miércoles, 21 de noviembre de 2018

¿ Que extrañas vinculaciones Esotéricas tenian los Jerarcas Nazis (II) ?

Este último, neoplatónico por excelencia, recogió en las Enéadas la tradición del paganismo. Su hijo espiritual, Jámblico, sucesor de Plotino, que vivió en el siglo IV, intentó establecer un nuevo lazo, en los Misterios de Egipto, con la tradición esotérica de los sacerdotes de Amón.

Pero sus esfuerzos fueron ahogados por el cristianismo triunfante. 

Esto explica que, para combatir la influencia de la Iglesia, los gnósticos tuvieron que buscar refugio en el seno de ésta, generando la gnosis cristiana. Por ello se comprenden los esfuerzos doctrinales que, a partir del siglo II, hizo la Iglesia para desembarazarse de esta invasión que atraía hacia si a todos los espíritus elevados de la comunidad cristiana. La gnosis de los primeros siglos es mal conocida, ya que la Iglesia se apresuró a borrar las pistas. Los especialistas de la gnosis cristiana distinguen en ella dos ramas principales.

Dentro de la primera, los principales representantes fueron Simón el Mago, Saturnino, y los ofitas. En la segunda, encontramos a Basílides, a Valentín y sus discípulos, a Carpócrates, a los Docetos, etc. Está fuera de toda duda que este movimiento representó un gran peligro para la Iglesia, porque existía la amenaza de dividirla en múltiples sectas que escaparían al control del sacerdocio.

No obstante, los gnósticos eran suministraban lo que la experiencia debía aportar a la Iglesia, y que le faltaba a ésta por completo: una cosmogonía, una filosofía del cristianismo, así como la fijación de sus relaciones con el paganismo y el judaísmo.




 Pero esta sofisticación del movimiento eclesiástico debía llevarle a la perdición. La Iglesia, en efecto, buscó el pretexto de que esta filosofía sustituía a la Revelación para condenar esta tentativa del paganismo de vivir al amparo de la Iglesia.

 Con relación al cristianismo, la gnosis trata de situarse en un estado de superioridad. Igualmente, los gnósticos no intentan negar el valor ejemplar de Cristo; ven en Él, ora una criatura divina, desprovista de existencia carnal, que podríamos denominar perfecta, ora, simplemente, un hombre dotado de una gran fuerza anímica y de la intuición de la sabiduría.

El gnosticismo del siglo II, que conocemos gracias a Simón el Mago y que se desarrolló en Siria, parece estar fuertemente marcado por influencias hebraicas y orientales, en tanto que la gnosis alejandrina arranca de la filosofía griega, hija de las luces, y de la ciencia sagrada del antiguo Egipto. Ciertas actitudes atestiguan, no obstante, una fuente común a ambas corrientes de pensamiento. Se trata, ante todo, del rechazo del Antiguo Testamento, de la Ley de Moisés y de su Decálogo. En esta ética, la moral no prevalecería sobre la sabiduría surgida del conocimiento

Tal como hemos dado a entender, existe cierta continuidad entre los místicos paganos y los gnósticos cristianos, puesta de manifiesto por la utilización común de ciertos símbolos sumamente característicos, los principales de los cuales son la copa y el libro que transmiten la revelación.

No obstante, la gnosis cristiana, y singularmente la siria, sigue estando llena de los orientalismos propios a la tradición hebraica o, más ampliamente, a los cultos semitas, en sus manifestaciones que recurren al culto de la Gran Madre o principio femenino.

El Evangelio de Eva y la Pistis Sofíaprincipalmente, el único texto gnóstico que ha llegado íntegro hasta hoy, están marcados por la influencia hebraica y multiplican las entidades secundarias, antepasados de los múltiples demonios de la Cábala. La actitud ante la sexualidad es, no obstante, opuesta a la ética judía y cristiana, e impone la concepción gnóstica.

Casi todos, al ejemplo de Marción, condenan toda relación sexual que desemboque en la procreación, es decir, en el aprisionamiento de nuevas almas dentro de la materia. De hecho, semejante actitud exige un juicio ponderado.

Si los gnósticos rechazan estrictamente el acto camal en lo que concierne a los iniciados, admiten el matrimonio de los simples laicos que pueden someterse al principio sin dejarse dominar por la materia. Esta posición sólo es comprensible dentro de una determinada visión del mundo.

Si se piensa que, para los gnósticos, la Humanidad ha perdido la llave del saber y se ha hundido de este modo en el caos, el objetivo de la continencia será, evidentemente, impedir la perpetuación del reino tenebroso, mientras el hombre no haya encontrado la esencia de su ser y la pureza original que glorificaba a sus luminosos antepasados.

Del mismo modo, en la gnosis luciferina, en particular en los ofitas y los peratas, se encuentra una reminiscencia delconocimiento primordial, en que la serpiente de la Biblia no es considerada ya como el símbolo del mal, sino como un mensajero del Dios de luz, o incluso como este último, a saber, el Logos. En tanto que el demiurgo había encerrado a Adán y Eva en un mundo miserable, Lucifer les aportó la ciencia del bien y del mal, es decir, la gnosis salvadora o divinizadora.

El pensamiento gnóstico, imitando la forma de la serpiente, no es rectilíneo, sino circular; va de Dios a Dios, a través del mundo nacido de Él; del espíritu al espíritu, pasando por la materia; de la vida a la vida, a través de la muerte. El Uno produce el Todo, y el Todo regresa al Uno. Éste es el sentido del símbolo antiguo de la serpiente que se muerde la cola.

 Éste es «el río que desemboca en sí mismo», del místico alemán Eckhart. Eckhart de Hochheim (1260 – 1328), más conocido como Maestro Eckhart, fue un dominico alemán, conocido por su obra como teólogo y filósofo y por sus escritos que dieron forma a una especie de misticismo especulativo, que más tarde sería conocido como mística renana.

 Es llamado Meister en reconocimiento a los títulos académicos obtenidos durante su estancia en la Universidad de París. Fue maestro de teología en París en diversos períodos y ocupó varios cargos de gobierno en su Orden, mostrándose especialmente eficiente en su asistencia espiritual a la rama femenina dominica.

El gnóstico está persuadido de que el hombre puede descubrir el secreto íntimo de la unidad del mundo. Para la gnosis, la fe no es suficiente, e incluso no se le reconoce valor intrínseco.

A través de la complejidad de los mitos, voluntariamente enrevesados, se percibe así una línea de pensamiento continuo que se precisa con una fuerza mucho mayor en la manifestación más elaborada de la gnosis, la filosofía basilidiana.

 En efecto, nos daremos cuenta de que el punto de vista basilidiano ha sido recogido por la filosofía alemana moderna, y singularmente por el grupo Thule, que contaba entre sus miembros a Rosenberg y a Dietrich Eckhart (no confundir con el Maestro Eckhart), principal iniciador de Adolf Hitler. Esto justifica el interés en la filosofía basilidiana. Para Basílides, el caos es la obra del demiurgo, criatura que pretende imitar a Dios. Pero Dios, mediante su acción, anima la materia. De ahí la mezcla íntima de los dos principios, la luz y las tinieblas, en el seno del mundo material.

El hombre, gracias al espíritu que ilumina su alma, es poseedor de la luz y puede llegar al conocimiento, a condición de no ceder al mundo de las tinieblas, que está también en él y alrededor de él por el reino de la degeneración material y del retomo al caos. En la escala de la creación, el hombre es lo más alejado del caos y de la desorganización.

Igualmente, entre los hombres, algunas razas formadas por elegidosestán más cerca que otras del espíritu divino. Ahí vemos una clara referencia racista, que fue recogida por los nazis. Entre estas razas, y en la cúspide, considera que se encuentra situada la raza blanca, que es la culminación del pensamiento creador.

 A ella, considera la filosofía basilidiana, le será dada dominar la materia y el Cosmos, manteniéndose fiel al principio de pureza que encierra. Para los gnósticos, y en particular Basílides, «toda evolución viva consiste en una diferenciación y una separación, en un desglose de materias originalmente mezcladas».

Para los gnósticos, el mundo espiritual es un arquetipo que tiene su origen en el mundo material, para alejarse cada vez más hacia lo infinito y lo inmaterial, según la expresión, de otro modo incomprensible: «Lo que está arriba es igual a lo que está abajo».

Así, Basílides ve el mundo como un todo organizado y jerarquizado, donde la materia no está separada radicalmente del espíritu. En lo alto reina el espíritu, que es el Logos, el pensamiento divino, que es consciente de sí mismo. Por debajo, se extiende el «neuma», que es un pensamiento inconsciente de sí mismo, pero de esencia puramente espiritual. Luego está el éter, una parte diferente, sólo en grado, del alma del mundo material. El neuma es representado como el alma del mundo que circunda el universo terrestre. El cristianismo le da el nombre de Espíritu Santo.

Según el pensamiento de la filosofía griega y según la terminología de Empédocles, «el nacimiento no existe para ningún ser mortal, como tampoco existe un fin que sería la muerte. Todo es simplemente mezcla y cambio de elementos.

Nacimiento es el nombre que han inventado los hombres. Cuando los elementos se mezclan y surgen a la luz del día, tanto en los hombres como en las bestias salvajes y en las plantas y los pájaros, a esto se llama nacimiento; cuando los elementos se separan, se habla entonces de muerte infortunada».

De este modo, las sustancias comienzan a organizarse siguiendo las leyes puramente mecánicas de su respectiva gravedad. El espíritu, que para Basílides es material y compuesto de átomos muy finos, se eleva y se apresura a retornar a su principio. El neuma, que es ya una materia más opaca, se extiende alrededor del mundo como una envoltura exterior. El éter se eleva y se extiende sobre el neuma. Viene a continuación el aire, que llena la región siguiente. Hasta aquí, nada más que un proceso puramente físico.

 Pero, debido a que cada uno de estos elementos contiene un espíritu elemental, la cosmología científica va a transmutarse en una cosmología místico-religiosa. Así, la gnosis reconcilia, en una visión que no carece de grandeza, lo que la ciencia moderna ha querido separar. Pero la evolución del mundo no ha concluido.

La última parte del Espíritu Cósmico debe elevarse hacia el espíritu universal. Sólo entonces se restablecerá la armonía y el mundo habrá encontrado su terminación gracias a la instauración de un escalonamiento entre espíritu, alma y cuerpo. Se trata de una compenetración recíproca, al igual que el cuerpo, el alma y el espíritu del hombre concurren en una unidad orgánica.

 La obra de la salvación consiste en instruir a las criaturas sobre su verdadera naturaleza, acerca de toda la creación tal como ha sido deseada por Dios, pero que no ha podido llegar a término. Una vez más, es el conocimiento, la «gnosis», lo que debe salvar al hombre, y no una fe ciega. Todo el pecado del hombre reside en su deseo, que le lleva a querer transgredir su naturaleza.

Toda aspiración contra natura, tanto si se trata de la ascesis pura, como del deseo de franquear los límites fijados al hombre por la Naturaleza y la voluntad concordante de Dios, toda aspiración de este tipo arroja de nuevo al hombre a un sufrimiento siempre renovado.

Todo deseo irrealizable debe, por tanto, ser yugulado por la razón, y, ante todo, los deseos sexuales, al menos para la minoría, ya que el instinto genésico representa la función central del hombre. Basílides, y luego san Isidoro, ve en el amor un deseo no normal, natural, pero no necesario, que aparta al hombre de su destino más noble. Para ellos, la naturaleza y, por tanto, la moralidad consisten en satisfacer el instinto genésico al margen de todo amor. En esto, Basílides encuentra apoyo en Platón. A propósito de la transmigración, el Timeo cita, entre los impulsos racionales que el hombre debe vencer para escapar al ciclo de los nacimientos, el amor mezclado de placer y de pena.

El punto de vista basilidiano se une, en este sentido, con el del poeta y filósofo alemán Richard Dehmel (1863 – 1920), así como con el místico maestro Eckhart.

Para Basílides, tuvo lugar una caída en descenso del germen, seguida de una evolución ascendente. Esta filosofía, en efecto, se entronca en muchos puntos con el paganismo, del cual los gnósticos no rechazan su fondo de sabiduría.

El nombre de este Dios es parecido al Mitra de los paganos. En efecto, el nombre de Abraxas, que significa dios, al sumar los valores numéricos de cada letra de esa palabra proporciona el número de días del año, es decir, el tiempo de evolución de la Tierra alrededor del Sol. Ahora bien, el término Mitra totaliza el mismo valor numérico.




El Sol es Helios y Mitra-Abraxas contiene el conjunto del círculo solar. Mitra y Helios están en una relación de padre a hijo. Mitra es el gran dios; Helios es su logos, gracias al cual se desarrolla, crea el mundo y desempeña en él un papel de mediador entre el hombre y Dios, como atestiguan la liturgia de Mitra y el discurso del emperador Juliano. Finalmente, la metafísica de Basílides es un elaborado panteísmo, doctrina filosófica según la cual el Universo, la naturaleza y Dios son equivalentes, así como heredero de la filosofía griega, que desemboca en un sistema completamente original.

Estos principios fueron recogidos más tarde, y Goethe, que era un iniciado, se sirvió de la imagen gnóstica, desarrollada por Basílides, de los mundos intermediarios que separan al hombre de su principio, que es Dios. Según Goethe, en su obra Fausto: «Es la legión, muy conocida, que se extiende como la tempestad en torno a la vasta atmósfera, y que en todas partes prepara al hombre a una infinidad de peligros.

La banda de los espíritus venidos del Norte aguza contra vosotros lenguas de triple punta. La que viene del Este deseca nuestros pulmones y se alimenta de ellos. Si son los desiertos del Mediodía quienes los envían, amontonan alrededor de vuestra cabeza llama sobre llama, y el Oeste vomita un enjambre de ellas que primero os hiela y termina por devorar, en tomo a vosotros, vuestros campos y vuestras cosechas.

Dispuestos a causar el mal, escucharán de buen grado vuestra llamada, e incluso os obedecerán, porque les gusta engañaros; se anuncian como enviados del cielo, y, cuando mienten, lo hacen con voz angélica». Goethe se basa en una fuente común: la Weltanschauung gnóstica, en la cual todas las entidades que existen entre Dios y el hombre, tales como ángeles malos, espíritus de las esferas y de los astros, vientos, etc., ocupan un lugar muy importante. Dios sólo puede intervenir en el Cosmos desde el exterior, enviando el pensamiento de Dios, el Logos, que aportará el conocimiento a los hombres.

El hombre sólo puede conseguir encontrar la vía si encierra en él mismo el mundo entero: es un microcosmos en el seno del macrocosmos. ·Está compuesto de materia, pero contiene también el Logos, el espíritu divino que reina sobre las regiones superiores del Cosmos. Desde la Tierna, el hombre se eleva, por sus esfuerzos, hasta la Luna, atravesando el reino hostil de los demonios: la capa ionosférica que envía nuevamente las ondas hacia la Tierra. Así la epopeya moderna de los cosmonautas incorpora, gracias a la ciencia, la visión gnóstica de la evolución.

Ante el peligro que representaba el resurgimiento, especialmente con Basílides, del neopaganismo, la Iglesia reaccionó y, en el Concilio de Nicea, en el año 325, la gnosis, con sus diversas escuelas, fue condenada. Nacidos de la filosofía helénica, los gnósticos renegaban de su origen, revistiendo su doctrina de un ropaje oriental, según un uso practicado en todo tiempo.

La ciencia moderna ha invertido esta relación, investigando los principales motivos del gnosticismo en las religiones orientales. El abate Barbier, especialista en el estudio de las sociedades secretas y de su influencia en el seno de la Iglesia, comprendió bien el fenómeno gnóstico al escribir: «El papel de la Iglesia gnóstica es el de predicar una doctrina de la raza humana superior, que no ha sido corrompida por las razas semito-cushitas, y que se conforma con la máxima fidelidad a la enseñanza del Cristo Salvador».

 La gnosis cristiana fue prohibida al mismo tiempo que las escuelas neoplatónicas, pero encontró de nuevo su expresión en el catarismo, en los siglos XII y XIII. El neognosticismo debía «renacer» a finales del siglo XIX bajo la capa de la ciencia, pero en reacción contra «el progreso científico». El vínculo entre esa renovación y el nazismo es indudable.

 Si la gnosis ha podido desarrollarse y perpetuarse como un río subterráneo, es que existían, y existen todavía templos donde el saber es conservado y desde los cuales se transmiten las órdenes.

Desde la más lejana antigüedad, los hombres que deseaban adquirir el conocimiento tuvieron que sufrir las pruebas de la iniciación. Pero éstas no podían tener lugar en cualquier parte. Eran necesarios templos donde impartir esta enseñanza.

Ésta es la razón de ser de los centros de iniciación, lugares privilegiados donde la esencia del saber se concentraba en manos de los sacerdotes, representados por pontífices, druidas, brahmanes o lamas. En la antigüedad de Egipto, el centro iniciático más antiguo conocido, existían diversos centros iniciáticos entre los numerosos santuarios, tanto en el Alto como en el Bajo Egipto.

Hasta la invasión de los persas, mandados por Cambises, Tebas, la ciudad sagrada, encerraba en sus templos los secretos de la elevada ciencia sacerdotal. El santuario de Ptah, consagrado a Osiris, dios de los Muertos, era dirigido por un clero particularmente sabio. En esteSanto de los Santos, los sacerdotes tenían el poder de evocar el Sol de los muertos, el Sol de Osiris, que guía a los difuntos hacia su última morada y puede arrastrar a los vivos al reino de la muerte.

Cambises, en su ignorancia, quiso ser iniciado en estos misterios, y, como los sacerdotes de Tebas, temiendo ofender a los dioses, rehusaron evocar a Osiris al gran rey, éste les hizo asesinar en el mismo lugar. Cambises se dirigió entonces a Menfis, donde Platón habla estudiado la sabiduría, al templo de Sais, único lugar donde el soberano también podía ser iniciado en la visión de Osiris.

Sumido en un sueño letárgico gracias a un licor extraído de la flor de nepente, Cambises, yaciendo en un sarcófago, no salió de allá más que para morir loco en el desierto de Siria, donde, abrumado por la insoportable visión, buscó refugio.

En efecto, no se puede llegar a la fase suprema del conocimiento sin una larga preparación, so pena de caer «al otro lado del espejo», perdiendo la razón o la vida. En la prueba, cada neófito ponía en juego su vida y su alma, ya que en el zócalo de las estatuas de Isis estaba escrito: «Ningún mortal ha levantado mi velo».

Raros eran los que triunfaban de las siete pruebas previstas en la iniciación. Moisés fue iniciado en los misterios de Egipto, pero sucumbió, según la versión de Gérard de Nerval, a la última prueba, que era la de la castidad. Este es el motivo por el cual, como había pecado, se vio privado de los honores que tanto deseaba. Herido en su amor propio, Moisés se levantó en guerra abierta contra los sacerdotes egipcios, luchó contra ellos en el terreno de la ciencia y de los prodigios y terminó por liberar a su pueblo. Orfeo y Pitágoras tuvieron que pasar por las mismas pruebas, pero este último salió victorioso de ellas.

Los sacerdotes le acogieron en su colegio sagrado. Convertido desde entonces en gran iniciado, Pitágoras, tras haber visitado la India, donde recogió las enseñanzas de los brahmanes, y también la Galia, regresó a Grecia, donde fundó los santuarios de Delfos y Eleusis, con objeto de perpetuar el conocimiento esotérico.

Apolonio de Tiana, en el siglo I, y Manes recorrieron también Occidente y Oriente, visitando todos los lugares donde podían instruirse. Las sectas alemanas neognósticas recogieron la idea de que Moisés y los hebreos, al desvelar los secretos de Egipto, se habían convertido en adeptos de la magia negra, en tanto que los griegos, continuadores de los sacerdotes de Amón, habrían poseído la magia blanca.

Es sabido que el jerarca nazi Rudolf Hess, que vivió toda su juventud en Egipto, se convirtió más tarde en el delfín de Hitler. Ahora bien, este hombre formaba parte del movimiento esotérico Thule, inspirador secreto del nazismo. La sabiduría no era solamente patrimonio de Egipto, aunque este país hubiera aportado grandes secretos.

Vivieron también sabios en la Galia, como los druidas, conocidos por una imagen deformada que nos han dejado los manuales de Historia. Para Maurice Magre, «sin duda, los druidas de la Galia debieron de representar una de las más altas cimas de la espiritualidad que los hombres son capaces de alcanzar». El propio Pitágoras se dirigió a los celtas para recibir la enseñanza de los «hombres sabios».

Según Maurice Magre, en su obra La llave de las cosas ocultas: «Puesto que, cualquiera que fuera el salvajismo de los pueblos, y aunque no tuviera más que su capa y su bastón, aquel que había nacido bajo la estrella del conocimiento encontraba, desde la India a Irlanda, lugares de sabiduría y de instrucción donde se le daba una contraseña que le permitía avanzar un poco más.

 Los druidas partieron verosímilmente, de un centro situado en Irlanda, centro que, en su origen, debía de haberse nutrido en Asia, como lo demuestra la gran similitud existente en la organización de los druidas y la de los lamas».

Respetando los dioses galos, Tautates, Esus, y Terania, los druidas se hicieron médicos, jueces y maestros, a la vez que se imponían por su elevada espiritualidad. Estos hombres vivían ascéticamente como lamas tibetanos o cenobitas cristianos, lejos de la agitación de las ciudades, aposentados en lo más profundo de los bosques que, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo, cubrían entonces Francia. Formando colegios de instrucción, verdaderos «oasis del pensamiento» en medio de la ignorancia general, los druidas se transmitían religiosamente sus conocimientos.

Despreciando las construcciones humanas, sus templos eran los bosques de grandes robles, y sus columnatas, los troncos de los árboles centenarios. Respetaban la vida en todas sus formas y creían en la metempsícosis, doctrina filosófica griega basada en la idea tradicional de la constitución triple del ser humano (espíritu, alma y cuerpo) que afirma el traspaso de ciertos elementos psíquicos de un cuerpo a otro después de la muerte.

No cazaban ningún animal y construían chozas ligeras por el temor de herir el alma de los árboles. Conocían también el lenguaje de los animales y de los pájaros, que nosotros hemos olvidado, y estaban en comunicación con la Naturaleza.

Despreciaban, asimismo, el oro, símbolo de la envidia y de la codicia de los hombres, y lo proclamaron maldito, prohibiendo durante largo tiempo su circulación en la Galia. Cuando los tolosates, después de su victoria en Oriente, trajeron el oro procedente de sus pillajes, recibieron la orden de arrojarlo a un lago. Sobre el emplazamiento de este lago fue erigida la iglesia de Saint-Sernin. Los druidas enseñaban también el escaso valor de la vida terrestre frente al más allá, y el desprecio a la muerte.

El suicidio sagrado era lícito y estaba reglamentado, lo cual hizo pensar en los sacrificios humanos. En definitiva, poco se sabe de ellos, excepto algunas verdades, ya que su enseñanza era oral y está definitivamente perdida. Pero si un Pitágoras y un Apolonio de Tiana se dignaron visitarles, esto significa el elevado renombre que habían adquirido en la antigüedad.

Los druidas desaparecieron misteriosamente, tal como habían venido, en el siglo I después de Jesucristo, ahuyentados poco a poco por las legiones romanas. Con sus largas vestiduras blancas dejaron quizás en los bosques las huellas de su antiguo saber.

Paralelamente a la tradición egipcia en la antigüedad, existe otra corriente, no menos antigua e importante, donde encontramos también numerosas huellas de una fuente común. Se trata de los santuarios del Asia central y del Tíbet, este techo del mundo que algunos consideran también como el corazón y centro del mundo.

 La tradición tibetana es conocida hoy por numerosas obras difundidas entre el público. Algunos occidentales, en número muy reducido, han sido iniciados en los monasterios del Tíbet.

Con frecuencia, relatan la misma historia legendaria contada por los lamas. Una tradición afirma que, después de la gran catástrofe cósmica en la que la Atlántida se hundió, hubo algunos hombres que escaparon a ella y se dedicaron a la tarea de perpetuar el patrimonio moral humano. Se habían refugiado en las alturas del Himalaya.

Allí ocultaron las tablas astronómicas, los documentos grabados sobre hojas de metal, y todo lo que representaba los elementos del saber. Y, a partir de ahí, se expandieron a través del mundo bárbaro. El escritor francés Jean Marqués-Riviére, que no ha dejado de denunciar la francmasonería, es también conocido como un especialista del budismo. A este respecto, señala que las bibliotecas de los monasterios contenían documentos extremadamente importantes para la Historia de la Humanidad.

Estos rollos de papel, ocultos en grutas, fueron sustraídos posteriormente al vandalismo de los invasores chinos. La reconstrucción de toda la Historia de nuestra Tierra se habría sacado, según otros autores, de los famosos Anales akkáshicos. Bastaría que los iniciados se sumieran en éxtasis para rehacer el viaje en el tiempo y reconstituir el pasado de la Humanidad.

El Asia central, tierra de elección de los primitivos arios, ha podido albergar y conservar parte de la tradición y la ciencia de nuestros lejanos antepasados. La historia del Tíbet se remontaría a millares de años, 12000, según el coronel Churchward, investigador del antiguo continente de Mu. Antes de esta época, el Tíbet se encontraba, según esta tradición, al nivel del mar. Según T. Lobsang Rampa, en su obra Eltercer ojo, la tierra de los alrededores de Lasa contiene fósiles de peces y conchas que prueban este pasado marino.

Así, por causas ignoradas, tras la desaparición del continente hiperbóreo, engullido en un cataclismo volcánico, algunos miembros de la iniciación suprema se habrían refugiado en el ahora desierto de Gobi, que era entonces fértil y próspero, desarrollando allí una civilización muy avanzada. Aproximadamente unos veinte siglos más tarde, una nueva catástrofe, desencadenada esta vez por la mano del hombre, habría convertido este territorio en un vasto desierto.

Los supervivientes de Hiperbórea se habrían refugiado entonces en el actual Tíbet, que se encontraba casi al nivel del mar. A continuación, deseando ocultarse a los ojos de los profanos, se habrían enterrado en una red de subterráneos y cavernas del macizo del Himalaya.

La leyenda debe de tener un fondo de verdad, ya que Lobsang Rampa informa, en la obra ya citada, hechos sorprendentes que pueden no ser ajenos a nuestra historia legendaria. Después de la última fase de la iniciación, el joven lama fue conducido por el padre abad a un subterráneo profundo.

Tras haber relatado su descenso al corazón de la tierra, Rampa describe estas profundidades secretas: «En el centro de la caverna se hallaba una mansión negra de tal brillantez que me pareció como construida en ébano. Extraños símbolos y diagramas, parecidos a los que yo había visto en las paredes del lago subterráneo, recubrían sus muros.

Entramos en la casa por una puerta alta y ancha. En el interior, vi tres féretros en piedra negra decorados con grabados y curiosas inscripciones. No estaban cerrados. AI observar su interior, se me cortó la respiración y me sentí, de pronto, muy débil.—Observa, hijo mío —me dijo el más anciano de los monjes—.

Vivían como dioses en nuestro país en la época en que aún no había montañas. Recorrían nuestro suelo cuando los mares bañaban nuestras riberas y cuando otras estrellas brillaban en nuestros cielos. Observa bien, ya que sólo los iniciados lo han visto. Obedecí; estaba, al mismo tiempo, fascinado y aterrorizado.

 Tres cuerpos desnudos, recubiertos de oro, estaban extendidos ante mis ojos. Dos hombres y una mujer. Cada uno de sus rasgos era fielmente reproducido por el oro. Pero, ¡eran enormes! La mujer medía más de tres metros, y el mayor de los hombres superaba los cinco». Siempre según Lobsang Rampa, la Tierra se encontraba, mucho antes de la época histórica e incluso prehistórica, mucho más cerca del Sol. Los días eran más cortos y más cálidos.

 Se crearon civilizaciones grandiosas. Pero un cuerpo planetario sin control, al interactuar con la Tierra, modificó su órbita. La Tierra se puso a dar vueltas en sentido contrario, causando catástrofes sin nombre, levantado los mares, hundiendo las tierras y provocando la elevación del Tíbet, que fue súbitamente proyectado a 4 000 metros por encima del nivel del mar.

El mito de una civilización maravillosa y de un continente perdido es una constante que encontramos en el núcleo de la tradición tibetana. A este respecto es significativo lo que se explica sobre misteriosas ciudades subterráneas que forman Agartha o centro del mundo




 René Guénon, filósofo del esoterismo, en su libro El rey del Mundo (1927), cree en la existencia de un centro espiritual oculto de donde partirían las órdenes superiores destinadas a los grandes iniciados de este mundo. Los adeptos de la sociedad del Vrill y del grupo Thule se basaban en esta creencia, que transmitieron a Adolf Hitler, Rudolf Hess y Rosenberg.

Precisamente para volver a establecer conexión con aquellas centrales espirituales, Hitler encargó a la «Ahnenerbe», organización deicada a la investigación de los antepasados y dirigida por Himmler y las SS, que organizara una expedición al Tíbet, dirigida por el etnólogo Standartenführer SS doctor Scheffer, a quien se confió la misión de descubrir los orígenes de la raza «nórdica», que era, según los teóricos nazis, de origen indogermánico. El informe de esta expedición no se ha perdido por completo.

Existen extractos de ella en los archivos microfilmados del Departamento de Estado en Washington. Por su parte, Jean Marqués-Riviére, que efectuó numerosos viajes a la India y fue iniciado al tantrismo lamaico, relata en su libro A la sombra de los monasterios tibetanos lo que los lamas de los grados superiores le revelaron. Según la Tradición Primordial, se perpetúa la existencia del rey del Mundo:

 «Así, pues, sobre toda la Tierra, e incluso más allá, reina el lama de los Lamas, aquél delante del cual el propio Tashi-Lama inclina la cabeza, aquél a quien llamamos Maestro de los tres mundos. Su reino terrestre es oculto, y nosotros, los de la “tierra de las nieves”, somos su pueblo.

Su reino es para nosotros la tierra prometida, Napamaku, y llevamos en nuestro corazón la nostalgia de esta región de paz y de luz. Ahí un día terminaremos todos y en tiempos no lejanos, ya que nuestros oráculos son formales.

Pero, un día, para salvar la tradición eterna de la posible profanación, huiremos ante los invasores del Norte y del Sur y ocultaremos otra vez nuestros escritos y nuestra doctrina [alusión a la invasión china] (…). Inmutable, este monarca reina sobre el corazón y el alma de todos los hombres. Conoce sus pensamientos secretos y ayuda a los defensores de la paz y de la justicia.

No siempre ha estado en Napamaku. La tradición dice que, antes de la gloriosa dinastía de Lasa, antes del sabio Pasepa, antes de Tugkapa, el maestro omnipotente reinaba en Occidente sobre una montaña rodeada de grandes bosques, en el país que habitan hoy día los extranjeros. Por medio de sus hijos espirituales, reinaba sobre las cuatro direcciones del mundo.

En aquel tiempo existía la flor sobre la svástica… Pero los ciclos negros persiguieron al Maestro del Occidente, el cual vino a Oriente, a nuestro pueblo. Entonces, quitó la flor, y sólo queda la svástica, símbolo del poder central de la joya del Cielo».

Señalemos que en este pasaje la cruz gamada o svástica es situada en el centro del mito de Agartha. Efectivamente, la rueda es un símbolo del mundo que efectúa su rotación alrededor de un punto fijo, símbolo que es transcrito por la svástica. Pero en ésta la circunferencia del círculo que representa no está trazada, de modo que es el mismo centro lo que se designa directamente. La svástica no es una figura del mundo, sino más bien de la acción del principio respecto al mundo.

René Guénon ha expuesto muy bien el pensamiento nazi en lo que se refiere a la Agartha, aunque no haya hecho alusión a ello. Pero existen muchas coincidencias curiosas. Así, tanto para dicho autor como para los nazis, la Thule hiperbórea representa el centro primero y supremo de nuestro ciclo actual o Manvantara.

Todas las otras islas sagradas sólo son imágenes de Thule, que aún es llamada la Isla Blanca. En la India, la Isla Blanca es considerada como la sede de los bienaventurados, lo que la identifica claramente con la tierra de los vivos. René Guénon no fue el primero en explicarlo, ya que el francés Saint-Yves D’Alveydre, en una obra póstuma titulada Misión de la India, publicada en 1910, describe un centro iniciático misterioso designado ya con el nombre de Agartha.

 El escritor ruso Ferdynand Ossendowski relata en su obra Bestias, hombres y dioses, aparecida en 1924, la tradición del rey del Mundo, que sigue estando viva entre las poblaciones mongoles.

Según esta leyenda, el rey del Mundo se encontraría en la Mongolia meridional. He aquí lo que un príncipe budista declara a Ossendowski: «Este reino es Agartha. Se extiende a través de todos los pasos subterráneos de todo el mundo. Yo he oído a un sabio lama chino decir a Bogdo Khan que todas las cavernas subterráneas de América están habitadas por el antiguo pueblo que desapareció bajo la tierra. Todavía se encuentran sus huellas en la superficie del país.

Estos pueblos y estos espacios subterráneos reconocían la soberanía del rey del Mundo. Nada maravilloso hay en esto. Sabéis que en los dos mayores océanos del Este y del Oeste existían en otro tiempo dos continentes. Desaparecieron bajo las aguas, pero sus habitantes pasaron al reino subterráneo».

 El autor informa que numerosos lamas le confesaron haber visto al rey del Mundo, aunque él no lo había jamás visto por sí mismo. Esto viene confirmado por Jean Marqués-Riviére, quien asegura haber visto a un enviado de Agartha. Este último le dijo: «Yo soy, hijo mío, un enviado del Reino de la Vida; nuestro monasterio es el inmenso Universo de las siete puertas de oro; nuestro reino está en los tres mundos de este ciclo…».

Realidad o ficción mística, la Agartha sigue siendo un enigma para el hombre de Occidente. Haya lo que haya de verdad, el mito de las centrales espirituales corresponde en Europa a la aparición de los grupos ocultistas alemanes en el siglo XIX. Nada asombroso resulta, por tanto, que el nazismo haya recogido esta tradición.

No obstante, la referencia a las regiones del Asia central, representadas como la fuente de toda sabiduría no es, en sí misma, nueva. La leyenda se ha ido concretando poco a poco, pero su origen es antiguo, ya que Emanuel Swedenborg (1688 – 1772), científico, teólogo y filósofo sueco, da constancia de ello cuando declara:

 «Es entre los sabios del Tíbet y de la Tartaria donde hay que buscar la palabra perdida» Por su parte, Ana Catalina Emmerich, la santa visionaria del siglo XIX, hace de Jesús un iniciado del Tíbet.

Después de la decadencia del mundo antiguo, la tradición esotérica se perdió en Occidente. Una parte del conocimiento, salvada del desastre, sobrevivió a través del maniqueísmo y de la gnosis. En cuanto a la otra parte, se perdió con la ruina de los santuarios y regresó a Oriente, de donde, el cabo de algunos decenios, resurgió con nueva fuerza.

Es ésta la que nos proporciona la abundante literatura sobre la India y el Tíbet. Tras el fin del catarismo, hay que adentrarse en el Temple, la Rosacruz e, incluso, la francmasonería, para intentar volver a encontrar el hilo de Ariadna que nos conducirá hasta el neognosticismo de los siglos XIX y XX. Los templarios soñaban con una Europa teocrática sometida a un mesías imperial. Pero la fe de los cruzados en la superioridad del cristianismo debió de tambalearse notablemente a causa de los fracasos militares y por el conocimiento de la mística de los sufíes musulmanes.

Después de los fracasos habidos en la conquista de Tierra Santa, se llegó rápidamente a proyectar un acuerdo con los sarracenos. En su obra Los iluminados, Gérard de Nerval escribe: «Fueron los templarios, entre los cruzados, quienes intentaron realizar la alianza más amplia entre las ideas orientales y las del cristianismo romano». Se ha afirmado que Palestina era un polo místico, un eje ideal entre dos mundos: Oriente y Occidente.

El mismo nombre de los templarios había sido escogido para evocar, no sólo el Santo Sepulcro de los cristianos, sino también, con vistas a los judíos, el Templo de Salomón, receptáculo sagrado de la sabiduría y del conocimiento. El gran historiador francés Jules Michelet subrayó claramente este hecho cuando, en el siglo XIX, escribía:

 «La idea del Temple, más elevada y más general incluso que la de la Iglesia, estaba, en cierto sentido, por encima de toda religión. La Iglesia ponía fechas; el Temple, no. Contemporáneo de todas las edades, era como un símbolo de la perpetuidad religiosa. La Iglesia es la casa de Cristo; el Temple, la del Espíritu Santo».

Un gran especialista de la historia templaría, John Charpentier, dice que «la conciliación o la reconciliación del pasado con el presente y con el futuro, en el gran pensamiento de la unidad divina», era la tarea que los templarios se habían asignado a sí mismos. A partir de aquí, no hay, pues, nada asombroso en el hecho de que la enseñanza religiosa de los soldados del Temple estuviera acompañada por una iniciación secreta que pretendía restablecer los lazos con la Gran Tradición.

Hay que esperar hasta 1818 para que un arqueólogo austríaco, Hammer-Purgstall, publique una obra titulada El misterio de los templarios, revelado. En este libro, el historiador demostraba que la Orden del Temple había adoptado la doctrina gnóstica y practicado sus ritos. En apoyo de su tesis, Hammer-Purgstall invocaba cuatro estatuas, que se conservaban en el Museo Imperial de Viena, las cuales se afirma que fueron encontradas en casas de los templarios de esta ciudad.

Ahora bien, se trata, en efecto, de ídolos gnósticos, el más imponente de los cuales es un personaje faraónico que lleva barba y que presenta, como las otras tres estatuas, todas las características del hermafroditismo. Las inscripciones descubiertas sobre las figurillas hacen alusión al fuego y a la bisexualidad de los personajes, lo cual es un rasgo gnóstico.

 Se trata aquí de representaciones de emanaciones divinas, intermediarias entre el Creador y la materia, según la neumatología gnóstica. Jean Marqués- Riviére supone que «en el seno de los templarios existía un grupo con objetivos secretos de poder y que se apoyaban en riguroso esoterismo». Para sostener estas teorías, tales historiadores recuerdan que para hablar del gnosticismo de los templarios habría sido necesario que existiera una gnosis militante en el tiempo en que vivieron.

Ahora bien, en 1945, un labrador egipcio de Luksor descubrió, al cultivar su parcela de tierra, un ánfora que esparció, al romperse, pergaminos sumamente reveladores. Estos documentos, escritos en lengua copta, proceden del siglo III de nuestra Era; se trata de libros sagrados de los gnósticos, en los cuales se pueden ver las «Revelaciones de Hermes-Thot», juntamente con los «Evangelios secretos de Tomás y Felipe». De este modo, aparece la prueba de que la vieja religión egipcia se incorporó, a través de los gnósticos, al cristianismo naciente, como se había incorporado ya al helenismo con Pitágoras y Platón.

A partir de aquí, nada se opone a que los templarios aparezcan como neognósticos que quieren restablecer un vínculo con la Gran Tradición. El escritor francés Anatole France sólo reconocía a los Iluminados de Baviera, en el siglo XVIII, como a los sucesores auténticos de vieja religión egipcia. Y la «Iluminaten Orden» y sus elementos racistas fueron los precursores del nazismo. Pero el punto de partida primordial que representa la gnosis y sus característicos resurgimientos están representados por la Orden del Temple y el catarismo.

Hay complejas imbricaciones entre el catarismo y el templarismo, así como la unión sagrada de las dos «herejías», para utilizar un término tan caro a la Iglesia. Hubo un intento de alianza con los sarracenos que se ofreció a los templarios hacia el año 1180.

 En esta fecha, los musulmanes empiezan a alcanzar las victorias militares que conducirán a su jefe Saladino a efectuar, en el año 1187, su entrada en Jerusalén. Se presenta el siguiente dilema:

 «Hay que llegar a concluir unmodus vivendi, o proseguir la guerra a ultranza.» Naturalmente, el clero romano se inclina por la última solución, y momentáneamente consigue su propósito.

Pero, frente a ella, el rey de Inglaterra Enrique II Plantagenet, y su hijo Ricardo Corazón de León, sueñan compartir con Saladino la Tierra Santa. Es curioso constatar que es el capellán de Enrique II, Map, quien debía escribir, en Gran Bretaña, Lancelot, el romance de los caballeros de la Tabla Redonda, es decir, la historia del Santo Graal de los cátaros.

Bástenos con indicar que Map era un templario, partidario, como todos los templarios, de la unión con el catarismo contra la omnipotencia pontificia. Hay que subrayar que el proyecto de Enrique II encontró gran apoyo en la persona del conde de Toulouse, Ramon V, el «rey» de los cátaros.

Para Ramon V existen buenas razones en favor de esta elección. En primer lugar, el rey de Francia acaba de emprender una cruzada contra sus súbditos heréticos, los cátaros. Esta «cruzada» había de durar muchos años. Ahora bien, Ramon V controla todos los puertos del litoral mediterráneo, desde Marsella a Narbona. El comercio con la Tripolitania, colonia románica en aquella época, le sirve de derivativo para los mercados de la economía occitana.

A estas razones de orden táctico y colonial, se añaden motivos culturales y sentimentales, ya que la hermana de Ramon V se ha convertido en esposa de Saladino, y todos los trovadores se embarcarán con sus señores, Ricardo Corazón de León y Ramon, ambos príncipes mecenas. Estos proyectos británicos y occitanos no desagradan a los templarios, quienes observan una neutralidad muy benévola hacia el Midi en el conflicto que opone esta región al rey de Francia y al trono de San Pedro. A partir de entonces, su política se desarrollará sin cesar en este sentido. Ante todo, la elección del trovador Roberto de Sablé para el título de Gran Maestre de la Orden Templaría.

Este último será seguido de numerosos occitanos a la cabeza de la Orden, hasta la caída del Temple en tanto que organización religiosa. Pero al proseguir con esta política, los monjes-soldados toparon en su camino con el rey de Francia y el Papa, lo que les fue fatal.

Se olvida demasiado fácilmente que su «sede social» se encontraba en Francia y que el país de la flor de lis era la hija primogénita y obediente de la Iglesia. Al hacerse la orden político-religiosa extremadamente poderosa, la búsqueda de nuevas alianzas contra el rey de Francia debía tener un efecto de bumerang, en la medida en que el Papa abandonaría a la Orden, lo que se produjo con Clemente V. En este momento, la Orden se hunde.

Los numerosos historiadores del Templeno comprenden por qué Clemente V, inteligente y valeroso, no se opuso a la verdadera negación de la justicia que fueron el arresto y la condenación de los templarios por Felipe el Hermoso, rey de Francia. Clemente V, de origen occitano, era lo que se podría llamar un colaborador avant la lettre. Instruido por sus orígenes meridionales, había percibido al instante la alianza de sus compatriotas, los cátaros, con la orden del Temple.

Clemente V debía de estar ligado a Felipe el Hermoso, quien le había hecho regalo del trono pontificio y que, por el acuerdo de Saint-Jean-d’Angély, se había reservado, como contrapartida, el derecho de apoderarse de los considerables bienes del Temple. Entonces, con ocasión del Concilio de Viena, en 1311, ocurrió un hecho asombroso. Mientras todos los participantes esperaban que se hiciera la luz sobre esta misteriosa Orden del Temple, se discutió, por el contrario, entre otras cosas, acerca de cuestiones del Vaticano y del nombramiento de un arzobispo en Pekín.

 La disolución de la Orden del Temple, al año siguiente, no estuvo acompañada de ninguna explicación. El mismo año (1314) en que, fíeles al destino gnóstico, los templarios subían a la hoguera maldiciendo a sus verdugos, el Papa Clemente V y el rey Felipe el Hermoso morían, con algunos meses de intervalo, víctimas de un mal misterioso. Algún tiempo después, unos desconocidos cortarían la mano derecha de la estatua de Clemente V que se levanta sobre el atrio de la catedral de Burdeos.

En el antiguo Derecho Canónico, la mutilación de la mano era la pena infligida a los parricidas. A los lectores ávidos de misterio, bástenos recordarles que la maldición lanzada por el último Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay, contra la casta de los Capeto había de encontrar su aplicación final el día en que la cabeza del desgraciado rey Luis XVI rodó sobre el serrín del cadalso.

Un espectador, que se había abalanzado hacia la guillotina, mojó sus dedos en la sangre del monarca, y recogiendo algunos coágulos los lanzó sobre la muchedumbre, gritando: «¡Yo te bautizo, pueblo, en nombre de la libertad y de Jacques de Molay!»




Por lo que se refiere a la maldición concerniente a los Papas, los francmasones se encargaron de ejecutarla, proclamándose, con razón o sin ella, descendientes espirituales de la Orden perseguida. Pero probablemente el relevo hasta la francmasonería se operó mediante la Rosacruz, otro movimiento esotérico.

El neotemplario Cadet-Gassicourt escribió en La tumba de Molay (1797): «Al día siguiente de la ejecución de Molay, el caballero Aumont y siete templarios, disfrazados de albañiles, acudieron a recoger las cenizas de la hoguera.

Entonces, las cuatro logias (Nápoles, Edimburgo, París y Estocolmo) prestan juramento de exterminar a todos los reyes y a la raza de los Capeto, de destruir el poder de los Papas, de predicar la libertad de los pueblos y fundar una religión universal».

Pero se trataba aquí sólo de neotemplarios de obediencia masónica que reconocían a Pierre de Aumont como el auténtico sucesor de Jacques de Molay. Los rosacrucianos actuales estiman por su parte, que son una de las tres ramas de una «Fraternidad universal» histórica, la cual comprende también a los templarios, en un plano mágico, y a los cátaros.

Se asegura que subsistieron cátaros auténticos en el norte de Nuremberg, en Franconia, hasta fines del siglo XVI. Éstos fueron los Hermanos de Bohemia, cuyo último obispo, Cominius, estuvo en contacto con Andrés y Jacobo Boehme, místico y teósofo luterano.

Por otra parte, algunos autores muy versados en la materia, entre ellos René Guénon, admitían que el legítimo sucesor de Molay fue Larmenius.

Este último habría sido seguido por Bertrand du Guesclin, Henri de Montmorency, Charles de Valéis, Régent, el príncipe de Condé, y, finalmente, por Fabré-Palaprat, quien debía hacer reaparecer el Temple a plena luz, en 1808, con la bendición de Napoleón.

Para aquel que conociera los proyectos políticos del Emperador de los franceses, parece como si éste hubiera querido jugarle una mala pasada al Vaticano, al mismo tiempo que desposeía a la francmasonería de su prestigio de sociedad secreta de tendencia monopolista.

 No podemos hallar una filiación directa que vincule la Gran Tradición con este tardío resurgimiento templario. Por el contrario, parece que la orden de la Rosacruz que surgió en el siglo XV, después que el Temple había sucumbido, fue la supuesta sucesora del movimiento templario.

En efecto, Christian Rosenkreuz, el fundador de la orden, vivió en el siglo XV, y, según Cadet-Gassicourt, si el famoso conde de Saint-Germain pretendía ser más viejo de lo que en realidad parecía, es simplemente porque los iniciados rosacrucianos cuentan los años de un modo muy particular, fechando su nacimiento el día en que pereció Jacques de Molay, es decir, el 18 de marzo de 1314. Además, parece que los sucesores de los templarios se habían reagrupado alrededor de la naciente Rosacruz por la vía de la alquimia.

El hecho es que los rosacrucianos, tanto antiguos como modernos, han creído poder anexionarse a Nicolás Flamel, célebre alquimista, de quien se sabe que su objetivo supremo, la transmutación de los metales y la fabricación de oro, no era totalmente desinteresado.

 La realización de la «gran obra» y del «huevo filosofal» podía encubrir empresas mucho más prosaicas. De hecho, la tradición alquímica, inspirada en gran parte por la Cábala judía, aparecía, aunque hubiera atraído a espíritus elevados, como una desviación de las fuerzas espirituales hacia un objetivo material, con vistas a procurarse riqueza y poder.

 No obstante, hay que señalar que Flamel conocía el simbolismo de la rosa, tan caro a los rosacrucianos, y se sirvió frecuentemente de él. La rosa mística no era ignorada por los templarios, y su sentido es conocido por toda la tradición esotérica. Durante largo tiempo secreta, la orden Rosacruz empezó a concretar sus objetivos durante el Renacimiento, que se mostraba más tolerante que la Edad Media hacia las «brujas».

En esta nueva Edad, la Rosacruz ve el fin de un ciclo, el de la época medieval, que se había de acompañar de trastornos cósmicos. Sus miembros quisieron ser así los anunciadores y fundadores de este nuevo mundo purificado por el fuego, y restablecer una especie de Paraíso Terrestre. La sigla INRI tenía para los iniciados una significación no cristiana que autentifica este mito: Igne Nature Renovatur Integra (La Naturaleza es renovada completamente por el fuego). Este fuego, que obtiene su poder del Sol, tiene un triple significado.

Sin embargo, para los rosacrucianos, la alquimia era una obra secundaria, en tanto que la obra por excelencia era el «ergón», que aporta al conocimiento. Esta idea era traducida por la siguiente fórmula: «Vosotros mismos sois la piedra filosofal, vuestro propio corazón es la primera materia que debe ser transmutada en oro puro».

La orden Rosacruz ha hecho correr mucha tinta, y algunos han puesto en duda su existencia. Según Héron Lepper: «Esta sociedad famosa, admitiendo que haya existido alguna vez, ha de ser considerada como la cadena que vincula las asociaciones esotéricas de la Edad Media con las de los tiempos modernos».

Hoy día tenemos suficientes documentos y pruebas, para no dudar de la realidad de esta sociedad secreta. Es en Alemania, convertida en tierra de elección del ocultismo, y que debía seguir siéndolo, donde se desarrolló la flor mística de la Rosacruz.

Un pastor luterano, Juan Valentín Andreae, reveló su existencia por vez primera en 1614, en un libro titulado Las bodas químicas de Cristián Rosenkreuz, en el que desvela algunos secretos de la secta.

El grupo oculto existía ya desde hacía tiempo, pues Agrippa de Nettesheim (1486-1533), el célebre médico Paracelso (1493-1541) y Heinrich Khunrath (muerto en 1690) parecen haber formado parte de él. En esta época tiene lugar la expansión espiritual de la secta y se adopta el símbolo definitivo de la Rosacruz: una rosa roja, fijada en el centro de una cruz también de color rojo, «ya que fue salpicada por la sangre mística y divina de Cristo».

 Las comunidades de magos creadas en toda Europa por Nettesheim habrían dado origen en 1570, en Alemania, a los hermanos de la Rosacruz de oro. Pero es Khunrath, el fundador de la pansofía, quien creó la mística del rosacrucianismo integral, que promete «materializar los espíritus y espiritualizar los cuerpos».

 Los «rosae crucis» de tendencia mística perdieron su influencia en el siglo XVIII a manos de los «aureae crucis», rama secundaria de tendencias más pragmáticas. Este programa gnóstico no debe hacernos olvidar los objetivos de la Rosacruz, que siguen siendo invariables. En el mes de julio de 1785, un rayo alcanzó al doctor Lange. Se encontraron en su casa documentos que demostraban que, en el Congreso rosacruciano de Wilhelmsbad, él había decidido la muerte de Luis XVI.

El jefe del complot, que no era otro que el fundador de los Iluminados de Baviera, el profesor Weishaupt, tuvo el tiempo justo de ocultarse en casa de uno de sus discípulos y alumno, el duque de Sajonia-Gotha, que le dio asilo.

La Corte de Baviera hizo imprimir los archivos de los conjurados. No obstante, ningún historiador ha tenido la idea de formularse esta pregunta: ¿Por qué haber elegido a Luis XVI? Todo se ordena, no obstante, alrededor de un encadenamiento lógico. El pivote central de la organización, evitando en este sentido el error templario, se había refugiado en Baviera.

La creación de la francmasonería, a partir de la rama de los «rosae crucis aureae», sirvió de pantalla protectora a la verdadera Rosacruz, que desapareció detrás de esta organización para no reaparecer más a la luz del día. Los Iluminados de Baviera nos proporcionan una huella irrefutable de este complot, del que el propio La Fayette percibió sus ecos.

El 24 de julio de 1789, el marqués escribía: «Una mano invisible dirige el populacho». Con el transcurso del tiempo, uno está cada vez más persuadido de la existencia de una conjura, ya que se encuentra un rosacruciano  en el origen del asunto del collar que causó la deshonra de la reina María Antonieta y, simultáneamente, del clero a través del cardenal de Rohan; nos referimos al italiano Cagliostro.

El asunto del collar fue una estafa que tuvo por víctima, en 1785, al cardenal de Rohan, obispo de Estrasburgo, y en el que se vio implicada la reina María Antonieta. La relevancia pública del asunto, que redundó en un gran escándalo político y social, contribuyó a hundir la imagen pública de la reina María Antonieta, que se ganó definitivamente la enemistad de la vieja nobleza francesa y perdió el apoyo del pueblo de Francia. Las consecuencias de esto espolearon el descontento popular contra el gobierno de Luis XVI, muy influenciado por la camarilla de la reina.

El torpe manejo que la monarquía francesa hizo del asunto llevó a que comenzara a ser abiertamente desprestigiada por la propia nobleza, socavando de manera fundamental la imagen pública de la monarquía en unos momentos de crisis económica y social; igualmente, puso de manifiesto ante el pueblo la corrupción de la corte y la precariedad de las finanzas públicas, hasta el punto de que el Asunto del Collar suele considerarse como un claro antecedente a la Revolución francesa.

Por su parte, el carácter profundamente novelesco del asunto, calificado como “una de las farsas más descaradas de la Historia” por Stefan Zweig, ha servido como tema de numerosas obras literarias, entre ellas, “El Gran Copto“, poema de Goethe, o la novela “L’Affaire du collier de la reine” de Alejandro Dumas, tema más tarde tomado por Hollywood para dar lugar a una película.Por aquél entonces, los joyeros de la corte Charles Boehmer y Marc Bassenge, se ven en un gran aprieto económico.

 Luis XV había encargado para su amante Madame du Barry un soberbio collar de diamantes a estos dos joyeros.

Sin embargo, la muerte de Luis XV frustró la operación, y los joyeros tuvieron que quedarse con el costosísimo collar. Desesperados, lo habían ofrecido a la corte de España, y, ante la negativa de Carlos III a pagar los dos millones de libras que pedían por él, de nuevo a Versalles, en donde el collar había despertado la admiración de María Antonieta ya en 1782, quien, por lo demás, tampoco se hallaba en condiciones de desembolsar el millón setecientas mil libras que habían pedido los joyeros.

 Incapaces de vender el collar pese a rebajar fabulosamente el precio, los joyeros estaban a punto de deshacer el collar cuando su existencia llegó a oídos de la condesa Jeanne de Valois de la Motte.

Usando su nombre y supuesta amistad con la reina, la condesa consigue que el 29 de diciembre de 1784 los dos joyeros le muestren el collar. Ensimismada ante tal magnificencia, la condesa decide hacerse con el collar por medio del cardenal.

 Le hace saber que la reina, antes de la pública reconciliación, necesita un último favor del cardenal: desea comprar un lujoso collar, pero carece de efectivo para ello; propone al cardenal de Rohan que lo compre en su nombre, y que posteriormente ella le abonará el coste del collar conforme lleguen los plazos; esto es, plantea al cardenal de Rohan que actúe como su avalista y testaferro en la compra del collar.

El cardenal, aunque contento por la muestra de confianza que cree que le hace la reina, se muestra receloso: pese a ser fabulosamente rico, el precio del collar, rebajado hasta un millón seiscientas mil libras, no deja de parecerle desorbitado. No obstante, acaba por acceder: con la complicidad oportuna de Cagliostro, el místico masón amigo del cardenal, la condesa logra convencer al prelado de que un oráculo confirma la conveniencia del asunto.

El 29 de enero de 1785, el cardenal, totalmente convencido, compra el collar por un millón seiscientas mil libras pagaderas a dos años en cuatro plazos semestrales, y se lo entrega a la de la Motte el 1 de febrero de 1785 quien, a su vez, se lo da en presencia del cardenal, y en medio de un gran secreto, a un supuesto lacayo de la reina, en realidad su cómplice Rétaux de Villette.

Por haber favorecido esta negociación el joyero le regalará a la estafadora varias joyas.Conforme se acerca el día del primer pago, no obstante, la condesa se va dando cuenta de que el joyero va a exigir el pago.




Desesperada, decide destaparles a los joyeros el fraude: les envía una carta en la que reconoce que la garantía de pago que el cardenal posee en nombre de la reina es falsa, pero que el cardenal, siendo rico, puede pagarles él mismo el collar. Sin embargo, los joyeros desconfían del cardenal, que siempre anda endeudado, y desesperados como están, se presentan ante la reina, creyendo que es ella la que posee el collar.

Boehmer se presenta en Versalles el 13 de agosto, María Antonieta lo recibe, y en menos de un minuto descubre el joyero que la reina ni tiene el collar, ni ha sabido nunca nada del asunto. Al interrogar a Boehmer, descubre que el collar fue comprado por el cardenal de Rohan en su nombre; María Antonieta, que, por influencia de su madre María Teresa, desprecia profundamente a de Rohan, se siente ultrajada por esa estratagema, en la que cree ver una venganza del propio cardenal, a quien considera su enemigo.

No se muestra dispuesta a pasar por alto cómo de Rohan ha usado, supuestamente, su nombre en su propio provecho, mezclándola en una estafa.

Así, la reina María Antonieta informa de manera casi inmediata a su marido Luis XVI, y el 14 de agosto le exige que actúe inmediatamente contra el cardenal de Rohan, a quien acusa de haber usurpado su buen nombre.

Al día siguiente, el 15 de agosto, cuando el cardenal –que es capellán del rey- se prepara para celebrar con gran ceremonia la fiesta de la Asunción, el rey lo llama a su despacho privado y, en presencia de María Antonieta, se ve obligado a dar explicaciones acerca del expediente presentado contra él.

De Rohan se muestra confundido, pues todavía creía contar con el favor de la reina; poco a poco se va dando cuenta de la estafa de la que ha sido objeto, y confiesa al rey la novelesca implicación de la condesa de Valois de la Motte, de quien ni el rey ni la reina han oído nunca hablar.

La ira de María Antonieta, que cree que el cardenal la insulta aún más con esa historia, crece hasta el punto de que urge a su marido a que detenga inmediatamente al cardenal; Luis XVI cede, y, ante toda la corte reunida para la Asunción, el cardenal de Rohan es arrestado públicamente y encarcelado en la Bastilla. Parece que la nueva francmasonería, sobre todo la francesa, no estaba al corriente de nada. Se refuerza esta idea con la asombrada reacción de La Fayette ante los primeros tumultos.

La Fayette era un masón notorio. Podemos añadir a Jean Sylvain Bailly, presidente de la Asamblea Nacional Francesa, quien, antes de caer, como muchos otros, bajo la cuchilla de la guillotina, escribía con bastante lucidez en sus Memorias: «Es necesario un espíritu profundo y mucho dinero para calificar este plan abominable».

Sin duda, la Historia jamás llegará a encontrar las huellas materiales de este complot internacional, pero hay muchas probabilidades de que fuera de Alemania, más concretamente de Baviera, y de Gran Bretaña, de donde partieran las consignas que concordaban en la política del momento; y, como por casualidad, fueron estos Estados los que acogieron favorablemente a los templarios en su huida y no tomaron ninguna medida contra la Orden, permitiéndoles efectuar lo que hoy día se denominaría una reconversión.

 La búsqueda del conocimiento a través de la investigación de la Gran Tradición no se extinguió, por tanto, con los templarios y los cátaros. Como ejemplo vemos que el rosacruciano y primer filósofo de su tiempo, Francis Bacon, trató, en su obra Nova Atlantis, el tema de la Tierra Santa, tan caro a Cristián Rosenkreuz.

 Con el tema de la nueva Atlántida y del continente perdido, que fue también la Tierra Santa, tenemos un resumen prodigioso y significativo de todos los sueños de los gnósticos y de los maniqueos, de los sacerdotes de Amón y de los cátaros, de los pitagóricos a los templarios. Pero ya la búsqueda de la Gran Tradición se ha alejado de Francia para situarse en su periferia. Es en Alemania y en Austria donde, a partir de entonces, encontraremos sus huellas.

La tradición profètica, del simple oráculo que era en la antigüedad, como puede verse con las pitonisas de Delfos, se ha convertido en cósmica con la revelación cristiana de las visiones de san Juan en la isla de Patmos, que formaron parte integrante del libro del Apocalipsis, en la Biblia. Desde el alba del cristianismo se han encontrado hombres ignorantes o eruditos, que intentaron percibir este simbolismo anunciador del fin de los tiempos y trataron de fijar un plazo a este hundimiento del mundo.

Según las épocas fueran buenas o malas, iluminados, filósofos y sabios han anunciado el Paraíso Terrestre, o vaticinado el retorno al caos y la destrucción de la civilización terrestre, verdadero reino de Satanás. En la época medieval, vino a añadirse a estos mitos el del Gran Monarca o Mesías imperial, soberano que debía reinar sobre toda la cristiandad e imponer la paz final, precediendo sobre la Tierra la venida de Cristo Rey.

En Francia, pero sobre todo en Alemania, hubo monarcas poderosos dispuestos a acoger favorablemente tales predicciones, que sólo podían favorecer las tentativas de restauración imperial. Por el contrario, el Papado siempre ha visto con malos ojos a estos profetas de la desgracia, que fustigaban los excesos de la Iglesia y anunciaban el cisma como algo inminente. En el mejor de los casos, las profecías hacían escaso favor al trono pontificio.

Los gobernantes con afición de ser también líderes religiosos, fueron siempre considerado en Roma como el peor enemigo de la Iglesia, campeona de la teocracia. Federico Barbarroja, Federico II (Hohenstaufen), Enrique VIII de Inglaterra, y, mucho más próximo a nosotros, Napoleón, están ahí para testimoniarlo. La Iglesia no soporta que una autoridad al margen de ella intente desempeñar un papel en la dirección espiritual; y esto es lo que conducirá a la Reforma.

La unión del sacerdocio y el Imperio parece, sin embargo, necesaria con objeto de realizar esta Jerusalén nueva de la que habla el Evangelio y que debería ser el ideal de la cristiandad. Aunque hoy día esta lucha parece claramente superada, el profetismo no ha cesado de añadir a lo largo de los siglos nuevas páginas a su leyenda. Muy próxima a nosotros, Fátima nos proporciona el ejemplo de ello.

 Si en Francia la fuente se agotó con Nostradamus, en Alemania el Apocalipsis siempre despierta ecos en el alma germánica. ¿Acaso Hitler no se presentó a sí mismo como un mesías de los tiempos nuevos, recogiendo el mito del Sacro Imperio, un Reich que debía durar mil años? Pero, ¿cuáles eran estas profecías que son los signos de los tiempos? ¿Cómo se expresaron? ¿Cuáles fueron sus intérpretes?

 Si queremos remontarnos hasta la fuente profunda, es preciso acudir a los primeros tiempos de la Era cristiana. Según el apóstol Mateo: «En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto el Hijo del Hombre venir en su reino». Estas palabras de Jesús tienen un sonido profètico, al anunciar la Era del Espíritu Santo o del Paráclito.

El Apocalipsis de san Juan traduce claramente la efervescencia que provoca la espera del fin del mundo, después de la venida del Cristo, exacerbada por las desgracias de aquel tiempo. San Pablo reaccionó violentamente contra esta tendencia, aconsejando la moderación.

Pero, paralelamente, Pablo, el Apóstol de los Helenos, organizará la espera de la ciudad celeste. Según la enseñanza del Evangelio, proclama: «Pero nuestra ciudad está en los cielos». Al principio de la predicación cristiana, el Imperio Romano se halla en su apogeo, y el reino de los césares parece anunciar la edad de oro.

Con el reinado de Nerón, las perspectivas cambian, y a partir de entonces se sucederán los trastornos políticos. En el siglo II aparecen teólogos como Tertuliano que se lanzan con ardor a la interpretación apocalíptica, en que el fin del mundo es inminente, y por ello tanto más mediocre aparece el valor de las cosas terrestres.

 Por el contrario, Orígenes se opone vigorosamente al milenarismo, distinguiendo las dos ciudades: la ciudad terrestre y la ciudad celeste. San Agustín, obispo de Hipona (354-430), fue al principio maniqueo. Convertido al cristianismo, trata, en La Ciudad de Dios, de superar el antagonismo entre el poder espiritual y el poder temporal, sometiendo el emperador a la Iglesia. Se erige en campeón del sacerdotalismo. Agustín abandonó toda perspectiva milenarista: «las dos ciudades no han dejado de existir una junto a otra desde el origen de los tiempos; una tiene a Caín, y la otra a Abel, por fundadores.

Una es la ciudad terrestre con sus poderes políticos, su moral, su Historia y sus exigencias; la otra, la ciudad celeste, que, antes de la venida de Cristo, fue simbolizada por Jerusalén, es ahora la comunidad de cristianos que participan de un ideal divino: esta ciudad sólo está aquí en peregrinaje o en exilio, como los judíos lo estaban en Babilonia; las dos ciudades seguirán existiendo una junto a otra hasta el fin de los tiempos; pero, después, sólo la ciudad celeste subsistirá para participar en la eternidad de los santos». No obstante, la lucha que está teniendo lugar es realmente la del sacerdocio y el imperio en el marco milenario de los tiempos proféticos.

El emperador y el Papa lucharán por la dirección espiritual de los hombres, y en este combate el primero será vencido, ya que a la muerte de Teodosio (395) el Imperio es dividido, en tanto que la cristiandad permanece unida.

Así, pues, es en Occidente donde las tentativas de restauración imperial se sucederán, tras las grandes invasiones, desde Carlomagno a Hitler, pasando por Federico I (Barbarroja) y Napoleón, con idéntico fracaso. La Iglesia vela para impedir toda restauración del Mesías imperial, del orden romano o germánico que destruirá su omnipotencia.

A partir de esta época la guerra entre los dos poderes está siempre lista para estallar. Tras la ruina del mundo antiguo y el fracaso de la restauración justinianea, el reinado de Carlomagno, emperador de Occidente, aparece, en medio del caos de los pueblos, como una nueva edad de oro para los partidarios del Imperio, y el recuerdo, embellecido por la leyenda, del emperador de la barba florida, seguirá estando vivo en el pueblo junto con la nostalgia de la Pax romana. Esto es lo que explica la leyenda del emperador dormido:

«El emperador Otón III (983-1002) había sido advertido en sueños que debía exhumar el cuerpo del emperador Carlomagno. Se sabía que reposaba en Aquisgrán, sin que se pudiera precisar exactamente dónde.

Después de tres días de ayuno, los buscadores iniciaron su tarea. Descubrieron el cuerpo de Carlomagno, como Otón lo había soñado, en una cripta abovedada bajo la basílica de Santa María. El cuerpo, perfectamente conservado, estaba revestido con la gran túnica imperial y se mantenía sentado sobre un rico trono. En este estado fue mostrado a la vista del público y vuelto a inhumar en la misma basílica, detrás del altar de san Juan Bautista.

La exhumación de Carlomagno por Otón III enfebreció las imaginaciones. Se decía que Carlomagno había sido descubierto con el cetro en la mano y los Evangelios sobre las rodillas, que sólo estaba dormido y que despertaría un día para reinar sobre Europa, como lo habían enunciado los profetas. Tras la muerte de Federico II (1250), la leyenda se transfirió en su beneficio. Luego, en el siglo XVI, nuevamente recayó en Federico Barbarroja, muerto en 1190. Desde entonces, para todos los alemanes, el emperador prometido duerme en las profundidades de una gruta de Turingia.

Está sentado ante una mesa de piedra, y, dado que duerme, su barba rodea ya varias veces el contorno de la mesa. En ocasiones, se despierta para preguntar al pastor que le vela: “¿Vuelan todavía los cuervos alrededor de la montaña?”, y el pastor responde tristemente: “Sí”.

El emperador reemprende entonces su sueño secular, esperando el día en que conducirá a Alemania a la cabeza de todos los otros pueblos. Entonces, el Reich que durará mil años abarcará toda Europa».

Como subraya Eric Muraise, «la leyenda del emperador dormido adquirirá una nueva magnitud cuando se apoye en la transposición poética de la leyenda del Graal, copa santa, cuya revelación purificará y unirá a la cristiandad desmembrada. Sin embargo, la vía de transmisión será diferente. El mito del Graal nace en la Galia, y de aquí pasa a Germania».

Paralelamente, tiene lugar el terror de la gente ante las proximidades del año 1000, y las profecías de Rémy y de San Cesáreo anuncian el cisma final de la Iglesia, sin dar ninguna fecha. Más tarde, las profecías sagradas se apoyarán mutuamente para adquirir un nuevo impulso.

Podemos citar al monje Glaber, pero, sobre todo, a Joachim de Flore (1145-1202), figura que merece gran interés. Este abad del monasterio cisterciense de Corace (Sicilia) era un espíritu místico y un alma atormentada por el mal que veía penetrar en la Iglesia, y comparaba ésta a una cueva de bandidos.

Este espíritu elevado debe ser incluido cerca de los cátaros por su esfuerzo en retornar a la pureza. Joachim anuncia el juicio de Dios que herirá a la Iglesia por el poder de los nuevos caldeos, es decir, Alemania. Además, el monje anuncia el Anticristo, y predecía a Ricardo Corazón de León que este Anticristo ocuparía el trono pontificio.

El Evangelio eterno de Joachim de Flore tuvo un gran éxito en el seno del movimiento antirromano. Según esta obra, la Humanidad se divide en tres edades: el reino del Padre, el del Hijo, que se acababa en 1260, y el del Espíritu Santo, que coincide con el fin de los tiempos.

Este espíritu místico, anunciador de los tiempos imperiales y precursor de la Reforma, halló crédito en Alemania e Italia, ya que Dante, afiliado a la secta de emanación templaría de los Fideli d’Amore, sitúa al Papa en uno de los siete círculos del Infierno y se adhiere al partido imperial de los gibelinos.

En la gigantesca lucha que opone al emperador y el Papa, dos clanes, en los que encontramos otra vez mezclados a cátaros, valdenses, gibelinos y templarios, se enfrentan en el curso de los cuatro siglos que van desde el año 1000 al 1400. Federico I Barbarroja tuvo grandes dificultades con el Papa, pero no supo, como sus predecesores, transponer la lucha al plano de las ideas. Federico II, emperador desde 1220 a 1250, adoptó la vía más sutil del esoterismo.

Emperador de Alemania, rey de los romanos, rey de Sicilia, rey de Jerusalén, Federico II de Hohenstaufen fue un soberano prestigioso. Esta gran inteligencia, este enemigo irreductible de los Papas fue iniciado en el sufismo islámico; hablaba varias lenguas, entre ellas el árabe y el griego.

Por el esoterismo, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico buscaba, él también, la llave de las cosas ocultas por la búsqueda del conocimiento a través de la historia de Merlín el Mago y del Graal. También hacia 1228, Federico II fue iniciado, en San Juan de Acre, en los misterios templarios. fue elegido por los templarios y los caballeros teutónicos, ligados por un pacto, para ser el emperador del mundo.

El plan fracasó, porque la Iglesia supo atacar a sus enemigos en frentes y momentos diferentes. Pero el hecho subsiste, y un vestigio singular de esta época es el castillo octogonal de Castel del Monte, en Sicilia. Esta construcción servía para reuniones misteriosas, y debía ser la sede del Nuevo Imperio. Federico II supervisó por sí mismo la construcción, que pone de manifiesto un plan secreto de arquitectura templaría imbuido del simbolismo sagrado de las cifras.

 Este castillo hace recordar a cierto burgo nazi donde se reunía el Capítulo de una Orden que pretendía suceder a los templarios y a los caballeros teutónicos. El Gran Maestro era Heinrich Himmler, gran admirador de la Edad Media y del Sacro Imperio.

En estos círculos se invocaba continuamente el esoterismo medieval y el movimiento antipapal. Para prueba, basta el libro de H. S. Chamberlain, libro de cabecera de Hitler, donde el autor de La génesis del siglo XIX exalta a Dante, el hereje, y el movimiento «los von Rom». Savonarola también es llevado al pináculo, él, que fue quemado por orden del Papa.”Sin Judea, sin Roma construyamos la Catedral alemana“.

 Así sostenía el movimiento del caballero Georg von Schönerer la separación de la Iglesia de Roma, “Los von Rom“, nacido a caballo entre los siglos XIX y XX en Austria. Se fundaba sobre ideas pangermánicas, anticlericales y antisemitas.

En este depósito ideológico se basaron también, posteriormente, los nazis. De hecho, en esa época, la intensa propaganda, apoyada por la asociación protestante alemana “Gustaf Adolf Verein“, consiguió alejar de la Iglesia a casi cien mil católicos austriacos en el arco de casi un decenio.

Girolamo Maria Francesco Matteo Savonarola (1452 – 1498) fue un religioso dominico, predicador italiano, confesor del gobernador de Florencia, Lorenzo de Médici, organizador de las célebres hogueras de vanidad (o “quema de vanidades“) donde los florentinos estaban invitados a arrojar sus objetos de lujo y sus cosméticos, además de libros que él consideraba licenciosos, como los de Giovanni Boccaccio.

Predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos y la corrupción de la Iglesia Católica, contra la búsqueda de la gloria y contra la sodomía, que él sospechaba que estaba en toda la sociedad de Florencia, donde él vivió. Predijo que un nuevo rey Ciro atravesaría el país para poner orden en las costumbres de los sacerdotes y del pueblo. La entrada del ejército francés de Carlos VIII, en 1494, en la Toscana, región donde estaba Florencia, confirmó su profecía.

Sus críticas violentas contra la familia que gobernaba Florencia en esos años, los Médici, acusándoles de corruptos, contribuyeron a la expulsión del Gobernador Piero de Médici por los florentinos en 1495. Sus ataques contra el Papa Alejandro VI le valieron, primeramente, la excomunión y la prisión, y más tarde, tras haber sido liberado y conducido a Roma por los grandes comerciantes florentinos, la condena a la hoguera por un tribunal de la Inquisición y la inclusión de su obra en el índice de libros prohibidos.

Nacido en Alemania, el movimiento contra el Papado encontró su expresión final con Lutero, quien se opuso definitivamente al dominio de Roma. Así, a pesar de su fracaso, estas luchas imperiales no debían resultar vanas, ya que anunciaron y prepararon el camino de la Reforma.

Ahí empezó todo. La Reforma dio nacimiento, más allá del Rin, a una libertad intelectual desconocida en los países católicos. De esta libertad debían brotar el genio romántico del siglo XIX y las figuras prodigiosas de estos nuevos profetas que fueron Wagner y Nietzsche.

N las declaraciones de Adolf Hitler publicadas por Hermann Rauschning con el título Hitler me ha dicho, y que obtuvieron gran éxito en los años inmediatos a la anteguerra, se puede descubrir nuevamente el importante papel de modelo que desempeñó la francmasonería alemana en la organización esotérica del partido nazi.

Rauschning se asombraba de que Hitler hubiera podido utilizar alguna cosa de la francmasonería: «Lo que hay de peligroso en estas gentes es el secreto de su secta, y éste es precisamente el que he adoptado. Forman una especie de aristocracia eclesiástica. Se reconocen entre ellos por signos especiales.

Han desarrollado una doctrina esotérica que no está formulada en términos lógicos, sino en símbolos que se revelan, gradualmente, a los iniciados. ¿No ve usted que nuestro partido tiene que ser constituido exactamente como esa secta?».

Pero no hay que confundir las logias de los Iluminados de Baviera con la verdadera francmasonería. En 1942 el mariscal Goering firma la orden de lucha «contra los judíos, los francmasones y otros poderes ideológicos», adversarios del III Reich. Por lo demás, esta orden fue seguida por la creación de Estados Mayores especiales (Einsatzstabe), cuya misión era la de confiscar y transferir los bienes masónicos.

 Este pillaje debía permitir a los servicios del profesor Rosenberg organizar las numerosas Exposiciones Masónicas que Europa ha conocido. Hay que señalar que el «Rotary-Club» no pudo escapar a este pillaje, así como los numerosos archivos y bibliotecas con cuya ayuda los escritores nazis esperaban poder «reinventar» la historia de las ideas políticas en Europa.

 Ya en 1798, por medio de un edicto, Federico Guillermo II de Prusia había prohibido las sociedades secretas, con excepción de las logias antiguas prusianas. Hitler actuaría más tarde del mismo modo. En efecto, la prohibición que acabamos de mencionar no se dirigía a estas logias prusianas, cuyo ideal, desde principios del siglo XX, se parecía bastante al pensamiento nazi.

 La ruptura entre estas logias racistas y las otras cofradías masónicas era tal, que un miembro de estas logias no podía adherirse a masonerías humanitarias. Así, el orden prusiano juaniano, que tenía como ideal espiritual la constitución de un Estado ultranacionalista y racista, no admitía, por tanto, a judíos entre sus miembros.

Este carácter tan germánico de la francmasonería alemana sorprenderá a aquellos que conciben a este movimiento filosófico internacional que es la francmasonería como un bloque sin grietas. Cabe subrayar que en este movimiento la diversidad ha existido siempre, ya desde su origen.

 Lo que hace apasionante el estudio de la francmasonería en Alemania es que esta última se aleja considerablemente de las ideas democráticas y religiosas del movimiento masón en general. No satisfecho con ser antidemócrata, el orden juaniano, por ejemplo, predicaba un cristianismo dogmático, es decir, gnóstico.

Esta búsqueda de un cristianismo dogmático parecía próxima a cumplirse con el advenimiento al poder de los señores de la Alemania del III Reich. Esta confirmación nos viene proporcionada por una obra del escritor alemán Paul Ernst, aparecida en Múnich en 1935, con el título de Eine Credo, obra que es significativa, por más de un concepto, de esta gnosis racista:

«La doctrina cristiana comporta el dogma del Espíritu Santo. En todos los tiempos y en todos los pueblos de la cristiandad se ha visto reaparecer esta idea de un tercer imperio, aquél que debe suceder al del Hijo: El imperio del Espíritu Santo.

También hoy día se capta confusamente, en la nostalgia del dios alemán, el término del Tercer Reich», y Ernst termina: «¿Será posible que la Humanidad encuentre una religión puramente espiritual, que no tenga necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no sea más que sentimiento?».

 Así, contrariamente a las explicaciones seudohistóricas, que consideraban al Tercer Reich como continuador del Reich de Bismarck y de Guillermo II, la Alemania de Adolf Hitler aparecía claramente, a los ojos de sus fundadores y de sus iniciados, como la tercera época del género humano. Este análisis, que ha escapado a todos los escritores del Reich nazi, lo encontramos de nuevo en las afirmaciones del propio Hitlerr:

«Hubo los tiempos antiguos. Hay nuestro movimiento. Entre ambos, la edad media de la Humanidad, la Edad Media, que ha durado hasta nosotros y que nosotros vamos a clausurar».

 Prosiguiendo el estudio de los grupos esotéricos en Alemania, nos damos cuenta de que la lucha entre las dos formas de francmasonería fue acompañada en aquel país de una lucha entre la magia blanca y la magia negra.

Esta magia negra se basaba en la teosofía, que había estado en parte ligada con el grupo Thule, donde hemos encontrado a Haushoffer, Hess y Adolf Hitler. La teosofía añadía a esta magia neopagana toda una tramoya oriental. Mediante ésta, esperaba presentarse como una síntesis entre Oriente y Occidente.

Las doctrinas de la teosofía buscan la clave de su enseñanza en los Vedas sánscritos, en lugar de hacerlo en los libros hebraicos.. H.P. Blavatsky, emparentada por parte de madre con las mejores familias de la aristocracia rusa, es quien debía fundar, el 17 de noviembre de 1875, en Nueva York, la primera sociedad teosòfica.

En materia teológica, la teosofía es panteista. Dios es todo, y todo es Dios. Si hay que prestar crédito al coronel Olcott, uno de los primeros teósofos, los dirigentes de la teosofía estaban dotados de poderes supranormales, un carácter mediúmnico que aparecerá otra vez en Adolf Hitler. Todos estos fenómenos son destacados en las obras teosóficas y consisten, sobre todo, en comunicaciones efectuadas a distancia por los iniciados. 

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