición que ningún don consciente podría remplazar, convertirse en el portavoz de los deseos más secretos, de los instintos a menudo menos confesables, de los sufrimientos y de las íntimas rebeliones de su pueblo».
Si Hitler pudo desempeñar este papel de magnetizador del pueblo alemán, sin duda lo debe a sus orígenes bávaros. Alemania meridional es un semillero de médiums: Stockhamer, los hermanos Schneider, ocultistas conocidos en el mundo entero, nacieron, como Adolf Hitler, en la pequeña ciudad deBraunau del Inn. En las conversaciones privadas que sostuvo con las celebridades de su tiempo, Hitler conservaba también este mismo poder de fascinación.
Uno de sus secretarios (Doce años junto a Hitler) ha relatado el hecho: «Cuando Hitler hablaba, bien fuera con un solo interlocutor o ante una multitud, este don se manifestaba con la misma intensidad. Literalmente, fascinaba e imponía su voluntad. (…) Emanaba de él este fluido magnético que nos acerca a las personas o, por el contrario, nos separa de ellas. (…)
Este extraordinario poder sugestivo explica el que hombres desesperados que acudían a verle volvieran a partir llenos de confianza». En el proceso de Nuremberg, el mariscal Von Blomberg confirmó, gracias a su testimonio, estas afirmaciones que podrían parecer exageradas:
«Era casi imposible contradecir a Hitler, no sólo porque hablaba siempre con una extrema volubilidad y una gran violencia, sino también porque tenía, de hombre a hombre, una influencia tan grande que uno se sentía más o menos forzado a seguirle y a participar de sus ideas. Era indiferente que se dirigiera a un solo hombre o a un millón.
Os arrastraba y os convencía a pesar vuestro. Su magnetismo personal era formidable. Tenía un enorme poder de sugestión». Wilhelm Keitel,Mariscal de Campo alemán y destacado líder nazi durante la Segunda Guerra Mundial, afirmó: «Hitler era un motor formidable».
Cuando se dirigía a las multitudes, Hitler entraba verdaderamente en trance, estableciendo una comunicación mediúmnica con su auditorio, proyectando su fluido hacia la masa, de la cual, en reciprocidad, recogía su impulso, como un acumulador recoge la corriente eléctrica. Era realmente elTrommel, el tambor de Alemania, como le gustaba titularse a sí mismo.
«Este hombre —escribe Otto Strasser, en su obra Hitler y yo—, que, como una membrana sensible, registra las vibraciones del corazón humano, ha sabido, con una intuición que ningún don consciente podría remplazar, convertirse en el portavoz de los deseos más secretos, de los instintos a menudo menos confesables, de los sufrimientos y de las íntimas rebeliones de su pueblo».
Si Hitler pudo desempeñar este papel de magnetizador del pueblo alemán, sin duda lo debe a sus orígenes bávaros. Alemania meridional es un semillero de médiums: Stockhamer, los hermanos Schneider, ocultistas conocidos en el mundo entero, nacieron, como Adolf Hitler, en la pequeña ciudad deBraunau del Inn. En las conversaciones privadas que sostuvo con las celebridades de su tiempo, Hitler conservaba también este mismo poder de fascinación.
Uno de sus secretarios (Doce años junto a Hitler) ha relatado el hecho: «Cuando Hitler hablaba, bien fuera con un solo interlocutor o ante una multitud, este don se manifestaba con la misma intensidad. Literalmente, fascinaba e imponía su voluntad. (…) Emanaba de él este fluido magnético que nos acerca a las personas o, por el contrario, nos separa de ellas. (…)
Este extraordinario poder sugestivo explica el que hombres desesperados que acudían a verle volvieran a partir llenos de confianza». En el proceso de Nuremberg, el mariscal Von Blomberg confirmó, gracias a su testimonio, estas afirmaciones que podrían parecer exageradas:
«Era casi imposible contradecir a Hitler, no sólo porque hablaba siempre con una extrema volubilidad y una gran violencia, sino también porque tenía, de hombre a hombre, una influencia tan grande que uno se sentía más o menos forzado a seguirle y a participar de sus ideas. Era indiferente que se dirigiera a un solo hombre o a un millón.
Os arrastraba y os convencía a pesar vuestro. Su magnetismo personal era formidable. Tenía un enorme poder de sugestión». Wilhelm Keitel,Mariscal de Campo alemán y destacado líder nazi durante la Segunda Guerra Mundial, afirmó: «Hitler era un motor formidable».
¿Cómo ejercía Hitler este poder?
El historiador Benoist-Méchin, que en 1941 tuvo una estrecha relación con Hitler, quedó impresionado por esta mirada extraña: «Sus ojos —dos ojos tan extraños que no me han permitido ver otra cosa que ellos— eran de un azul claro y transparente, estriados en gris. Se habría dicho que estaban vacíos y como privados de vida.
Pero rápidamente uno se veía obligado a rectificar este juicio. Lo que daba esta sensación de vacío era su fijeza. Se podría decir que las pupilas de Hitler, en lugar de observar al mundo, estaban vueltas hacia dentro y contemplaban un espectáculo que se desarrollaba en el interior de sí mismo.
A diferencia de la mayoría de las personas, cuya mirada se dirige a vosotros —o que incluso puede llegar a transparentaros—, la del Canciller parecía que os aspiraba y os arrastraba a su mundo interior. Se experimentaba como una especie de vértigo, al que uno no podía sustraerse más que por un esfuerzo de voluntad».
A partir de estas observaciones y del testimonio de algunos hombres que le habían conocido, ciertas personas creyeron poder afirmar que Hitler estaba manipulado por poderes invisibles, estos «superiores desconocidos» evocados por Herman Rauschning. Dotado de una fuerza mental extraordinaria, el Führer se habría escapado de las manos de sus iniciadores y, al igual que el «golem» de la Edad Media, se habría vuelto contra sus creadores.
Al decir de Rauschning (en Hitler me ha dicho), el hombre habría entrado en contacto con seres misteriosos que le aterrorizaban: «Una persona de su entorno me dijo que se despertaba por la noche profiriendo gritos convulsivos. Pide ayuda. Sentado en el borde de la cama, parece paralizado. Está sobrecogido por un pánico que le hace temblar hasta el punto de sacudir la cama. Lanza vociferaciones confusas e incomprensibles. Jadea como si estuviera a punto de ahogarse.
La misma persona me contó una de estas crisis, con detalles que me negaría a creer si mi informador no me mereciera absoluto crédito. Hitler estaba de pie, en su habitación, vacilante, mirando alrededor de sí con la mirada extraviada. “¡Es él! iEs él! ¡Ha venido aquí!”, gemía. Sus labios estaban azulados y le caían gruesas gotas de sudor.
De pronto, dijo unas cifras sin ningún sentido, luego pronunció unas palabras, fragmentos de frases. Era espantoso. Empleaba términos ligados de un modo raro, totalmente extraños. Después, se había vuelto otra vez silencioso, aunque continuaba moviendo los labios. Entonces, le hicieron unas fricciones y le obligaron a tomar una bebida. Luego, súbitamente, rugió: “iAllí! ¡En el rincón! ¿Quién está allí?”
Golpeaba el lo con el pie y gritaba. Le tranquilizaron diciéndole que no ocurría nada de extraordinario, y entonces, poco a poco, se fue calmando». Es cierto, aunque se ponga en duda el testimonio precedente, que el personaje de Hitler presenta un aspecto bastante desconcertante. Goebbels, ministro de Propaganda, que era uno de sus íntimos, confió un día a su ayudante de campo, el príncipe de Schaumburg-Lippe:
«Trabajo con él desde hace años, le veo casi cada día, y, no obstante, hay momentos en que se me escapa por completo. ¿Quién puede vanagloriarse de conocerle tal como realmente es? En el mundo de la fatalidad absoluta, donde él se mueve, nada tiene ya sentido, ni el bien, ni el mal, ni el tiempo, ni el espacio, y lo que los hombres llaman el éxito no puede servir de criterio.
Me tomará usted por un loco, pero escuche lo que voy a decirle: es probable que Hitler desemboque en una catástrofe. Pero sus ideas, transformadas, obtendrán de ella una nueva fuerza. Hitler tiene enemigos en el mundo que barruntan cuál puede ser su verdadera personalidad. Pero dudo que, aparte de mí, tenga un solo amigo que lo sepa. Y, a pesar de esto, lo que hay en última instancia lo ignoro. ¿Es realmente un hombre? No podría jurarlo. Hay momentos en que me produce escalofríos».
El historiador Benoist-Méchin, que en 1941 tuvo una estrecha relación con Hitler, quedó impresionado por esta mirada extraña: «Sus ojos —dos ojos tan extraños que no me han permitido ver otra cosa que ellos— eran de un azul claro y transparente, estriados en gris. Se habría dicho que estaban vacíos y como privados de vida.
Pero rápidamente uno se veía obligado a rectificar este juicio. Lo que daba esta sensación de vacío era su fijeza. Se podría decir que las pupilas de Hitler, en lugar de observar al mundo, estaban vueltas hacia dentro y contemplaban un espectáculo que se desarrollaba en el interior de sí mismo.
A diferencia de la mayoría de las personas, cuya mirada se dirige a vosotros —o que incluso puede llegar a transparentaros—, la del Canciller parecía que os aspiraba y os arrastraba a su mundo interior. Se experimentaba como una especie de vértigo, al que uno no podía sustraerse más que por un esfuerzo de voluntad».
A partir de estas observaciones y del testimonio de algunos hombres que le habían conocido, ciertas personas creyeron poder afirmar que Hitler estaba manipulado por poderes invisibles, estos «superiores desconocidos» evocados por Herman Rauschning. Dotado de una fuerza mental extraordinaria, el Führer se habría escapado de las manos de sus iniciadores y, al igual que el «golem» de la Edad Media, se habría vuelto contra sus creadores.
Al decir de Rauschning (en Hitler me ha dicho), el hombre habría entrado en contacto con seres misteriosos que le aterrorizaban: «Una persona de su entorno me dijo que se despertaba por la noche profiriendo gritos convulsivos. Pide ayuda. Sentado en el borde de la cama, parece paralizado. Está sobrecogido por un pánico que le hace temblar hasta el punto de sacudir la cama. Lanza vociferaciones confusas e incomprensibles. Jadea como si estuviera a punto de ahogarse.
La misma persona me contó una de estas crisis, con detalles que me negaría a creer si mi informador no me mereciera absoluto crédito. Hitler estaba de pie, en su habitación, vacilante, mirando alrededor de sí con la mirada extraviada. “¡Es él! iEs él! ¡Ha venido aquí!”, gemía. Sus labios estaban azulados y le caían gruesas gotas de sudor.
De pronto, dijo unas cifras sin ningún sentido, luego pronunció unas palabras, fragmentos de frases. Era espantoso. Empleaba términos ligados de un modo raro, totalmente extraños. Después, se había vuelto otra vez silencioso, aunque continuaba moviendo los labios. Entonces, le hicieron unas fricciones y le obligaron a tomar una bebida. Luego, súbitamente, rugió: “iAllí! ¡En el rincón! ¿Quién está allí?”
Golpeaba el lo con el pie y gritaba. Le tranquilizaron diciéndole que no ocurría nada de extraordinario, y entonces, poco a poco, se fue calmando». Es cierto, aunque se ponga en duda el testimonio precedente, que el personaje de Hitler presenta un aspecto bastante desconcertante. Goebbels, ministro de Propaganda, que era uno de sus íntimos, confió un día a su ayudante de campo, el príncipe de Schaumburg-Lippe:
«Trabajo con él desde hace años, le veo casi cada día, y, no obstante, hay momentos en que se me escapa por completo. ¿Quién puede vanagloriarse de conocerle tal como realmente es? En el mundo de la fatalidad absoluta, donde él se mueve, nada tiene ya sentido, ni el bien, ni el mal, ni el tiempo, ni el espacio, y lo que los hombres llaman el éxito no puede servir de criterio.
Me tomará usted por un loco, pero escuche lo que voy a decirle: es probable que Hitler desemboque en una catástrofe. Pero sus ideas, transformadas, obtendrán de ella una nueva fuerza. Hitler tiene enemigos en el mundo que barruntan cuál puede ser su verdadera personalidad. Pero dudo que, aparte de mí, tenga un solo amigo que lo sepa. Y, a pesar de esto, lo que hay en última instancia lo ignoro. ¿Es realmente un hombre? No podría jurarlo. Hay momentos en que me produce escalofríos».
Las afirmaciones de Hitler: «Sigo, con la seguridad de un sonámbulo, el camino que me indica la Providencia», apoyan la hipótesis de los poderes supranormales. Pero, ¿de dónde habría obtenido Hitler tales poderes? ¿Del grupo Thule que le había iniciado en el esoterismo oriental? ¿Del misterioso monje de los guantes verdes enviado por los sabios del Tíbet? ¿O bien de una revelación más antigua?
No olvidemos la infancia de Hitler, así como tampoco la famosa abadía de Lambach, donde fue educado a partir de la edad de diez años. Ya en esta época el destino le reveló el emblema que había de hacer su fortuna y su desgracia: la cruz gamada. El anciano prior de la abadía de Lambach del Traun (Alta Austria) guardaba, todavía en 1930, el recuerdo del joven Adolf Hitler: «Hitler no podía pasar inadvertido.
El hijo del aduanero jubilado era, a los ojos de los habitantes, un mal muchacho que no prometía nada bueno. Ciertamente, era susceptible, indisciplinado, y gustaba de hacer novillos y correr por el bosque. Leía con frecuencia las novelas populares del Far West del escritor Karl May. Pero Hitler era muy dotado.
Conservamos de él el recuerdo de un niño singularmente voluntarioso y atormentado, que sentía con arrebato el encanto de los oficios divinos, que se dejaba ganar por la poesía de nuestros claustros tranquilos, de los patios sonoros, de las tumbas. Había llamado nuestra atención (y, no obstante, no tenía por aquel entonces más que diez años) por sus maneras de jefe y la autoridad de su porte. Era él quien conducía a sus camaradas a través del claustro, quien les indicaba sus puestos en los bancos de la clase.
Era él quien llevaba la voz cantante». De la abadía de Lambach, Hitler conservará una precoz experiencia mística que se desarrollará más tarde en tendencias neognósticas catarizantes y, sobre todo, el signo de la cruz gamada grabada treinta años antes en todo el monasterio por el padre abad, Theodorich Hagen.
Eclesiástico muy erudito, el padre Hagen estaba más o menos versado en astrología. Era igualmente un especialista del Apocalipsis según san Juan, Evangelio que sabemos constituía la base de la religión cátara, y de Joachim de Fiore, el célebre autor visionario, profeta del Tercer Imperio y del Espíritu Santo, acusado por los teólogos de simpatía hacia la herejía albigense. En 1856, el padre Hagen efectuó un largo viaje al Próximo Oriente, residiendo, entre otros lugares, en Jerusalén, y luego en la isla de Patmos, donde san Juan había tenido sus visiones celestes.
También visitó Persia, Arabia, Turquía y el Cáucaso, estudiando allí, sin duda, el sufismo islámico, a la búsqueda de la unidad transcendente de las religiones. Al regresar a Lambach, en 1868, este curioso benedictino se puso en seguida a contratar obreros y ebanistas, a los que ordenó esculpir en todos los rincones de la abadía, sobre la piedra, la madera e incluso sobre los objetos del culto, un signo desconocido para todos: la svástica, o cruz gamada. Este ejemplo es único en los anales de la Iglesia.
Pero, ¿acaso el padre Hagen era todavía católico cuando hizo trazar el signo venerado en Occidente por los neognósticos cátaros y templarios?
No olvidemos la infancia de Hitler, así como tampoco la famosa abadía de Lambach, donde fue educado a partir de la edad de diez años. Ya en esta época el destino le reveló el emblema que había de hacer su fortuna y su desgracia: la cruz gamada. El anciano prior de la abadía de Lambach del Traun (Alta Austria) guardaba, todavía en 1930, el recuerdo del joven Adolf Hitler: «Hitler no podía pasar inadvertido.
El hijo del aduanero jubilado era, a los ojos de los habitantes, un mal muchacho que no prometía nada bueno. Ciertamente, era susceptible, indisciplinado, y gustaba de hacer novillos y correr por el bosque. Leía con frecuencia las novelas populares del Far West del escritor Karl May. Pero Hitler era muy dotado.
Conservamos de él el recuerdo de un niño singularmente voluntarioso y atormentado, que sentía con arrebato el encanto de los oficios divinos, que se dejaba ganar por la poesía de nuestros claustros tranquilos, de los patios sonoros, de las tumbas. Había llamado nuestra atención (y, no obstante, no tenía por aquel entonces más que diez años) por sus maneras de jefe y la autoridad de su porte. Era él quien conducía a sus camaradas a través del claustro, quien les indicaba sus puestos en los bancos de la clase.
Era él quien llevaba la voz cantante». De la abadía de Lambach, Hitler conservará una precoz experiencia mística que se desarrollará más tarde en tendencias neognósticas catarizantes y, sobre todo, el signo de la cruz gamada grabada treinta años antes en todo el monasterio por el padre abad, Theodorich Hagen.
Eclesiástico muy erudito, el padre Hagen estaba más o menos versado en astrología. Era igualmente un especialista del Apocalipsis según san Juan, Evangelio que sabemos constituía la base de la religión cátara, y de Joachim de Fiore, el célebre autor visionario, profeta del Tercer Imperio y del Espíritu Santo, acusado por los teólogos de simpatía hacia la herejía albigense. En 1856, el padre Hagen efectuó un largo viaje al Próximo Oriente, residiendo, entre otros lugares, en Jerusalén, y luego en la isla de Patmos, donde san Juan había tenido sus visiones celestes.
También visitó Persia, Arabia, Turquía y el Cáucaso, estudiando allí, sin duda, el sufismo islámico, a la búsqueda de la unidad transcendente de las religiones. Al regresar a Lambach, en 1868, este curioso benedictino se puso en seguida a contratar obreros y ebanistas, a los que ordenó esculpir en todos los rincones de la abadía, sobre la piedra, la madera e incluso sobre los objetos del culto, un signo desconocido para todos: la svástica, o cruz gamada. Este ejemplo es único en los anales de la Iglesia.
Pero, ¿acaso el padre Hagen era todavía católico cuando hizo trazar el signo venerado en Occidente por los neognósticos cátaros y templarios?
Mientras el joven Adolf Hitler aún era alumno en la célebre abadía, un monje cisterciense, que respondía al nombre de Adolf Joseph Lanz, y cuyo físico era el tipo mismo del ario rubio de ojos azules, se detuvo para una estancia en Lambach.
Este hombre, atraído por la austeridad de la vida monástica, permaneció durante varias semanas encerrado en la biblioteca del monasterio, donde realizaba misteriosas investigaciones. ¿Descubrió allí lo que buscaba?
Lo cierto es que, abandonando su hábito, el monje cisterciense partió para Viena, donde al año siguiente (1900) fundó la Orden del Nuevo Temple, inspirada, como su nombre indica, en los célebres monjes-soldados, y de la cual se proclama el nuevo Gran Maestre.
El mismo, Adolf Lanz, habría sido iniciado, según sus palabras, por un sucesor de Jacques de Molay. Según Wilfried Daim, Hitler leía asiduamente Ostara, el periódico publicado desde 1905 por Georg Lan von Liebenfels, el alias de Adolf Joseph Lanz, que, hecho significativo, utilizaba la cruz gamada como signo de reconocimiento.
Para Lanz, las razas inferiores de cabellos oscuros eran los monos de Sodoma representados por la Biblia, los demonios, por oposición a los arios de ojos azules, obra maestra de los dioses, dotados de «emisores de fuerza» y de «órganos eléctricos» que les aseguraban una absoluta supremacía sobre todas las otras criaturas. Lanz pretendía despertar a los dioses que dormitaban en el hombre, a fin de dotar nuevamente a éste con la fuerza divina que le restituiría el poder original.
Lanz pretendía de este modo haber formado a varios grandes hombres políticos, entre ellos a Adolf Hitler y Lord Kitchener. Adolf Hitler, reconocido desde la más tierna infancia, pudo muy bien beneficiarse de una iniciación, lo cual explicaría su odio a la Iglesia romana, cuya «intolerancia» fustigaba, y sus invocaciones constantes a una religión que él llamaba personal, pero que no era, en realidad, más que un tardío resurgimiento del catarismo templario. Joseph Greiner, que conoció a Hitler en Viena y en Múnich, nos señala, entre sus lecturas preferidas, La mitología germánica.
Según el mismo testimonio, Hitler «guardaba en su memoria, mucho mejor que la mayoría de los profesores, la sustancia de los 25.000 versos deParsifal. Martín Lutero y toda la historia de la Reforma le placían mucho y manifestaba un vivo interés por el dominico Savonarola.
Estaba muy instruido acerca de las actividades de Zuinglio en Zúrich y de Calvino en Ginebra, y había leído las enseñanzas de Confucio, así como las de Buda y su época. Leyó un enorme número de obras sobre Moisés, Jesús, y los orígenes del cristianismo, y en este sentido estudió las obras de Renan y de Rosaltis. Entre los clásicos, leyó aShakespeare, Goethe, Schiller, Herder, Wieland, Ruckert y Dante, y, entre los modernos, a Scheffel, Stifter, Hammerling, Hebbel, Rosegger, Hauptmann, Sudermann, Ibsen y Zola».
Este hombre, atraído por la austeridad de la vida monástica, permaneció durante varias semanas encerrado en la biblioteca del monasterio, donde realizaba misteriosas investigaciones. ¿Descubrió allí lo que buscaba?
Lo cierto es que, abandonando su hábito, el monje cisterciense partió para Viena, donde al año siguiente (1900) fundó la Orden del Nuevo Temple, inspirada, como su nombre indica, en los célebres monjes-soldados, y de la cual se proclama el nuevo Gran Maestre.
El mismo, Adolf Lanz, habría sido iniciado, según sus palabras, por un sucesor de Jacques de Molay. Según Wilfried Daim, Hitler leía asiduamente Ostara, el periódico publicado desde 1905 por Georg Lan von Liebenfels, el alias de Adolf Joseph Lanz, que, hecho significativo, utilizaba la cruz gamada como signo de reconocimiento.
Para Lanz, las razas inferiores de cabellos oscuros eran los monos de Sodoma representados por la Biblia, los demonios, por oposición a los arios de ojos azules, obra maestra de los dioses, dotados de «emisores de fuerza» y de «órganos eléctricos» que les aseguraban una absoluta supremacía sobre todas las otras criaturas. Lanz pretendía despertar a los dioses que dormitaban en el hombre, a fin de dotar nuevamente a éste con la fuerza divina que le restituiría el poder original.
Lanz pretendía de este modo haber formado a varios grandes hombres políticos, entre ellos a Adolf Hitler y Lord Kitchener. Adolf Hitler, reconocido desde la más tierna infancia, pudo muy bien beneficiarse de una iniciación, lo cual explicaría su odio a la Iglesia romana, cuya «intolerancia» fustigaba, y sus invocaciones constantes a una religión que él llamaba personal, pero que no era, en realidad, más que un tardío resurgimiento del catarismo templario. Joseph Greiner, que conoció a Hitler en Viena y en Múnich, nos señala, entre sus lecturas preferidas, La mitología germánica.
Según el mismo testimonio, Hitler «guardaba en su memoria, mucho mejor que la mayoría de los profesores, la sustancia de los 25.000 versos deParsifal. Martín Lutero y toda la historia de la Reforma le placían mucho y manifestaba un vivo interés por el dominico Savonarola.
Estaba muy instruido acerca de las actividades de Zuinglio en Zúrich y de Calvino en Ginebra, y había leído las enseñanzas de Confucio, así como las de Buda y su época. Leyó un enorme número de obras sobre Moisés, Jesús, y los orígenes del cristianismo, y en este sentido estudió las obras de Renan y de Rosaltis. Entre los clásicos, leyó aShakespeare, Goethe, Schiller, Herder, Wieland, Ruckert y Dante, y, entre los modernos, a Scheffel, Stifter, Hammerling, Hebbel, Rosegger, Hauptmann, Sudermann, Ibsen y Zola».
Al enumerar los autores preferidos de Hitler, nos damos cuenta, de que su elección estaba orientada por consideraciones muy particulares. El estudio de la sabiduría oriental y tibetana, del nacimiento del cristianismo que vio florecer a los autores gnósticos, y luego de la Reforma anticatólica, se completa con la lectura de autores cuya obra está fuertemente teñida de esoterismo: Dante, Goethe, y, mucho más recientemente, Gerhart Hauptmann, dramaturgo, novelista, poeta alemán del Naturalismo y premio Nobel de literatura.
Estas tendencias a cultivar lo extraño se irán afirmando con una fuerza progresivamente mayor, y la vida privada de Adolf Hitler nos muestra a un hombre víctima del vértigo de una mística religiosa, que con frecuencia será interpretada en un sentido contrario. Hitler era vegetariano.
Pero, ¿cuáles son las verdaderas razones de semejante ascesis, que llegaba hasta proscribir por completo toda bebida que contuviera alcohol? Nadie se ha percatado del hecho de que el vegetarianismo hitleriano concordaba admirablemente con la doctrina cátara, al igual que el rechazo de los placeres sensuales se corresponde con la ética de los perfectos. Ante algunos íntimos, Hitler gustaba de explicarse sobre los motivos de su régimen alimenticio, sin aclarar, no obstante, las razones profundas de semejante disciplina.
Le agradaba confiar a Otto Dietrich, o a Hermann Rauschning, que se abstenía de carne y de cigarrillos no sólo por razones higiénicas, sino por «convicción razonada» y para lograr «una purificación generalizada» de todo su ser. En sus conversaciones de sobremesa, Hitler con el fin de provocar en sus invitados una repugnancia hacia los manjares carnosos, no duda en describir, con los detalles más horribles, el trabajo de los matarifes en los mataderos.
Estas muertes de animales le repugnan profundamente. Curiosamante, este hombre, que ordena las ejecuciones de seres humanos con la mayor tranquilidad, llora por la muerte de sus canarios. Adora los animales y no encuentra palabras bastante duras para condenar a los cazadores, a los que detesta.
En verdad, Hitler creía en la reencarnación de las almas en los cuerpos de los animales, como los budistas y los cátaros, los cuales creían en la metempsícosis. «Soy un amigo de los animales —confesaba Hitler—, y estimo particularmente a los perros». Con auténtica ternura, describe a su perro Foxl, al que adoptó durante la Primera Guerra Mundial:
«Fue en enero de 1915 cuando di con Foxl; estaba persiguiendo un ratón que había saltado dentro de nuestra trinchera. Se debatió, intentando morderme, pero yo no aflojé la presa. Por fin, lo atraje hacia mí. Intentaba constantemente escaparse. Con una paciencia ejemplar (el animal no comprendía una palabra de alemán), lo habitué poco a poco a mi persona.
Al principio, no le daba más que bizcochos y chocolate: había adquirido estas costumbres de los ingleses, que estaban mejor alimentados que nosotros. Luego, me dediqué a educarle. No me dejaba ni a sol ni a sombra… (…) No sólo simpatizaba con este animal, sino que me interesaba también estudiar sus reacciones.
Por último, terminé por enseñárselo todo: saltar obstáculos, subir por una escalera, volver a bajarla… Lo esencial es que un perro duerma siempre al lado de su dueño. Cuando tenía que salir de la trinchera, lo dejaba atado en ella. Mis camaradas me decían que durante mi ausencia no se interesaba por nadie. Y ya de lejos me reconocía. ¡Qué derroche de entusiasmo en mi honor!»
Estas tendencias a cultivar lo extraño se irán afirmando con una fuerza progresivamente mayor, y la vida privada de Adolf Hitler nos muestra a un hombre víctima del vértigo de una mística religiosa, que con frecuencia será interpretada en un sentido contrario. Hitler era vegetariano.
Pero, ¿cuáles son las verdaderas razones de semejante ascesis, que llegaba hasta proscribir por completo toda bebida que contuviera alcohol? Nadie se ha percatado del hecho de que el vegetarianismo hitleriano concordaba admirablemente con la doctrina cátara, al igual que el rechazo de los placeres sensuales se corresponde con la ética de los perfectos. Ante algunos íntimos, Hitler gustaba de explicarse sobre los motivos de su régimen alimenticio, sin aclarar, no obstante, las razones profundas de semejante disciplina.
Le agradaba confiar a Otto Dietrich, o a Hermann Rauschning, que se abstenía de carne y de cigarrillos no sólo por razones higiénicas, sino por «convicción razonada» y para lograr «una purificación generalizada» de todo su ser. En sus conversaciones de sobremesa, Hitler con el fin de provocar en sus invitados una repugnancia hacia los manjares carnosos, no duda en describir, con los detalles más horribles, el trabajo de los matarifes en los mataderos.
Estas muertes de animales le repugnan profundamente. Curiosamante, este hombre, que ordena las ejecuciones de seres humanos con la mayor tranquilidad, llora por la muerte de sus canarios. Adora los animales y no encuentra palabras bastante duras para condenar a los cazadores, a los que detesta.
En verdad, Hitler creía en la reencarnación de las almas en los cuerpos de los animales, como los budistas y los cátaros, los cuales creían en la metempsícosis. «Soy un amigo de los animales —confesaba Hitler—, y estimo particularmente a los perros». Con auténtica ternura, describe a su perro Foxl, al que adoptó durante la Primera Guerra Mundial:
«Fue en enero de 1915 cuando di con Foxl; estaba persiguiendo un ratón que había saltado dentro de nuestra trinchera. Se debatió, intentando morderme, pero yo no aflojé la presa. Por fin, lo atraje hacia mí. Intentaba constantemente escaparse. Con una paciencia ejemplar (el animal no comprendía una palabra de alemán), lo habitué poco a poco a mi persona.
Al principio, no le daba más que bizcochos y chocolate: había adquirido estas costumbres de los ingleses, que estaban mejor alimentados que nosotros. Luego, me dediqué a educarle. No me dejaba ni a sol ni a sombra… (…) No sólo simpatizaba con este animal, sino que me interesaba también estudiar sus reacciones.
Por último, terminé por enseñárselo todo: saltar obstáculos, subir por una escalera, volver a bajarla… Lo esencial es que un perro duerma siempre al lado de su dueño. Cuando tenía que salir de la trinchera, lo dejaba atado en ella. Mis camaradas me decían que durante mi ausencia no se interesaba por nadie. Y ya de lejos me reconocía. ¡Qué derroche de entusiasmo en mi honor!»
Más adelante, Hitler tendrá varios perros, entre ellos Rudi, un perro policía que le seguía por todas partes, tanto en Prusia Oriental como en el bunker de la Cancillería. Otro rasgo del personaje era su afecto por los niños.
Las fotografías que muestran el Führer abrazando a niños y niñas pequeños que se acercaban a él para llevarle regalos o flores no son sólo producto de la propaganda. En su vida privada, Hitler actuaba del mismo modo.
Así, los cinco hijitos de Goebbels venían con frecuencia a la Cancillería o a Berghof para visitar a aquel a quien familiarmente llamaban «tío Adolf» y al que adoraban.
Por su parte, Hitler, que para los demás tenía un carácter irascible, mostraba con ellos una paciencia angélica distribuyéndoles golosinas o contándoles divertidas historietas. Al no tener él mismo descendencia, el Canciller se titulaba «el padre de todos los niños alemanes». También la vida sexual de Hitler es un misterio, incluso a los ojos de los historiadores.
A pesar de lo que se ha podido afirmar, se cree que Hitler practicaba la castidad por convicción razonada, con un espíritu de disciplina y purificación que recuerda al de los gnósticos y los cátaros. En la óptica hitleriana, el abandono de la continencia sexual debía entrañar la pérdida de estos poderes supranormales conferidos a título excepcional a un hombre político. Por este motivo, Hitler mantuvo siempre con las mujeres relaciones únicamente platónicas.
Esto no le impedía gustar de la compañía de mujeres jóvenes, con las que mostraba una cortesía vienesa. Sus maneras galantes estaban impregnadas de un acento de la vieja Austria que sabía seducir. En cierto sentido imitaba a los trovadores cantados por Wagner y que loaban el amor cortesano. Uno de sus secretarios nos revela: «A Hitler le gustaban las mujeres que se adornaban con flores naturales. Llegaba hasta el punto de coger las que decoraban la mesa y lanzarlas, con una mirada incitante, a sus invitadas.
Cuando las mujeres a las que así había manifestado su interés las habían prendido en sus cabellos o en su blusa, Hitler les dirigía siempre un cumplido encantador. Cuando una mujer llegaba a la mesa adornada con unas flores cuyo color no le gustaba, al instante escogía otras de un jarrón y se las tendía con la sugerencia de que se combinaban mejor con la blancura de su piel o con el color de su vestido». Pocas mujeres se encuentran en la vida de Hitler, aunque en sus tiempos de esplendor se le hayan atribuido numerosas aventuras.
Tres figuras femeninas se destacan en su vida sentimental, tres nombres que él rodeó de un amor idealizado: Estefanía, Geli Raubal y, finalmente, Eva Braun. Hitler tenía dieciséis años cuando se enamoró por primera vez. La muchacha se llamaba Estefanía. «Todas las noches —dice el nazi Léon Degrelle—, él (Hitler) se instalaba en el puente de Linz para verla pasar».
Durante los seis meses que duró el flirteo, no se atrevió a decirle una palabra. A esta edad, Hitler era muy tímido, y el adolescente se consumió durante diez años, lo que puede parecer increíble, en el amor de esta aparición lejana, imitando a los poetas de finales de la Edad Media, Dante y Petrarca, a los que admiraba. «En toda la juventud de Hitler —afirma Degrelle— no hay más que un solo amor».
Las fotografías que muestran el Führer abrazando a niños y niñas pequeños que se acercaban a él para llevarle regalos o flores no son sólo producto de la propaganda. En su vida privada, Hitler actuaba del mismo modo.
Así, los cinco hijitos de Goebbels venían con frecuencia a la Cancillería o a Berghof para visitar a aquel a quien familiarmente llamaban «tío Adolf» y al que adoraban.
Por su parte, Hitler, que para los demás tenía un carácter irascible, mostraba con ellos una paciencia angélica distribuyéndoles golosinas o contándoles divertidas historietas. Al no tener él mismo descendencia, el Canciller se titulaba «el padre de todos los niños alemanes». También la vida sexual de Hitler es un misterio, incluso a los ojos de los historiadores.
A pesar de lo que se ha podido afirmar, se cree que Hitler practicaba la castidad por convicción razonada, con un espíritu de disciplina y purificación que recuerda al de los gnósticos y los cátaros. En la óptica hitleriana, el abandono de la continencia sexual debía entrañar la pérdida de estos poderes supranormales conferidos a título excepcional a un hombre político. Por este motivo, Hitler mantuvo siempre con las mujeres relaciones únicamente platónicas.
Esto no le impedía gustar de la compañía de mujeres jóvenes, con las que mostraba una cortesía vienesa. Sus maneras galantes estaban impregnadas de un acento de la vieja Austria que sabía seducir. En cierto sentido imitaba a los trovadores cantados por Wagner y que loaban el amor cortesano. Uno de sus secretarios nos revela: «A Hitler le gustaban las mujeres que se adornaban con flores naturales. Llegaba hasta el punto de coger las que decoraban la mesa y lanzarlas, con una mirada incitante, a sus invitadas.
Cuando las mujeres a las que así había manifestado su interés las habían prendido en sus cabellos o en su blusa, Hitler les dirigía siempre un cumplido encantador. Cuando una mujer llegaba a la mesa adornada con unas flores cuyo color no le gustaba, al instante escogía otras de un jarrón y se las tendía con la sugerencia de que se combinaban mejor con la blancura de su piel o con el color de su vestido». Pocas mujeres se encuentran en la vida de Hitler, aunque en sus tiempos de esplendor se le hayan atribuido numerosas aventuras.
Tres figuras femeninas se destacan en su vida sentimental, tres nombres que él rodeó de un amor idealizado: Estefanía, Geli Raubal y, finalmente, Eva Braun. Hitler tenía dieciséis años cuando se enamoró por primera vez. La muchacha se llamaba Estefanía. «Todas las noches —dice el nazi Léon Degrelle—, él (Hitler) se instalaba en el puente de Linz para verla pasar».
Durante los seis meses que duró el flirteo, no se atrevió a decirle una palabra. A esta edad, Hitler era muy tímido, y el adolescente se consumió durante diez años, lo que puede parecer increíble, en el amor de esta aparición lejana, imitando a los poetas de finales de la Edad Media, Dante y Petrarca, a los que admiraba. «En toda la juventud de Hitler —afirma Degrelle— no hay más que un solo amor».
En el curso de su agitada vida política, Hitler conocerá varios idilios, pero todos terminarán trágicamente.
Un primer amor culminó con el suicidio de una muchacha en una habitación de hotel. Los amores del pintor austríaco están marcados por un signo trágico revelador de una pasión imposible. Geli Raubal, su propia sobrina, a la que amó hasta el punto de perder la cabeza por ella, se suicidó de un disparo de revólver. Los celos patológicos de Hitler la habían vuelto loca. La última unión de Hitler fue la joven y rubia Eva Braun, que le fue presentada por su fotógrafo, Hoffmann, y con la que se casó «in extremis», antes de arrastrarla consigo a la muerte el 29 de abril de 1945. Ya en 1935, Eva había intentado poner fin a sus días por medio de un pequeño revólver que siempre llevaba en su bolso.
Hitler no comprendía a las mujeres que se enamoraban apasionadamente de él. Vivía en un mundo inaccesible en el que la embriaguez de los sentidos no tenía ninguna significación, y el amor era antes que nada, amistad. En esta ola de suicidios, hay que citar también el nombre de una joven bella y inglesa, Unity Mitford.
«Parecía —relata un testigo de la época— una diosa griega, esbelta, rubia, el tipo germánico perfectos La muchacha creía conseguir, mediante su amor, reconciliar a Hitler con Inglaterra. Unity seguía al Führer en todos sus desplazamientos, y éste, a veces, la invitaba. La belleza de sus rasgos despertaba la admiración de Hitler, pero el idilio no fue nunca más allá. Tras la declaración de guerra del 3 de setiembre de 1939, Unity, desesperada, se disparó un tiro en la sien bajo las ventanas de la Cancillería.
Gravemente herida, fue confiada a las manos de los más expertos cirujanos del Reich. Cada día Hitler le mandaba rosas. Se organizó un tren especial para conducirla hasta Suiza. Desde allí, pudo regresar a Inglaterra, donde murió de pesadumbre algún tiempo después de la desaparición de su ídolo». Algunas alusiones al catarismo pueden descubrirse, por ejemplo, en la obra de Hermann Rauschning Hitler me ha dicho.
Hitler recibió con grandes honores al escritor Gerhart Hauptmann, ilustre autor de Los tejedores de Silesia, obra teatral cuya acción se sitúa en el siglo XIX, pero que contiene un considerable número de símbolos relativos a los tejedores en la Edad Media, es decir, a los cátaros. «Gerhart Hauptmann fue introducido en la sala.
El Führer le estrechó la mano y le miró a los ojos. Era la famosa mirada de la que todo el mundo habla, esta mirada que produce escalofríos y acerca de la cual un jurista bien relacionado y ya de edad madura me dijo un día, que, habiéndola soportado, no tenía más que un deseo, el de retirarse a su casa para recogerse y asimilar este recuerdo único. Hitler sacudió otra vez la mano de Hauptmann.
En este momento, pensaban las personas presentes, saldrán las palabras inmortales que entrarán en la Historia. Ahora, pensaba también Hauptmann. Y el Führer del Reich, por tercera vez, sacudió la mano del gran poeta, y luego pasó a los visitantes siguientes. Lo que no impidió a Gerhart Hauptmann decir a sus amigos, algo más tarde, que esta entrevista había sido la cumbre y la recompensa de toda su vida».
Un primer amor culminó con el suicidio de una muchacha en una habitación de hotel. Los amores del pintor austríaco están marcados por un signo trágico revelador de una pasión imposible. Geli Raubal, su propia sobrina, a la que amó hasta el punto de perder la cabeza por ella, se suicidó de un disparo de revólver. Los celos patológicos de Hitler la habían vuelto loca. La última unión de Hitler fue la joven y rubia Eva Braun, que le fue presentada por su fotógrafo, Hoffmann, y con la que se casó «in extremis», antes de arrastrarla consigo a la muerte el 29 de abril de 1945. Ya en 1935, Eva había intentado poner fin a sus días por medio de un pequeño revólver que siempre llevaba en su bolso.
Hitler no comprendía a las mujeres que se enamoraban apasionadamente de él. Vivía en un mundo inaccesible en el que la embriaguez de los sentidos no tenía ninguna significación, y el amor era antes que nada, amistad. En esta ola de suicidios, hay que citar también el nombre de una joven bella y inglesa, Unity Mitford.
«Parecía —relata un testigo de la época— una diosa griega, esbelta, rubia, el tipo germánico perfectos La muchacha creía conseguir, mediante su amor, reconciliar a Hitler con Inglaterra. Unity seguía al Führer en todos sus desplazamientos, y éste, a veces, la invitaba. La belleza de sus rasgos despertaba la admiración de Hitler, pero el idilio no fue nunca más allá. Tras la declaración de guerra del 3 de setiembre de 1939, Unity, desesperada, se disparó un tiro en la sien bajo las ventanas de la Cancillería.
Gravemente herida, fue confiada a las manos de los más expertos cirujanos del Reich. Cada día Hitler le mandaba rosas. Se organizó un tren especial para conducirla hasta Suiza. Desde allí, pudo regresar a Inglaterra, donde murió de pesadumbre algún tiempo después de la desaparición de su ídolo». Algunas alusiones al catarismo pueden descubrirse, por ejemplo, en la obra de Hermann Rauschning Hitler me ha dicho.
Hitler recibió con grandes honores al escritor Gerhart Hauptmann, ilustre autor de Los tejedores de Silesia, obra teatral cuya acción se sitúa en el siglo XIX, pero que contiene un considerable número de símbolos relativos a los tejedores en la Edad Media, es decir, a los cátaros. «Gerhart Hauptmann fue introducido en la sala.
El Führer le estrechó la mano y le miró a los ojos. Era la famosa mirada de la que todo el mundo habla, esta mirada que produce escalofríos y acerca de la cual un jurista bien relacionado y ya de edad madura me dijo un día, que, habiéndola soportado, no tenía más que un deseo, el de retirarse a su casa para recogerse y asimilar este recuerdo único. Hitler sacudió otra vez la mano de Hauptmann.
En este momento, pensaban las personas presentes, saldrán las palabras inmortales que entrarán en la Historia. Ahora, pensaba también Hauptmann. Y el Führer del Reich, por tercera vez, sacudió la mano del gran poeta, y luego pasó a los visitantes siguientes. Lo que no impidió a Gerhart Hauptmann decir a sus amigos, algo más tarde, que esta entrevista había sido la cumbre y la recompensa de toda su vida».
Hitler había estrechado por tres veces las manos de Hauptmann. Ahora bien, la cifra tres es un signo de reconocimiento entre los iniciados de algunas Órdenes, principalmente, los masones… y los cátaros. Mediante este gesto, Hitler reconocía al iniciado y le transmitía su fluido, lo que aclara con una nueva luz la interpretación del propio Hauptmann a propósito de este encuentro.
Todo el viejo fondo gnóstico, dualista y càtaro se disimulaba en el nazismo, como en toda sociedad de naturaleza ambigua, abierta hacia el exterior y hacia el interior. A los ojos del observador superficial, el hitlerismo debió de pasar por una manifestación exacerbada del sempiterno pangermanismo, y nada más.
El resto era cuenta de los iniciados de la secta. Sin embargo, algunos entrevieron la verdad. Por ejemplo, el célebre astrólogo Kerneiz, especialista del budismo tibetano, que, haciendo el horóscopo de Hitler, señaló la posición de la Luna a 6º 37′ de Capricornio; posición que corresponde en el zodíaco hindú al asterismo Sravana. Éste tiene una significación muy especial, ya que su influencia determina los jefes de escuelas filosóficas y políticas, los fundadores de sectas religiosas.
Ante el temor de ser descubierto, Hitler despreciaba abiertamente la astrología que desvelaba el fondo de su secreta cosmogonía, lo que no le impedía acudir, discretamente, a los astrólogos más reputados cuando había de tomar una decisión importante.
Es, sin duda, su deseo de acercarse a los astros lo que impulsó a Hitler a construir, en la cima del monte Kehlstein, en los Alpes bávaros, su famoso Nido del Águila, donde se retiraba para meditar sus desmesurados proyectos y donde recibía a los huéspedes notables con el fin de impresionarles.
En este lugar romántico «acude a la memoria la figura del rey Luis II de Baviera, este rey de leyenda con sus palacios wagnerianos, su soledad y su locura. Disimulado en una garganta rocosa, oculto a todos los ojos, un ascensor escala varios centenares de metros y desemboca en una casa de cristal, invisible en medio de las rocas, frente a la montaña de Watzmann.
Aquí, cerniéndose por encima del mundo, innaccesible, lanza sus truenos el Führer alemán. Es su aguilera. Aquí afronta la eternidad, lanzando un desafío a los siglos». Refugiándose en las cimas donde únicamente sobrevuela el águila real, Hitler pretendía seguir la huella de Zoroastro, el profeta de los arios, y suceder en la realeza espiritual a los albigenses que hicieron de Montségur un templo fortaleza consagrado al culto solar.Berchtesgaden era un lugar sagrado a semejanza del Tabor pirenaico.
Estos pensamientos mágicos debían de obsesionar al Führer de la Gran Alemania cuando, a través de los amplios ventanales de Kehlsteinhaus, contemplaba el espectáculo grandioso de las cumbres alpinas perfilando sus crestas nevadas sobre el horizonte.
De vez en cuando, Hitler salía de su sueño interior para desarrollar ante sus comensales los temas de la Weltanschauung nazi, tales como la admiración por el mundo antiguo, impregnado de sabiduría y de conocimientos esotéricos, el desprecio hacia el cristianismo, tal como es enseñado, el odio hacia la Iglesia católica, con una simpatía inconfesada por todos los herejes y los buscadores de dioses.
Todo el viejo fondo gnóstico, dualista y càtaro se disimulaba en el nazismo, como en toda sociedad de naturaleza ambigua, abierta hacia el exterior y hacia el interior. A los ojos del observador superficial, el hitlerismo debió de pasar por una manifestación exacerbada del sempiterno pangermanismo, y nada más.
El resto era cuenta de los iniciados de la secta. Sin embargo, algunos entrevieron la verdad. Por ejemplo, el célebre astrólogo Kerneiz, especialista del budismo tibetano, que, haciendo el horóscopo de Hitler, señaló la posición de la Luna a 6º 37′ de Capricornio; posición que corresponde en el zodíaco hindú al asterismo Sravana. Éste tiene una significación muy especial, ya que su influencia determina los jefes de escuelas filosóficas y políticas, los fundadores de sectas religiosas.
Ante el temor de ser descubierto, Hitler despreciaba abiertamente la astrología que desvelaba el fondo de su secreta cosmogonía, lo que no le impedía acudir, discretamente, a los astrólogos más reputados cuando había de tomar una decisión importante.
Es, sin duda, su deseo de acercarse a los astros lo que impulsó a Hitler a construir, en la cima del monte Kehlstein, en los Alpes bávaros, su famoso Nido del Águila, donde se retiraba para meditar sus desmesurados proyectos y donde recibía a los huéspedes notables con el fin de impresionarles.
En este lugar romántico «acude a la memoria la figura del rey Luis II de Baviera, este rey de leyenda con sus palacios wagnerianos, su soledad y su locura. Disimulado en una garganta rocosa, oculto a todos los ojos, un ascensor escala varios centenares de metros y desemboca en una casa de cristal, invisible en medio de las rocas, frente a la montaña de Watzmann.
Aquí, cerniéndose por encima del mundo, innaccesible, lanza sus truenos el Führer alemán. Es su aguilera. Aquí afronta la eternidad, lanzando un desafío a los siglos». Refugiándose en las cimas donde únicamente sobrevuela el águila real, Hitler pretendía seguir la huella de Zoroastro, el profeta de los arios, y suceder en la realeza espiritual a los albigenses que hicieron de Montségur un templo fortaleza consagrado al culto solar.Berchtesgaden era un lugar sagrado a semejanza del Tabor pirenaico.
Estos pensamientos mágicos debían de obsesionar al Führer de la Gran Alemania cuando, a través de los amplios ventanales de Kehlsteinhaus, contemplaba el espectáculo grandioso de las cumbres alpinas perfilando sus crestas nevadas sobre el horizonte.
De vez en cuando, Hitler salía de su sueño interior para desarrollar ante sus comensales los temas de la Weltanschauung nazi, tales como la admiración por el mundo antiguo, impregnado de sabiduría y de conocimientos esotéricos, el desprecio hacia el cristianismo, tal como es enseñado, el odio hacia la Iglesia católica, con una simpatía inconfesada por todos los herejes y los buscadores de dioses.
En la gran sala del Berghof, ante la alta chimenea de mármol donde quemaban troncos enteros de árboles, Hitler permanecía silencioso durante largos momentos, fascinado por el espectáculo de las llamas, interrogando a las brasas crepitantes. Súbitamente, salía de su reflexión, y, ante sus estupefactos invitados, se lanzaba a largos monólogos tratando de explicar a los profanos sus propios conceptos del mundo.
A sus ojos, todo el mal había comenzado con la aparición del cristianismo, destructor del sacerdocio antiguo y de la ciencia iniciática. Así, para él: «Cristo era un ario, y san Pablo se había servido de su doctrina para movilizar el hampa y organizar de este modo un prebolchevismo. Esta intrusión en el mundo señala el fin de un largo reinado, el del claro genio grecolatino». Por otra parte, Hitler no hacía ningún misterio de su admiración por Grecia:
«Si consideramos por un momento a los griegos antiguos (que eran germanos), encontramos en ellos una belleza muy superior a la belleza hoy día propalada, y con esto me refiero tanto al terreno del pensamiento como al de las formas. Si uno se remonta más lejos en el pasado, se puede encontrar nuevamente en los egipcios a seres humanos con la calidad de los griegos.
Desde el nacimiento de Cristo, sólo unas cuarenta generaciones se han sucedido en la Tierra, y nuestro saber se remonta tan sólo a unos pocos milenios antes de la Era cristiana». Estas últimas palabras proyectan un débil resplandor sobre las ideas que podían bullir en el cerebro de Hitler. Los custodios de la ciencia sagrada nacida de la tradición atlante, a saber, los grandes sacerdotes de Egipto, eran considerados, tanto en el pensamiento de Hitler como en el de los gnósticos y los filósofos neoplatónicos de Alejandría, como maestros del conocimiento integral, aspiración secreta del nazismo, que de este modo pretendía apurar en su última manifestación abierta, el catarismo, los tesoros de cierta sabiduría perdida.
«Los sacerdotes de la Antigüedad (habla Hitler) estaban más cerca de la Naturaleza y buscaban modestamente la significación de las cosas. Frente a esto, el cristianismo promulga sus inconsistentes dogmas y los impone por la fuerza. Semejante religión lleva en si misma la intolerancia y la persecución.
No hay nada más sangriento». Esta denuncia de los excesos cometidos por la Iglesia parecía, cuando menos, desaforada en boca de un hombre que hizo ejecutar fríamente a millones de seres humanos, pero encuentra su lógica en la línea fanática seguida por el amo del III Reich.
Los que habían encendido las hogueras de antaño debían ver recaer sobre sí mismos las persecuciones. Semejante concepción, que, invirtiendo los signos de la Historia, confunde a judíos y cristianos en una misma execración, arrastró a las ejecuciones sangrientas del reinado nazi, como quedo demostrado en los siniestros crematorios de Auschwitz.
A sus ojos, todo el mal había comenzado con la aparición del cristianismo, destructor del sacerdocio antiguo y de la ciencia iniciática. Así, para él: «Cristo era un ario, y san Pablo se había servido de su doctrina para movilizar el hampa y organizar de este modo un prebolchevismo. Esta intrusión en el mundo señala el fin de un largo reinado, el del claro genio grecolatino». Por otra parte, Hitler no hacía ningún misterio de su admiración por Grecia:
«Si consideramos por un momento a los griegos antiguos (que eran germanos), encontramos en ellos una belleza muy superior a la belleza hoy día propalada, y con esto me refiero tanto al terreno del pensamiento como al de las formas. Si uno se remonta más lejos en el pasado, se puede encontrar nuevamente en los egipcios a seres humanos con la calidad de los griegos.
Desde el nacimiento de Cristo, sólo unas cuarenta generaciones se han sucedido en la Tierra, y nuestro saber se remonta tan sólo a unos pocos milenios antes de la Era cristiana». Estas últimas palabras proyectan un débil resplandor sobre las ideas que podían bullir en el cerebro de Hitler. Los custodios de la ciencia sagrada nacida de la tradición atlante, a saber, los grandes sacerdotes de Egipto, eran considerados, tanto en el pensamiento de Hitler como en el de los gnósticos y los filósofos neoplatónicos de Alejandría, como maestros del conocimiento integral, aspiración secreta del nazismo, que de este modo pretendía apurar en su última manifestación abierta, el catarismo, los tesoros de cierta sabiduría perdida.
«Los sacerdotes de la Antigüedad (habla Hitler) estaban más cerca de la Naturaleza y buscaban modestamente la significación de las cosas. Frente a esto, el cristianismo promulga sus inconsistentes dogmas y los impone por la fuerza. Semejante religión lleva en si misma la intolerancia y la persecución.
No hay nada más sangriento». Esta denuncia de los excesos cometidos por la Iglesia parecía, cuando menos, desaforada en boca de un hombre que hizo ejecutar fríamente a millones de seres humanos, pero encuentra su lógica en la línea fanática seguida por el amo del III Reich.
Los que habían encendido las hogueras de antaño debían ver recaer sobre sí mismos las persecuciones. Semejante concepción, que, invirtiendo los signos de la Historia, confunde a judíos y cristianos en una misma execración, arrastró a las ejecuciones sangrientas del reinado nazi, como quedo demostrado en los siniestros crematorios de Auschwitz.
Se reconstituía el Infierno de Dante, pero sobre la Tierra, y Hitler podía dejar que se manifestara su admiración por el autor de la Divina Comedia, obra que consagra la unión del catarismo templario: «Merece la pena poner de manifiesto las semejanzas existentes entre la evolución de Alemania y la de Italia.
Los creadores de la lengua, Dante y Lutero, se levantaron contra el deseo de ecumenismo del Papado». Anticristiano, lo era ciertamente el autor de Mein Kampf, en la medida que la Iglesia y la cristiandad se habían confundido durante largo tiempo, dando la jerarquía eclesiástica su aspecto definitivo a la doctrina.
No obstante, Hitler declaraba a sus íntimos que Jesús luchó contra el materialismo corruptor de su época; así, pues, contra los judíos. Todo su odio se dirige, por tanto, a los hijos de Israel, y en primer lugar a San Pablo, quien fundó las primeras comunidades cristianas de Europa: Pablo de Tarso, que al principio fue uno de los más encarnizados adversarios de los cristianos, se dio cuenta de pronto de la posibilidad de utilizar inteligentemente, y para otros fines, una idea que ejercía semejante poder de fascinación… (…) Fue entonces que el futuro san Pablo desnaturalizó con un diabólico refinamiento la idea cristiana.».
Se encuentra de nuevo aquí el tema gnóstico de la doctrina alterada; incluso el odio contra Pablo es una de las constantes de la religión maniquea, antepasada lejana de los cátaros… «Esta idea, que contenía una declaración de guerra al Becerro de Oro, al egoísmo y al materialismo judíos, la convirtió en el grito de libertad de los esclavos de todo tipo contra la minoría, contra los señores, contra los dominadores».
Por el contrario, el médium de Braunau, cuando no encontraba palabras lo bastante hirvientes para denunciar «la impostura del Antiguo Testamento», reservaba sus alabanzas para las filosofías tradicionales orientales, impregnadas de esoterismo, que dieron nacimiento a la gnosis y, más tarde, a la fe albigense.
«En ocasiones, uno siente —confiaba Hitler a sus comensales— un violento sentimiento de cólera ante el pensamiento de que algunos alemanes hayan podido deslizarse hacia estas doctrinas teológicas desprovistas de toda profundidad, mientras existen otras, como la de Confucio, Buda y Mahoma, que ofrecen a la inquietud religiosa un alimento más preciado».
Habiendo fracasado, después de las persecuciones, todas las tentativas para sustituir la tutela de la Iglesia por una verdadera libertad religiosa, el odio hacia el clero católico sigue siendo una constante de las afirmaciones hitlerianas. «La Iglesia se plegó a la necesidad de imponer brutalmente su código moral. Incluso no retrocedió ante la hoguera, entregando a las llamas, por millares, a hombres de gran valor». Esta alusión al drama de los albigenses no puede sorprendernos. El tema, sin embargo, seguía siendo tabú, y Hitler no podía revelar los secretos de la secta.
¿Por qué, si no hubiera creído en estas ideas, habría conservado como un talismán, en su despacho de la Cancillería, la lanza de Longinus que, según se dice, había atravesado el costado de Cristo?. Es sabido, que, juntamente con el Graal, este emblema era uno de los dos signos del esoterismo càtaro.
Lo que ha confundido a los biógrafos de Hitler es el doble aspecto del personaje: uno, frío, casi positivista, razona como un librepensador; el otro, misterioso, filósofo, desarrolla una mística delirante que contradice sus afirmaciones precedentes. Éste es el motivo por el que se impone un ensayo metafísico del nazismo. A la luz de esta comparación podemos comprender la profunda afinidad que ligaba al nacionalsocialismo hitleriano con cierta concepción del neomaniqueísmo cátaro.
Los creadores de la lengua, Dante y Lutero, se levantaron contra el deseo de ecumenismo del Papado». Anticristiano, lo era ciertamente el autor de Mein Kampf, en la medida que la Iglesia y la cristiandad se habían confundido durante largo tiempo, dando la jerarquía eclesiástica su aspecto definitivo a la doctrina.
No obstante, Hitler declaraba a sus íntimos que Jesús luchó contra el materialismo corruptor de su época; así, pues, contra los judíos. Todo su odio se dirige, por tanto, a los hijos de Israel, y en primer lugar a San Pablo, quien fundó las primeras comunidades cristianas de Europa: Pablo de Tarso, que al principio fue uno de los más encarnizados adversarios de los cristianos, se dio cuenta de pronto de la posibilidad de utilizar inteligentemente, y para otros fines, una idea que ejercía semejante poder de fascinación… (…) Fue entonces que el futuro san Pablo desnaturalizó con un diabólico refinamiento la idea cristiana.».
Se encuentra de nuevo aquí el tema gnóstico de la doctrina alterada; incluso el odio contra Pablo es una de las constantes de la religión maniquea, antepasada lejana de los cátaros… «Esta idea, que contenía una declaración de guerra al Becerro de Oro, al egoísmo y al materialismo judíos, la convirtió en el grito de libertad de los esclavos de todo tipo contra la minoría, contra los señores, contra los dominadores».
Por el contrario, el médium de Braunau, cuando no encontraba palabras lo bastante hirvientes para denunciar «la impostura del Antiguo Testamento», reservaba sus alabanzas para las filosofías tradicionales orientales, impregnadas de esoterismo, que dieron nacimiento a la gnosis y, más tarde, a la fe albigense.
«En ocasiones, uno siente —confiaba Hitler a sus comensales— un violento sentimiento de cólera ante el pensamiento de que algunos alemanes hayan podido deslizarse hacia estas doctrinas teológicas desprovistas de toda profundidad, mientras existen otras, como la de Confucio, Buda y Mahoma, que ofrecen a la inquietud religiosa un alimento más preciado».
Habiendo fracasado, después de las persecuciones, todas las tentativas para sustituir la tutela de la Iglesia por una verdadera libertad religiosa, el odio hacia el clero católico sigue siendo una constante de las afirmaciones hitlerianas. «La Iglesia se plegó a la necesidad de imponer brutalmente su código moral. Incluso no retrocedió ante la hoguera, entregando a las llamas, por millares, a hombres de gran valor». Esta alusión al drama de los albigenses no puede sorprendernos. El tema, sin embargo, seguía siendo tabú, y Hitler no podía revelar los secretos de la secta.
¿Por qué, si no hubiera creído en estas ideas, habría conservado como un talismán, en su despacho de la Cancillería, la lanza de Longinus que, según se dice, había atravesado el costado de Cristo?. Es sabido, que, juntamente con el Graal, este emblema era uno de los dos signos del esoterismo càtaro.
Lo que ha confundido a los biógrafos de Hitler es el doble aspecto del personaje: uno, frío, casi positivista, razona como un librepensador; el otro, misterioso, filósofo, desarrolla una mística delirante que contradice sus afirmaciones precedentes. Éste es el motivo por el que se impone un ensayo metafísico del nazismo. A la luz de esta comparación podemos comprender la profunda afinidad que ligaba al nacionalsocialismo hitleriano con cierta concepción del neomaniqueísmo cátaro.
Nikolaus Lenau, pseudónimo de Nikolaus Franz Niembsch Edler von Strehlenau (Schadat, cerca de Temesvár, 25 de agosto de 1802 – Oberdöbling, cerca de Viena, 22 de agosto de 1850), fue un poeta austríaco. Sus primeros poemas fueron publicados en 1827 en Aurora de Johann Gabriel Seidl. Al recibir la herencia de su abuela, tras la muerte de su madre en 1829, optó por dedicarse a la poesía y escribió versos románticos, inspirados por los sentimientos melancólicos heredados de ella y estimulados por sus desilusiones amorosas.
En 1831 se estableció en Stuttgart, donde publicó, en 1832, Gedichte (“Poema“), obra dedicada al poeta Gustav Schwab. Allí también se relacionó con Ludwig Uhland, Justinus Kerner, Karl Mayerl y otros escritores. Pero deseoso de buscar un ambiente de libertad y paz, viajó a Estados Unidos. En octubre de 1832 se estableció en Baltimore, luego fue a vivir en Ohio. También residió seis meses en New Harmony, Indiana, con un grupo teosófico, llamado Harmony Society.
Pero la realidad de la vida en el bosque le pareció lejana al ideal que él se había dibujado; mostró desagrado por el “continuo balbuceo inglés de dólares” (englisches Talergelispel) y en 1833 regresó a Alemania, donde la publicación de su primer volumen de poemas revivió su espíritu. Su excelente poema, Herbst (“Otoño“), expresa la tristeza y melancolía en que cayó después de su viaje a Estados Unidos y el extenuante regreso a través del Atlántico. Lamenta la pérdida de la juventud y el paso vano del tiempo.
Este poema es típico del estilo de Lenau y culmina hablando del sueño de la muerte como escape final de la vida vacía. Vivía parte del tiempo en Stuttgart y parte en Viena. En 1836 apareció su Fausto, en el cual pone al descubierto su propia alma ante el mundo; en 1837 escribió Savonarola, un poema épico, que sostiene que la libertad, frente a la tiranía política e intelectual, es esencial para el cristianismo.
En 1838 suNeuere Gedichte siguió a la exaltación pasajera de su Savonarola. Algunos de los más finos entre estos “Nuevos poemas” fueron inspirados por su apasionado amor imposible por Sophie von Löwenthal, la esposa de un amigo. En 1842 apareció Die Albigenser (Los Albigenses) y en 1844 escribió su Don Juan, un fragmento del cual fue publicado después de su muerte. El poema Los albigenses, de inspiración cátara, podría ser igualmente firmado por un gnóstico o por un intelectual nazi.
Se encuentra de nuevo en él los dos temas, el de un Cristo fantasmal y una especie de panteísmo que hace del hombre el revelador divino dentro de una resurrección del mito racista. En todo caso, lo que sorprende en las minorías del nazismo es este horror gnóstico por la materia, fuente de corrupción, que parece contradecir el racismo elevado a la altura de un principio.
En 1831 se estableció en Stuttgart, donde publicó, en 1832, Gedichte (“Poema“), obra dedicada al poeta Gustav Schwab. Allí también se relacionó con Ludwig Uhland, Justinus Kerner, Karl Mayerl y otros escritores. Pero deseoso de buscar un ambiente de libertad y paz, viajó a Estados Unidos. En octubre de 1832 se estableció en Baltimore, luego fue a vivir en Ohio. También residió seis meses en New Harmony, Indiana, con un grupo teosófico, llamado Harmony Society.
Pero la realidad de la vida en el bosque le pareció lejana al ideal que él se había dibujado; mostró desagrado por el “continuo balbuceo inglés de dólares” (englisches Talergelispel) y en 1833 regresó a Alemania, donde la publicación de su primer volumen de poemas revivió su espíritu. Su excelente poema, Herbst (“Otoño“), expresa la tristeza y melancolía en que cayó después de su viaje a Estados Unidos y el extenuante regreso a través del Atlántico. Lamenta la pérdida de la juventud y el paso vano del tiempo.
Este poema es típico del estilo de Lenau y culmina hablando del sueño de la muerte como escape final de la vida vacía. Vivía parte del tiempo en Stuttgart y parte en Viena. En 1836 apareció su Fausto, en el cual pone al descubierto su propia alma ante el mundo; en 1837 escribió Savonarola, un poema épico, que sostiene que la libertad, frente a la tiranía política e intelectual, es esencial para el cristianismo.
En 1838 suNeuere Gedichte siguió a la exaltación pasajera de su Savonarola. Algunos de los más finos entre estos “Nuevos poemas” fueron inspirados por su apasionado amor imposible por Sophie von Löwenthal, la esposa de un amigo. En 1842 apareció Die Albigenser (Los Albigenses) y en 1844 escribió su Don Juan, un fragmento del cual fue publicado después de su muerte. El poema Los albigenses, de inspiración cátara, podría ser igualmente firmado por un gnóstico o por un intelectual nazi.
Se encuentra de nuevo en él los dos temas, el de un Cristo fantasmal y una especie de panteísmo que hace del hombre el revelador divino dentro de una resurrección del mito racista. En todo caso, lo que sorprende en las minorías del nazismo es este horror gnóstico por la materia, fuente de corrupción, que parece contradecir el racismo elevado a la altura de un principio.
Alphonse de Chateaubriant que era profundamente creyente, fue testigo de este fenómeno. Intelectual brillante, el autor de La Gerbe des forces se dejó hechizar por los fastos de Nuremberg, la Roma nazi y el falso romanticismo de una nueva Alemania, que se le aparecía como la ciudadela de una espiritualidad renovada:
«Contra el envilecimiento del hombre materializado se ha levantado, después de Hitler, el hombre alemán, para arrancar al hombre mundial de este envilecimiento que millares de hombres vienen a estudiar y a formarse en losOrdensburg germánicos.
Si comprendemos mejor el orden de los grandes movimientos que se han sucedido desde la invasión de la Roma semítica por los bárbaros, pasando por la coronación de Carlomagno y la erección de la catedral de Reims, para desembocar en la Revolución Francesa, comprenderemos mejor el sentido profundo, histórico, de estas grandes margaritas que adornan cada lugar de los jóvenes creyentes del nuevo mundo, jóvenes aspirantes a regenerarse, en el gran comedor de Vogelsang».
Chateaubriant sintió que en sus interlocutores había una referencia a una tradición continua transmitida por grupos u órdenes consideradas como los antepasados de los nazis:
«Hablaba como si yo hubiera sido un templario de Francia, uno de estos últimos templarios de Francia, una especie de último superviviente de las matanzas y de las hogueras de la ciudad, llegado para escuchar y recoger los pensamientos serios de cualquier rudo caballero de la Orden teutónica». La referencia a los templarios es clásica, dado que los monjes-caballeros recogieron de los albigenses, tras la desaparición de éstos, la antorcha de la tradición gnóstica.
A este respecto, hemos relatado la aventura del intelectual nazi Otto Rahn, a la búsqueda del Graal pirenaico. En esta busca, el racismo aparece claramente como un mito que sostiene el culto idealizado de la sangre pura elevado a la altura de una mística.
Rahn invoca también la Orden del Temple y reivindica dicha filiación que él pretendía imponer en los círculos más cerrados de las SS y del partido nazi. Es oportuno recordar que, en el prólogo de su libro, Otto Rahn, autor de La cruzada contra el Graal, cita el nombre del escritor francés Maurice Magre, del que alardea ser su amigo. El escritor francés, conocido como vulgarizador del budismo, fue un ferviente partidario del catarismo, fenómeno religioso al que dedicó dos obras notables: La sangre de Toulouse y El tesoro de los albigenses.
«Contra el envilecimiento del hombre materializado se ha levantado, después de Hitler, el hombre alemán, para arrancar al hombre mundial de este envilecimiento que millares de hombres vienen a estudiar y a formarse en losOrdensburg germánicos.
Si comprendemos mejor el orden de los grandes movimientos que se han sucedido desde la invasión de la Roma semítica por los bárbaros, pasando por la coronación de Carlomagno y la erección de la catedral de Reims, para desembocar en la Revolución Francesa, comprenderemos mejor el sentido profundo, histórico, de estas grandes margaritas que adornan cada lugar de los jóvenes creyentes del nuevo mundo, jóvenes aspirantes a regenerarse, en el gran comedor de Vogelsang».
Chateaubriant sintió que en sus interlocutores había una referencia a una tradición continua transmitida por grupos u órdenes consideradas como los antepasados de los nazis:
«Hablaba como si yo hubiera sido un templario de Francia, uno de estos últimos templarios de Francia, una especie de último superviviente de las matanzas y de las hogueras de la ciudad, llegado para escuchar y recoger los pensamientos serios de cualquier rudo caballero de la Orden teutónica». La referencia a los templarios es clásica, dado que los monjes-caballeros recogieron de los albigenses, tras la desaparición de éstos, la antorcha de la tradición gnóstica.
A este respecto, hemos relatado la aventura del intelectual nazi Otto Rahn, a la búsqueda del Graal pirenaico. En esta busca, el racismo aparece claramente como un mito que sostiene el culto idealizado de la sangre pura elevado a la altura de una mística.
Rahn invoca también la Orden del Temple y reivindica dicha filiación que él pretendía imponer en los círculos más cerrados de las SS y del partido nazi. Es oportuno recordar que, en el prólogo de su libro, Otto Rahn, autor de La cruzada contra el Graal, cita el nombre del escritor francés Maurice Magre, del que alardea ser su amigo. El escritor francés, conocido como vulgarizador del budismo, fue un ferviente partidario del catarismo, fenómeno religioso al que dedicó dos obras notables: La sangre de Toulouse y El tesoro de los albigenses.
En esta última obra, publicada en 1938, es decir, en plena efervescencia hitleriana, aparecía la glorificación del signo elegido por Hitler: la cruz gamada, que describe de la siguiente manera: «Y aquella piedra, pregunté otra vez, que está tallada como los mojones indicadores que pueden verse en la encrucijada de los caminos, ¿qué significa?
Yo señalaba una piedra que tenía en uno de sus lados dos líneas cortadas en tres partes y que formaban una especie de rueda. Se parecía a la que tanto me había intrigado en el bosque de Cabrioules.Indica claramente un camino a seguir, pero se trata de un camino que no lleva a ninguna dirección conocida.
Este signo fue grabado en otro tiempo, un poco por todas partes, por hombres que venían de Oriente. Bastaba para resumir una inmensa sabiduría. Pero el sentido de esta escritura se ha perdido. El Santo Graal es una palabra viviente del mismo lenguaje».En la misma obra aparce una frase que parece anunciar a Hitler: «Verás tal vez un nuevo Graal erigido por un caballero demente en las montañas cada vez más lejanas».
Sin embargo, cuando los trovadores cátaros, tras la caída de Montségur, cantaban este verso de cariz profético, estaban lejos de suponer que un día, transcurridos los siete siglos, una secta política invocaría su nombre bajo secreto para rodearse de una aureola espiritual. Éste es el motivo por el cual Hitler afirmaba, en 1944, en el séptimo centenario de la hoguera de Montségur, que la Humanidad conocía cada 700 años una renovación del Espíritu. ¿Qué significan estas palabras?
En todo caso, no existen dudas de que, en el clima gnóstico y neocátaro en que se complacían los pontífices nazis, desde Rosenberg a Himmler, todos estaban persuadidos de haber restablecido los lazos con las profecías trovadorescas del siglo XIII. Es cierto que el maniqueísmo es el fundamento de la doctrina hitleriana, en que el ario representaba el príncipe bueno, y el semita, la encarnación del mal.
Partiendo de esta idea-fuerza, se cometieron los peores excesos sin el menor remordimiento, habiendo quedado vacíos de sentido los principios de la moral. Los nazis olvidaban que no se aplasta una idea considerada como enemiga, sino que se la combate con las armas del espíritu, pues está escrito en el Evangelio de Juan:
«Quien a hierro mata, a hierro muere». La matanza de los judíos rodeó para siempre a Israel de la aureola del martirio, mientras que el pensamiento judeocristiano no fue en absoluto aniquilado, sino al contrario.
Habiendo llevado el razonamiento dualista hasta consecuencias monstruosas, el nazismo cayó en el caos que prometía para sus enemigos. Utilizador de la violencia, pereció, a su vez, vencido por las fuerzas coaligadas de la violencia, de las cuales se hallaba en primer término la Rusia comunista y atea.
Yo señalaba una piedra que tenía en uno de sus lados dos líneas cortadas en tres partes y que formaban una especie de rueda. Se parecía a la que tanto me había intrigado en el bosque de Cabrioules.Indica claramente un camino a seguir, pero se trata de un camino que no lleva a ninguna dirección conocida.
Este signo fue grabado en otro tiempo, un poco por todas partes, por hombres que venían de Oriente. Bastaba para resumir una inmensa sabiduría. Pero el sentido de esta escritura se ha perdido. El Santo Graal es una palabra viviente del mismo lenguaje».En la misma obra aparce una frase que parece anunciar a Hitler: «Verás tal vez un nuevo Graal erigido por un caballero demente en las montañas cada vez más lejanas».
Sin embargo, cuando los trovadores cátaros, tras la caída de Montségur, cantaban este verso de cariz profético, estaban lejos de suponer que un día, transcurridos los siete siglos, una secta política invocaría su nombre bajo secreto para rodearse de una aureola espiritual. Éste es el motivo por el cual Hitler afirmaba, en 1944, en el séptimo centenario de la hoguera de Montségur, que la Humanidad conocía cada 700 años una renovación del Espíritu. ¿Qué significan estas palabras?
En todo caso, no existen dudas de que, en el clima gnóstico y neocátaro en que se complacían los pontífices nazis, desde Rosenberg a Himmler, todos estaban persuadidos de haber restablecido los lazos con las profecías trovadorescas del siglo XIII. Es cierto que el maniqueísmo es el fundamento de la doctrina hitleriana, en que el ario representaba el príncipe bueno, y el semita, la encarnación del mal.
Partiendo de esta idea-fuerza, se cometieron los peores excesos sin el menor remordimiento, habiendo quedado vacíos de sentido los principios de la moral. Los nazis olvidaban que no se aplasta una idea considerada como enemiga, sino que se la combate con las armas del espíritu, pues está escrito en el Evangelio de Juan:
«Quien a hierro mata, a hierro muere». La matanza de los judíos rodeó para siempre a Israel de la aureola del martirio, mientras que el pensamiento judeocristiano no fue en absoluto aniquilado, sino al contrario.
Habiendo llevado el razonamiento dualista hasta consecuencias monstruosas, el nazismo cayó en el caos que prometía para sus enemigos. Utilizador de la violencia, pereció, a su vez, vencido por las fuerzas coaligadas de la violencia, de las cuales se hallaba en primer término la Rusia comunista y atea.
Fuentes:
- Jean-Michel Angebert – Hitler y la Tradicion Catara
- Lynn Picknett y Clive Prince – La revelación de los templarios
- Otto Rahn – Cruzada contra el Grial
- Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln – El enigma sagrado
- Gérard de Sède – Les Templiers sont parmi nous
- Michael J Thornton – El Nazismo
- Louis Pauwels & Jacques Bergier – La Rebelion De Los Brujos
- Débora Goldstern – Claves Ocultas Del Nazismo
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